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Dominicos españoles de sangre real, confesores y predicadores de soberanos.


Procedente Santo Domingo de Guzmán de la familia dé los primeros reyes de España reconquistada, la descendencia de nuestros Reyes ha tenido marcada predilección hacia la descendencia espiritual del Patriarca de los Predicadores: predilección que se ha significado por numerosas vocaciones a la Orden de Santo Domingo en las dinastías de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal. He aquí algunos ejemplos.

Doña Urraca (ó sea Aurora), esposa de Fernando I de Aragón, fundó el monasterio de Medina del Campo, en el cual tomó el hábito con el nombre de Leonor, y vivió ejemplarmente hasta la muerte, es decir, catorce años. Siguió el ejemplo su hermana doña Leonor, hija, como ella, de D. Sancho de Castilla, y se encerró en el monasterio de Benavente, y luego en el de Toro.

Doña Blanca, nieta de San Fernando, fue religiosa en Zamora; doña Constanza, nieta del rey D. Pedro, por su hijo legítimo D. Juan, fue ejemplarísima priora de Santo Domingo el Real de Madrid, adonde trajo los restos de su abuelo, que descansaron en dicho monasterio hasta la revolución de 1868; una sobrina de la anterior, llamada, como ella. Constanza, e hija de su hermano D. Pedro, fue priora en Medina del Campo. En Caleruega entró doña Margarita, hija de D. Fernando.de la Cerda y nieta de Alfonso el Sabio, fundador del monasterio que ocupa la casa solariega de Santo Domingo. Doña Berenguela, hija del citado rey Sabio, yacía incorrupta en Santo Domingo el Real de Madrid cuando se demolió el monasterio e iglesia.

D. Jerónimo de Aragón, hijo del Rey Católico don Fernando, fue religioso en Santa Cruz de Segovia: y su hermana doña María en Santo Domingo el Real de Toledo, donde profesó también otra religiosa del mismo nombre, hija del rey D. Pedro.

D. Ramón Berenguer, hijo de D. Jaime II de Aragón, entró religioso en Castellón; y su hermana doña María en el monasterio de Monte Sión de Barcelona, del cual es considerada como una de las fundadoras; siguió la al mismo retiro su hermana doña Blanca, con autoridad pontificia que obtuvo de Clemente VI para dejar el hábito de San Juan. Una hija del citado D. Ramón Berenguer, llamada doña Juana de Espinosa, entró monja en Santo Domingo de Toledo.

Ya se habló de San Raimundo de Peñafort, que era oriundo de la casa de los condes de Barcelona, y del P. Albalate. obispo de Valencia y embajador del rey de Aragón, su pariente. En el mismo siglo distinguióse en la Orden D. García, hijo del rey de Navarra. El cardenal de Toledo, hijo de los duques de Alba, de quien también se hizo mérito, era primo del Rey Católico.

A familias más ó menos emparentadas con los reyes pertenecieron el P. Bernardino (antes Antonio) de Toledo, hijo de los condes de Villoria y marqueses de Aguilar, y los PP. Pedro y Juan Manrique, hijos del segundo conde de Osorio.

Honró asimismo á la Orden de Santo Domingo por sus virtudes, por sus escritos y por su predicación, el P. Ildefonso Enrique de Santo Tomás, hijo de Felipe IV, y más tarde obispo de Osma y de Málaga. Los reyes se han mostrado siempre benévolos a esta Orden esclarecida, asistiendo á sus capítulos, promoviendo las fundaciones, favoreciendo los estudios y dándole otras pruebas de estimación. Don Enrique II vistió el hábito de Dominico en su última enfermedad; con el mismo quiso ser enterrado el Rey Católico; mientras que su esposa doña Isabel rezaba las horas canónicas según el rito de la Orden de Predicadores. Finalmente, Felipe III llevó el hábito por devoción, y estableció la costumbre, hoy en práctica, de que todos los vástagos de los reyes sean bautizados en la misma pila bautismal en que lo fue Santo Domingo de Guzmán, su pariente.

No es menos significativa esta predilección en la dinastía de Portugal.

Ocupa con justicia el primer puesto Santa Juana, hija del rey Alfonso V, princesa jurada del reino, y regente gobernadora durante la expedición de su católico padre al África. Desde su niñez se consagró á Dios, y después de vencer los obstáculos que pueden suponerse, tratándose de una princesa joven, hermosa, honesta, solicitada por las cortes de Francia y Alemania para matrimonios ventajosísimos y heredera presunta del trono, se retiró al monasterio de Santo Domingo de Avero, donde hizo tales progresos en santidad, que, muerta á la edad de treinta y nueve años, fué beatificada por Inocencio XII.

Los dos infantes D. Sancho y D. García dieron también días de gloria á la Orden de Predicadores, en la cual profesaron, lo mismo que tres hijos del conde de Coimbra, nieto de D. Juan II, y otros tres hijos del conde de Portugalete.

D. Fr. Juan de Portugal, hijo del conde de Vimioso, y de la familia reinante, no sólo se distinguió por su ciencia y por su piedad, sino que sirvió de ejemplo eficaz para atraer á la misma Orden á su hermano D. Luis (en el claustro Domingo del Rosario) y á doña María, doña Beatriz ydoña Felipa, que fueron monjas Dominicas. El P. Antonio de Portugal, nieto de los primeros duques de Veragua; el P. Alonso Alencastre, hijo de los duques de Aveiro, y el Padre Dionisio de Alencastre, hermano de los condesde Obidos, también eran de sangre real, como San Gonzalo de Amarante, que pertenecía á la dinastía Pereira.

Confesores de reyes: —Otro blasón de la Orden de Predicadores es la constancia con que los reyes de España han confiado la dirección de sus conciencias a religiosos de la misma. Hemos visto a San Fernando llevando consigo a las campañas a su confesor San Pedro González Telmo, patrón de los marineros; hemos asistido a las victorias de D. Jaime el Conquistador, que llevaba por confesores á Dominicos de primera talla, á San Raimundo de Peñafort, primer auditor de la Rota romana por la corona de Aragón, y á los PP. Segaría y Fabra; D. Juan I de Portugal tenía por moderador de su conciencia, consejero y predicador al venerable P. Vicente de Lisboa, y al P. Lamprei, por manera que anduvo acertado el P. Mariana, refiriéndose al rey D. Enrique II de Castilla y a la Orden de Predicadores, cuando escribió: — «De cuya Orden tenían otrosí la costumbre los reyes de tomar confesor.» —Costumbre atestiguada por las leyes del Instituto y por la historia, que, desde San Fernando hasta Felipe IV, registra cincuenta nombres de Dominicos confesores de reyes, sólo en la corona de Castilla. Al beato Álvaro de Córdoba, confesor de doña Catalina, viuda del citado Enrique II, debió esta infortunada Reina el acierto con que se condujo para afianzar la corona de España en las sienes de D. Juan II.

Los nombres de los PP. Lope Barrientos y Luís de Valladolid, confesores de este Rey, están íntimamente enlazados con la historia patria, siquiera se considere solamente la parte que tomó el primero en la formación del príncipe y en el ruidoso suceso del marqués de Villena, y no se olvide que el segundo desempeñó embajadas difíciles.

Anduvieron siempre los Reyes Católicos rodeados de hijos de Santo Domingo, que dirigían su conciencia y educaban al príncipe en sus conventos. Alfonso de Burgos, virtuosísimo obispo y fundador, como se dijo, de San Gregorio de Valladolid; Tomás Matienza, Tomás Carbonel, predicador singularísimo y obispo de Sigüenza; el inolvidable Tomás de Torquemada, y sobre todo Diego Deza, que asistió a D. Fernando hasta el último suspiro, gozaron de ese favor, y respondieron con acierto á la responsabilidad inherente á tan delicado cargo. El emperador Carlos V, grande en todo, lo era también en la elección de las personas que ejercen poder y jurisdicción sobre la conciencia de los césares: el P. Juan Manuel, el esclarecido cardenal de Loaisa y Pedro Soto, la gloria del concilio de Trento, el organizador de las universidades extranjeras (Dellingen y Oxford), le alentaron en sus empresas, y contuvieron no pocas veces los ímpetus ardorosos del que, dueño de los destinos del mundo, murió voluntariamente en una celda, asistido y fortalecido por el Dominico Carranza.

Modelo de confesores de reyes, por su ciencia que brilló en Trento y en las cátedras universitarias, por su elocuencia arrebatadora, por su prudencia y demás virtudes cristianas, fue el P. Diego Chaves, maestro del insigne Báñez, confesor de D. Felipe II y de su esposa doña Isabel de Valois, y ayo y preceptor del infortunado príncipe D. Carlos. También dirigieron la conciencia de este monarca incomparable el expectable cardenal Javierre, y el historiador, predicador y consejero íntimo del rey, P. Fernando del Castillo. —Tenía Felipe III verdadera pasión por los hijos de Santo Domingo; consolábale la protección decidida que les dispensó en universidades y conventos, y tuvo por confesores al P. Gaspar de Córdoba y al P. Luís Aliaga, consejero e inquisidor general. Su hijo Felipe IV llamó á su lado con el mismo fin al P. Juan de Santo Tomás, religioso de Atocha, conocido en todo el mundo por sus inmortales obras, y más inmortal él mismo por sus virtudes que por su ciencia; al P. Antonio de Sotomayor, consejero de Estado y presidente del Consejo de Cruzada, y á los PP. Juan Martínez y José González. —De Carlos II fueron confesores el P. Juan Martínez, que lo fuera también de su padre, los PP. Matilla, Relus, Bayona, Torres y el perseguido P. Froilán Díaz.

En Portugal dirigió la conciencia del infante don Enrique y de la Reina, el rey de la elocuencia española, el venerable P. Fr. Luís de Granada, escritor, “fama super ætera notus”, como dice Nicolás Antonio. —D. Fernando de Aragón tuvo la dicha envidiable de tener por confesor al taumaturgo San Vicente Ferrer, de quien muy bien puede afirmarse que agotó el tipo del misionero cristiano, siendo á la vez político de pensamientos altísimos. Otros se distinguieron en este cometido, que no caben en los límites de este estudio.

Desde el advenimiento de la casa de Borbón puede decirse que los Dominicos dejaron de ser los confesores de los reyes. ¿Y qué podrían hacer al lado de los covachuelistas que tanto privaron entonces, y cómo hubieran podido contrarrestar el enciclopedismo de la corte, ni las intrigas de Alberoni y de Jiudice? Ya durante la minoría de Carlos II había conseguido suplantarlos la reina viuda doña María de Austria, exaltando al jesuíta alemán P. Nithard, luterano converso, a quien hizo inquisidor general. La caída del extranjero fue tan ruidosa como su inmerecida elevación.

Predicadores: —Se ha visto Que San Vicente Ferrer fue predicador de D. Fernando de Castilla, rey de Aragón, y el venerable Vicente de Lisboa, de don Juan I de Portugal. Para no repetir la memoria de los PP. Herrera, Resende, Fonseca, Avila, Padilla, Foreiro, Godoy y Portocarrero, notables todos ellos en las ciencias y en las letras, y predicadores de los reyes, habremos de ceñirnos á tributar un recuerdo á algunos otros que merecieron igual distinción. D. Juan II tuvo por predicador, consejero y confesor al P. Luís de Valladolid, inquisidor, teólogo del concilio de Constanza, á quien se debe la capitulación de Narbona, reformador infatigable de las costumbres públicas y depositario de la confianza del papa Martín V, como así se lo testifica Su Santidad en un afectuoso breve que le dirigió. El emperador Carlos V, además del P. Juan de Salamanca, nombró predicador suyo al P. Diego de Vitoria, hombre lleno del espíritu de Dios, inaccesible á las dignidades eclesiásticas, de profunda ciencia, acreditada en las cátedras, y de celo ardiente por la salud de las almas. Después de haber tronado en la corte contra la ambición y la lisonja, que pervierten las inteligencias, dedicóse a recorrer las provincias, con el fin de desterrar del pueblo el vicio feo y degradante del perjurio y la blasfemia, valiéndose para el objeto de la asociación ó cofradía del Nombre de Jesús.

No fueron menos notables el predicador predilecto de Felipe II, Fernando del Castillo, y el P. Agustín Saluces, que conmovía los pueblos, haciendo en todas partes ruidosas conversiones, y con pecho apostólico increpaba al severo monarca y le pedía cuenta estrecha de la mayordomía de la nación, que la Providencia le había confiado (Alúdese al hecho ya apuntado más arriba, cuando, quejándose de lo exorbitante de los tributos, le dijo: “Philippe, unde ememus panes ut manducent hii?”).

El Rey, conocedor de sus talentos, le confió la visita de las Ordenes de la Trinidad y la Merced, que llevó a cabo felizmente, muriendo después en olor de santidad. Fue el P. Alonso de Cabrera el primer orador de su tiempo, solicitado a porfía por los obispos para las misiones de sus diócesis, y predicador de Felipe II y Felipe III. Este último soberano nombró a diferentes Dominicos predicadores suyos; a Cristóbal de Torres, Jerónimo de Tiedra, José González y Agustín Dávila en Castilla y Aragón, a Pedro Calvo en Portugal. Los reyes Felipe IV y Felipe V (Este monarca se posesionó de Madrid el día de Santo Domingo,1706) tuvieron por predicadores á los PP. Francisco de Vivero, Domingo de los Reyes y Bernardino Membrisa.

En muchos pueblos de Aragón se conserva aún grata memoria del V. P. Antonio Garcés, misionero apostólico, predicador de Carlos III, reformador de las costumbres y fervoroso propagador del Rosario. Él compuso las oraciones u ofrecimientos que se dicen en este ejercicio santo. Inspiraba tanta veneración, que su sola presencia calmó el tumulto de Pamplona, cuando el Virrey intentó prender al Obispo y expatriarlo (1745). Su muerte, a la edad de setenta y dos años, fue un duelo general, corriendo todo Zaragoza, con las autoridades a la cabeza, á tributarle los últimos honores (1773).

José Tejera, predicador de Enrique III de Francia y de la reina Catalina de Médicis y escritor notable, era Dominico español.

(Capitulo XI de “La Orden de Predicadores, sus glorias en santidad, apostolado, ciencias, arte y gobierno de los pueblos” de Mons. Ramon Martinez Vigil OP, obispo de Oviedo).

(Imagen: "Las Postrimerías de San Fernando", de Virgilio Mattoni. San Fernando III es asistido por San Pedro Gonzalez Telmo, su confesor, mientras asiste a la Santa Misa).

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