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Cómo no acabar en la ley de la selva

Voltaire se plantea en un determinado momento una pregunta crucial: ¿por qué no he de hacer a otros lo que no querría que me hicieran a mí, si yo, haciendo eso, salgo ganando?
    Para resolverlo, no duda en acudir a la idea de un Dios remunerador que castigará después de la muerte todos los delitos, también los ocultos. Voltaire pensaba que es tal la debilidad y perversidad del género humano, que necesita de la religión como freno en su maldad: “en todas partes donde exista una sociedad establecida –decía–, es necesaria una religión, pues las leyes vigilan sobre los crímenes conocidos, pero la religión lo hace también sobre los crímenes ocultos”.
    Pensaba Voltaire que si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por ser la ley de la selva, la ley del más fuerte: “No querría vérmelas con un monarca ateo –explicaba– porque, en caso de que se le metiese en la cabeza el interés en hacerme machacar en un mortero, estoy bien cierto de que lo haría sin dudarlo. Tampoco querría, si fuese yo soberano, vérmelas con cortesanos ateos, que podrían tener interés en envenenarme; necesitaría tomar cada día antídotos de todo tipo. Es, pues, absolutamente necesario para todos que la idea de un Ser Supremo, creador, gobernador, remunerador, esté profundamente grabada en los espíritus”.
    Voltaire se separó así completamente de Bayle –considerado como el iniciador del iluminismo francés–, que había defendido la tesis de que una sociedad de ateos puede perfectamente subsistir en paz y concordia. Voltaire consideraba imprescindible el freno moral de la religión, y para reforzar la tolerancia acepta –por su simple utilidad práctica– un concepto de Dios impersonal y genérico.
    Como ha señalado Fernando Ocáriz –cuyo estudio sobre el Tratado seguimos en estas páginas–, esa instrumentalización de Dios va llevando a Voltaire, poco a poco, a un gran escepticismo. Voltaire no postula propiamente la tolerancia del error (tolerancia que, ciertamente, puede y debe existir con frecuencia), sino la tolerancia como actitud exigida por la imposibilidad de llegar a la verdad: una tolerancia universal entendida como indiferencia, y fundamentada en el supuesto de que no existe la verdad ni el error, sino solo opiniones.
    ¿Intolerantes con el intolerante?
    El problema de los límites de la tolerancia ha sido siempre el gran problema de fondo de la tolerancia, en el que han ido embarrancando pensadores del más diverso estilo.
    Locke, por ejemplo, había formulado sus límites diciendo que “el magistrado no debe tolerar ningún dogma contrario a la sociedad humana o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil”. La idea parece acertada, pero para quienes niegan que haya una verdad universal sobre el hombre, el problema está, como siempre, en qué criterio tomar para determinar lo que son buenas costumbres, o qué se entiende por dogma contrario a la sociedad humana.
    Voltaire también señaló unos límites bien precisos a la tolerancia: “lo que no es tolerable –decía– es precisamente la intolerancia, el fanatismo, y todo lo que pueda conducir a ello”.
    Este postulado volteriano –”lo único que no se puede tolerar es la intolerancia”– resultó una expresión bastante feliz, puesto que, desde que fue lanzada en el siglo XVIII, ha sido repetida de forma lamentablemente frecuente hasta nuestros días.
    Sin embargo, si lo analizamos un poco, podemos observar que no es serio decir que no puede tolerarse la intolerancia, pues esa idea tiene el inconveniente de que fundamenta los límites de la tolerancia en la tolerancia misma, e incurre con ello en una sutil contradicción.
    —¿Por qué? Parece razonable decir que no puede tolerarse que haya gente intolerante.
    Hay que precisar bien el sentido de las palabras. Hemos quedado en que hay cosas que no se pueden tolerar, y con ellas –por decirlo así– es preciso ser intolerante. Podrían ponerse muchos ejemplos.
    La policía y los jueces son intolerantes con los asesinos y violadores, pues los persiguen y condenan. ¿Eso supone que se debe a su vez ser intolerante con la policía y los jueces por haber sido ellos intolerantes?
    Los agentes de tráfico o de aduanas son también intolerantes con quienes no cumplen las normas de circulación o de aduanas. ¿Se debe ser intolerante con esos agentes por su intolerancia de impedir con sus multas esas infracciones?
    Puede ser lícito –y a veces una obligación imperiosa– no tolerar algunas acciones que son dignas de castigo. Eso es ser intolerante con esos errores. Según el enunciado de Voltaire, habría que ser a su vez intolerante con esa intolerancia.
El gran postulado volteriano de que

“no se puede tolerar la intolerancia”
descansa sobre un círculo vicioso
de bases inconsistentes.


    La tolerancia volteriana se reduce a una curiosa forma de indiferencia –escondida tras una loable búsqueda de la paz y la concordia–, que parece querer tolerarlo todo. Y esto, como hemos visto, es bastante ingenuo, a no ser que con ello se busque ganarse demagógicamente el falso derecho a no ser importunado con exigencias que no encajen con las propias pretensiones.
    Alfonso Aguiló.

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