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Cristo, nuestra luz: La unión con Dios, nuestra luz.


Yo soy la luz del mundo Jn 8, 12

"Nuestro Señor ha dicho: Yo soy la luz del mundo.

Los judíos se desentendían de Jesús dicien­do que era de Galilea y que sólo las gentes de aquella región tenían que ver con él. Por eso Jesús les dijo: Yo soy luz para el mundo entero, para todos los hombres.

Esta es la luz que hace lucir todas las luces de la tierra: luces materiales como el sol, la luna, las estre­llas, los sentidos corporales del hombre; y también la luz espiritual de la inteligencia del hombre razonable. Por la Luz todas las criaturas volverán al origen de la luz. Sin este refluir, las luces creadas son verdaderas ti­nieblas comparadas con la luz verdadera, luz por esen­cia, luz para el mundo entero.

Por eso, Nuestro Señor nos dice: Renuncia a tu luz , pues es verdadera­mente tinieblas, y es contraria a mi luz. Yo soy la luz verdadera y quiero darte en propie­dad mi luz eterna, a cambio de tus tinieblas. Quiero que mi luz te pertenezca como a mí mismo y que tú tengas, como yo mismo, mi ser, mi vida, mi felicidad y mi go­zo.

Por esto pedía yo al Padre: "Que todos sean uno con nosotros como nosotros somos uno, yo en ti y tú en mí" (Jn 17, 21). No sólo unidos sino completamente uno; que  sean uno con nosotros. Mas no idénticos por naturaleza sino por gracia, en misterio incomprensible.


La piedra, el fuego, y todas las cosas tienden hacia su origen.

El hombre es la criatura noble, la maravilla de las maravillas. Para ella un Dios lleno de amor ha creado todas las cosas: el cielo, la tierra y todo cuanto contienen. Entonces ¿por qué esta criatura permanece cerrada en sí misma y se resiste a volver con prisa a su origen eterno, a su perfección y a su luz?

A este respecto, debemos considerar dos cosas:

Primera, cómo el hombre volverá a su origen, por qué camino y de qué manera. 
Segunda, cuáles son los obstáculos que le impiden llegar a él.


Obstáculos que impiden llegar a la luz, origen.

En esta meditación, pongamos la mirada en los obstáculos que impiden volver al origen, y concedamos que ellos son poderosos, pues impiden un bien de grandeza inexpresable,  y nos apartan de él.

En realidad los obstáculos son de dos clases, y son también de dos clases las gentes a las que afectan. Veámoslos unidos.

Pertenecen a la primera categoría los corazones mundanos.

A estos corazones, su satisfacción y gozo les viene de las criaturas y sentidos. Ellas agotan su energía y su corazón, y les hacen perder todo su tiempo.

¡Pobres hombres! que están por completo en las tinieblas, de espaldas a la luz verdadera.

Pertenecen a la segunda categoría

Ciertas gentes piadosas, de apariencia brillante y grande fama, pero que se creen muy por encima de las tinieblas exteriores, siendo así que en el  fondo son fariseos y están llenos de amor propio y son guiados por la propia voluntad. Estos se convierten a sí mismos realmente en centro y meta de todas sus acciones. Hablemos de ellas.  

Estas gentes, si juzgamos por las apariencias, no se distinguen de los amigos de Dios, pues con tanta frecuencia o más que estos se aplican a prácticas externas de oraciones, ayunos, vida austera. Sólo quien posee espíritu divino es capaz de discernir entre unos y otros.

Hay, sin embargo, una diferencia manifiesta entre ellos y los verdaderos amigos de Dios. Es que ellos juzgan a todo el mundo fácilmente y en especial a los amigos de Dios, sin ser capaces de reconocer las propias faltas. Los amigos de Dios, en cambio, no juzgan a otros, sólo a sí mismos.

Aquellos se guían en todo por el propio interés. En toda ocasión, en sus relaciones con Dios y con todas las criaturas buscan la propia conveniencia sobre todo. Los otros, no".

 Juan Taulero, O.P.


Interrumpamos el discurso sobre los "falsos piadosos" y miremos ahora nuestro interior. Si buscamos la luz de Dios, la luz de Cristo, debemos intentar "discernir" entre tres figuras humanas:

La del “hombre mundano” que sólo busca saciarse en el disfrute desordenado de las criaturas y sus concupiscencias;

la del “falso hombre piadoso”, que hierve de soberbia y egoísmo;

la del “amigo de Dios”, que juzga a los demás por sus valores-méritos y a sí mismo por sus debilidades.  ¿En qué grupo nos colocamos?

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