Columna de teología litúrgica dirigida por Mauro Gagliardi
Por Paul Gunter, O.S.B.*
ROMA, jueves 24 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- En la época en la que san Agustín escribióQui cantat, bis orat – “quien canta reza dos veces”, se podía reconocer fácilmente cómo el carácter propio de la música sacra la hacía esencialmente distinta de un simple canto en grupo, o de un elegante performance por parte de un músico experto, pero de ámbito secular. La convicción del hecho de que la oración redobla si es cantada en lugar de recitada, no se basaba tanto en los méritos del esfuerzo humano, sino más bien en la necesidad de describir la dimensión numinosa dentro de la música sacra, sus aspectos emotivos y artísticos, en cuanto que interfaz del intercambio entre Dios, Dador de todo bien, y la respuesta de amor del ser humano al amor omnipotente del Señor.
Un amor más grande buscará una calidad más alta y no sólo una cantidad más abundante, y esto sucede cuando la perseverancia de un individuo o de un grupo ha obtenido un progreso en el ámbito musical y ha experimentado por ello mismo la belleza de sus consuelos espirituales. La Sacrosanctum Concilium (SC) afirma que “la sagrada liturgia no agota toda la acción de la Iglesia” (n. 9) y añade muy agudamente que “antes de que los hombres puedan acercarse a la liturgia, es necesario que sean llamados a la fe y a la conversión”; además, en el número 10 aclara que “la liturgia es el culmen hacia el que tiende la acción de la Iglesia”. La liturgia, por tanto, es precisamente la fuente de la fuerza necesaria a toda obra apostólica. Allí donde la vida liturgica de la Iglesia es dejada a su aire, la falta de coherencia en sus frutos se hace evidente. Los músicos litúrgicos deben ser valorados y apoyados de todas las formas posibles, si deben alcanzar un nivel técnico tal que les permita comunicar, a través de la música sacra, la relación con el misterio tremendo que es Dios. Es esta percepción de la santidad de Dios, tomada específicamente de la música sacra, la que forma un puente que permite a las personas hacer encontrar su deseo de Dios con el deseo de conformar sus vidas a la Suya.
La musica sacra es oración ordenada a hacer elevar los corazones y las mentes hacia Dios. Más allá de los retos representados por las preferencias personales o culturales, el objetivo de la música sacra es siempre la alabanza de Dios. La participación activa en la asamblea debería estar ordenada a este fin, de modo que no venga comprometida ni la dignidad de la liturgia, ni se oscurezcan las posibilidades para una participación efectiva en el culto divino. La actuosa participatio no excluye diversos niveles de participación que, por si mismos, indican que la “participación en el acto” no disminuye por el hecho de que uno podría no estar cantando todo en cada momento. La música sacra debe conformarse a los textos litúrgicos, y la música devocional debe inspirarse en textos bíblicos o liturgicos, cuidando en cada caso no esconder las realidades eclesiológicas de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II lo explicó a algunos obispos de los Estados Unidos, con ocasión de su visita ad Limina en 1998: “La participación plena no significa que todo el mundo hace todo, porque esto llevaría a clericarizar al laicado y a laicizar el sacerdocio; y esto no es lo que el Concilio tenía en mente. La liturgia, como la Iglesia, debe ser jerárquica y polifónica, respetando los diversos papeles asignados por Cristo y permitiendo a todas las distintas voces converger en un único gran himno de alabanza”. La música sacra, por ello, en sus expresiones de fe religiosa, fidelidad textual y dignidad mesurada, debe convertirse en un símbolo de comunión eclesial.
El carácter de música sacra no disminuye cuando ésta es sencilla, en la medida en que esa sencillez sea noble más que banal. El uso difundido, aunque prohibido, de música secular grabada y de canciones “pop” en los funerales justifica el distanciamiento de muchos fieles, que se muestran extraños a la vida musical de la Iglesia. Cantos “cultuales” doctrinalmente insípidos, que a menudo toman el lugar de tesoros litúsgicos con valor catequético, con el efecto de que la cultura de la música eclesial en muchas parroquias ha sido “llevada a un callejón sin salida en el que cada vez se puede decir menos sobre su quo vadis” – esta es la forma en la que J. Ratzinger describe la separación de la cultura moderna de su matriz religiosa (A New Song for the Lord. Faith in Christ and liturgy today, Crossroad, Nueva York 1996, p. 120).
La Sacrosanctum Concilium dijo que debería reservarse al canto gregoriano “el lugar principal” (n. 116) y que el órgano tubular “es capaz de añadir un notable esplendor a las ceremonias de la Iglesia, y de elevar poderosamente las almas a Dios y a las cosas celestes” (n. 120). Mientras que los efectos de las interpretaciones antropológicas postmodernas son intolerantes hacia toda tendencia de remitirse al pasado, las verdades intemporales e universales son beneficiosas a las personas de todo tiempo y lugar.
Es necesaria una catequesis litúrgica eficaz en el centro de la Nueva Evangelización para favorecer la inmersión de los fieles en los misterios celebrados per ritus et preces – a través de los ritos y de las oraciones (cf. SC 48). El Motu Proprio de 2007, Summorum Pontificum, ha ofrecido una oportunidad determinante para el revival del canto gregoriano, en esos lugares en que había sido practicado con anterioridad, además de su inserción en contextos en los que aún no era conocido. Sería triste, sin embargo, que pos el ansia de comprenderlo todo, el uso del canto gregoriano en las parroquias se limitase a la celebración en “forma extraordinaria”, relegando así el antiguo idioma de este canto a la historia de la Iglesia y a símbolo de polarización. Entre las oportunidades pastorales, no es pedir mucho que las personas puedan hacer experiencia de la universidad de la Iglesia a nivel local, siendo capaces de cantar las partes que les competen en latín (cf. SC 54). Esta fue la intención de los padres del Concilio. Con la debida moderación y sensibilidad pastoral, esta práctica se uniría armónicamente a las ricas expresiones de la fe católica en vernáculo.
Finalmente, la armonía y ortodoxia de la música sacra para una predicación eficaz del depósito revelado depende de la fidelidad del cristiano a la vida de la gracia, en una dedicación mayor a vivir con coherencia, como la Regla de san Benito afirma tan claramente: “Consideremos, por ello, cómo deberíamos comportarnos en presencia de Dios y de sus ángeles, y mantengámonos […] de tal forma que nuestras mentes estén de acuerdo con nuestras voces” (19,6-7).
[Traducción del inglés por Mauro Gagliardi]
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*El padre Paul Gunter, O.S.B., es profesor en el Pontificio Instituto Litúrgico de Roma y consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice
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