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El hombre, Señor de la creación.


La plenitud de la humanidad se manifiesta también en la plenitud de toda la creación. La razón de ello está en la relación del mundo humano y extrahumano. La vida del hombre es una vida en el mundo y con el mundo y está unido a él por numerosas y profundas relaciones. Fuera de él no puede encontrar ni alcanzar un punto de Arquímedes para sacarlo de quicio. Sin embargo, el hombre es cabeza y señor de la creación. Fue llamado por Dios a la existencia cuando ya habían sido creadas las demás cosas, las estrellas, las rocas, las plantas, los animales, la luz, el agua, la tierra. Necesitaba todas estas cosas para existir. Por él y por amor a él fueron creadas todas ellas por Dios. Dios habló a los dos primeros hombres: "Procread y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla, dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra" (/Gn/01/28). Con estas palabras se entregó al hombre el dominio sobre la tierra. Debe considerar su dominio como un feudo de Dios y realizarlo sometido a Dios. Lo que Dios dice es a la vez indicativo e imperativo. 

Una forma especial del dominio del hombre sobre la creación es el hecho de dar nombres. Se narra en el Génesis: "Y se dijo Yavé, Dios: No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él. Y Yavé, Dios, trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio el hombre nombre a todos los ganados y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo" (/Gn/02/18-20). En el hecho de poner nombres se expresa la unión del hombre con la naturaleza y su superioridad sobre ella. Dar nombre significa tanto como definir el ser. El hombre determina el ser de las cosas. Lo define válidamente. Lo define con sus palabras humanas, con su medida humana. Introduce su propia medida en las cosas y ella tiene validez para ellas. Al poner nombres crea orden entre las cosas. Al darles nombre determina su rango y su puesto en la eternidad. El mundo es confiado al hombre para que lo administre (Lc. 16, 1-13). Entre el hombre y el cosmos hay, por tanto, una estrecha relación. En la unidad total que surge entre él y la creación restante el hombre es el superior. Desde el punto de vista meramente cuantitativo, el fuego y el agua y el hierro son ciertamente más poderosos que el hombre. Pueden aniquilarlo. Pero en el hombre hay una fuerza que lo eleva sobre todas las cosas: el espíritu. Dice ·Pascal-B: "No tengo que buscar mi dignidad en lo espacial, sino en orden de mi pensamiento; poseer países no me servirá de nada. Por la magnitud espacial el universo es lo que me rodea y me devora como a un punto. Pero por el pensamiento soy yo quien lo abarca" (Vol. 2, 127). 

El hombre realiza su unión con el mundo y su puesto dominante en él de múltiples modos; por ejemplo, en la respiración, en el comer, en el vestido, en la vivienda, en el conocimiento, en la configuración artística y en el trabajo cultural de cualquier tipo. En todas las formas de su dominio sobre el mundo configura la tierra. La profundidad de este proceso se expresa ya en el hecho de que el cosmos, tanto en el microcosmos como en el macrocosmos, se hace tanto más abigarrado y variado cuanto más se aproxima el hombre. Y a la inversa se hace tanto más monótono y uniforme cuanto más se aleja del hombre. En el universo hay distancias inimaginablemente grandes. Pero los acontecimientos cósmicos se mueven en un transcurso vacío y desolado. Donde el hombre no llega, impera el desierto y la soledad (Ph. Dessauer). 

Este hecho significa que el hombre está en el centro del cosmos y a la vez es superior a todo el resto de la creación. La misma situación resulta del hecho de que la creación está abierta a las preguntas del hombre. El hombre hace a la creación las preguntas que ascienden de su propio ser. Lleva consigo su medida. Sólo cuando la creación está ordenada al hombre y lleva de algún modo la imagen del hombre en sí puede ser alcanzada por las cuestiones humanas y dar respuesta a ellas. En la misma dirección apunta una observación de la actual teoría del conocimiento. El conocimiento humano significa trato con el mundo, participación en su ser y en su vida. Los ensayos que la actual ciencia de la naturaleza ha hecho en los procesos atómicos aclaran esta importancia del conocimiento. Mientras que, según la concepción aristotélico-escolástica, el mundo se enfrenta como objeto al sujeto cognoscente, de forma que el hombre, en el proceso del conocimiento, no añade nada al ser de las cosas conocidas, mientras que, según Kant, el hombre imprime al ser desconocido de las cosas sus formas de intuición, según las concepciones de la actual ciencia de la naturaleza, el proceso del conocimiento ocurre cuando tanto el objeto como el sujeto contribuyen a la figura de lo conocido. Según la física atómica actual, los últimos elementos estructurales de la materia (ondas o partículas) se cambian cuando el hombre se dirige a ellos con sus aparatos de observación. El hombre sólo puede conocer la materia cambiada y configurada por el proceso de observación. El es, por tanto, quien da configuración al mundo material. Por esa actividad configuradora del hombre es ordenado el mundo. Si las cosas aparecieran a los ojos del hombre en su ser primitivo, despojadas de la forma que el hombre les da, darían la impresión de una complicación caótica. El mundo está, por tanto, creado de tal forma para el hombre, que puede recibir de él forma y orden. En esto se ve que el comportamiento del hombre tiene significación decisiva para el mundo. 

Donde más claro se ve la ordenación recíproca de hombre y naturaleza es en la relación del animal con el hombre. Por una parte, el hombre presiente en el animal una extrañeza y cerrazón inevitables. Tiene una posesión inaccesible para el hombre. Por otra parte el animal está abierto al hombre, lo mismo que él está abierto al animal. Esta recíproca patencia es importante para ambos. Ante el animal el hombre puede hacerse consciente de sí mismo al darse cuenta de su parentesco y de su diversidad. El placer del hombre en contemplar al animal significa que el hombre ve en el animal algo significativo para él. Los animales tienen análogo simbolismo para los hombres. El hombre debe contemplarlos para recordar su propio ser. No es indiferente el tipo de imágenes que el hombre tenga. Determinan y alimentan su vida. Cumplen esta función, aunque el hombre no sea claramente consciente de su sentido. Cuanto más grande sea el simbolismo de las imágenes que viven en su interior para su propia vida, tanto más fecunda será la actividad que desarrollen. Las imágenes que el hombre se apropia al contemplar a los animales tienen un efecto de especiales características. Ello ocurre aunque no se explique reflejamente en su espíritu el simbolismo de los animales. Cuando el animal tiene fuerza simbólica para él, al contemplarlo se apropia de imágenes que tienen su fecundidad inconscientemente y sin análisis racionales. 

Más importante que para el hombre es para el animal esta relación recíproca. Lo mismo que el hombre recuerda su propio ser por medio del animal, el animal es llevado a su verdadera forma de ser por el hombre. Al encontrarse con el hombre se realizan las diversas y opuestas posibilidades del animal. Vamos a aclararlo con algunos ejemplos. Si un niño sin malicia entra sin miedo en la caseta de un mastín y se echa a dormir, puede ocurrir que el perro no le haga daño alguno. El niño ha despertado las posibilidades buenas en el perro. Lo que puede sentir así, está contenido en el primitivo saber de ·Laotsé, sabio de la antigüedad china, que enseña: "Quien sabe dirigir bien su vida camina por el país y no necesita esquivar ni al tigre ni al rinoceronte... El rinoceronte no tiene en él dónde meter su cuerno; el tigre no tiene dónde hacer presa con sus garras..." Tal hombre no tiene sitios vulnerables ni mortales. El miedo es vulnerabilidad. El hombre puede, con su ser, poner al animal en buen orden con él. El ser del animal está abierto a este orden, no es para él una violencia extraña, es la plenitud última de la naturaleza animal. La misma comprensión de los animales encontramos entre los hindúes. 

La contraprueba aparece en la siguiente narración: "Un buen hombre se había empobrecido y vivía como guarda de una viña. Todas sus posesiones consistían en diez perros pastores con los que compartía su cabaña. Estaban pendientes de él y obedecían su palabra. Una noche se emborrachó hasta perder el sentido. Cuando al día siguiente no apareció en el servicio, se abrió su cabaña y fue encontrado muerto y destrozado por sus perros. El hombre borracho no era señor de los animales. Los animales no lo reconocieron. Bastó una falsa acción del borracho para excitar la animalidad, para despertar el instinto del animal. La posibilidad más general por que yacía en sus profundidades. La decisión estuvo en el hombre, no en el animal." El hombre se convierte en destino del animal (Ph. Dessauer). 

Esto suele ocurrir no raras veces, como si el animal tuviera un oscuro presentimiento de estas relaciones, como si esperara del hombre su verdadero ser, como si pusiera en él ciertas indeterminadas esperanzas. Algo parecido parece estar en juego cuando el animal no sólo mira y observa al hombre, sino que lo examina. De esto se puede deducir que el animal no sólo ve en el hombre al cuidador que le da comida, sino otra cosa y mucho más. Así puede ocurrir que un animal cuando tiene que ser operado no deje acercarse a sí a ningún hombre. Pero cuando está presente su dueño soporta paciente y sosegadamente cualquier dolor hasta que todo se acaba. Este ejemplo indica que el animal necesita de lo que el hombre hace.El hombre, destino de la creación 
Tales conocimientos nos dan un acceso a la comprensión del testimonio de la Escritura, según el cual el comportamiento del hombre tiene significación pancósmica, tanto en lo bueno como en lo malo. Según la Sagrada Escritura, el pecado del hombre trasciende el marco de la historia universal. Obra destructoramente sobre toda la creación. 

La maldición que Dios pronunció sobre el hombre cae también sobre la creación de la que él es rey. En el Génesis se cuenta (/Gn/03/14-19): "Dijo luego Yavé, Dios, a la serpiente: Por haber hecho esto, maldita serás entre todos los ganados y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu pecho y comerás el polvo todo el tiempo de tu vida. Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le morderás a él el calcañal. A la mujer le dijo: multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará. Al hombre le dijo: por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol de que te prohibí comer, diciéndote: no comas de él, por ti será maldita la tierra, con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos, y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan. Hasta que vuelvas a la tierra. Pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo volverás." 

Según estas palabras, la caída del hombre significa una catástrofe para toda la vida de la creación. Con esto no se dice que antes del pecado del hombre hubiera imperado la libertad de la muerte y del dolor. Sólo el hombre tenía la promesa de no tener que morir. También para él debía terminar la forma de vida anterior al pecado y comenzar una nueva forma de vida celestial. Pero este fin no debía ocurrir como ahora nos ocurre en la muerte, sino en un proceso de transformación sin dolor. Sin embargo, no está revelado que el resto de la creación estuviera completamente libre de la muerte y del dolor. También en el estado anterior al pecado los animales tenían que vivir unos de otros y unos para otros. No se puede suponer que por el pecado padecieran los animales un cambio de estructura y se convirtieran, por ejemplo, de herbívoros en carnívoros. Es para nosotros un misterio impenetrable el aspecto de la vida antes del pecado para la creación no humana. Sin embargo, aunque la Escritura no atestigua para esa creación no humana la libertad del dolor y de la muerte, la rebelión del hombre contra Dios significa desgracia para toda la creación. En su apartamiento de Dios el hombre arrastró consigo a toda la creación unida con él. Se podría explicar este proceso de la manera siguiente: el cambio ocurrido por el pecado afecta primariamente al hombre, no a la naturaleza. La naturaleza produjo también antes del pecado cardos y espinas. Pero no eran cardos y espinas para el hombre. Sólo por el pecado se convirtieron en cardos y espinas para él. Por la rebelión contra Dios el hombre cayó en el egoísmo y obstinación. Su pecado era a priori egoísmo y orgullo. Estas actitudes son corroboradas continuamente por el apartamiento del hombre respecto a Dios. El egoísta y orgulloso no se dirige ya a la naturaleza del modo objetivo y lleno de amor que Dios había dispuesto, sino que en su administración del mundo es cómodo, caprichoso e interesado. La naturaleza no recibe, por tanto, de él lo que necesita para prestarle el servicio que él a su vez necesita. La tierra, la realidad objetiva, fue creada por Dios para que sirviera al hombre. El sentido más íntimo de la materia es servicio al hombre. Pero supuesto que las cosas realicen su ser y cumplan las funciones que resultan de él, es decir, de que presten al hombre los justos servicios, es el recto comportamiento del hombre frente a la materia. Esto implica amor y objetividad a la vez. El amor a la creación está condicionado por el amor a Dios creador. Donde muere el último muere también el primero. Cuando el hombre administra la tierra no con celo, sino con pereza, cuando la trata no según las leyes que Dios le dio, sino según su capricho egoísta, ella no puede producir ni dar lo que según la voluntad de Dios debía producir y dar. Entonces nace el hambre y la falta de protección y de orientación. La tierra se manifiesta como enemiga del hombre. Sin embargo es claro que la enemistad de la tierra contra el hombre está fundada en la enemistad del hombre contra la tierra. Por tanto, el apartamiento de Dios significa apartamiento de la alegría, de la vida, del orden, de la luz. Con el hombre cayó, por tanto, toda la creación en la tristeza, en la oscuridad, en el desorden, en la lucha y en la muerte. La muerte adquiere ahora otra profundidad y una gravedad antes no existente. Está unida a un tormento no existente en el paraíso. A menudo aparece, sobre todo si es prematura, como sin sentido y sin relación con la totalidad de la naturaleza. Los animales fueron expulsados, junto con el hombre, del paraíso. Dolor y muerte se convirtieron en suerte de la naturaleza. La caducidad, la vanidad, es el signo de la nueva situación del mundo. El orden del cosmos está entorpecido. La lluvia no llega ya oportunamente, el crecimiento se interrumpe, la tierra tiembla. Se lamenta de la crueldad y violencia que ocurren sobre ella. 

El canto de alabanza de la criatura es superado en fuerza por el grito de la tierra debido a la sangre que tiene que beber (Gen. 4 10; lob 38, 41; Ps. 146 [145], 9). Grita a Dios pidiendo ayuda y misericordia. Dios la oye. Oye los gritos del cuervo pequeño lo mismo que el grito de la sangre de Abel. La contradictoriedad introducida en la creación por el pecado del hombre se convierte, del modo que acabamos de describir, en enemistad contra el hombre mismo. La naturaleza ya no sirve al hombre, señor suyo, con entrega evidente, porque no lo ve ya como señor de modo evidente y auténtico. Está llena de resistencia contra su trabajo y con frecuencia lo condena al fracaso. El mundo está lleno de crueldad e inquietud, lleno de perfidia y absurdos, lleno de mentiras y engaños. Los antiguos cuentos de los malos espíritus del bosque y del aire, que encantan y hacen daño a los hombres, manifiestan una oscura conciencia de esta primitiva fatalidad. 

También Cristo ve en el estado de guerra entre el hombre y la creación, en las destrucciones del cosmos y en el crecimiento de la cizaña la obra del pecado humano (Mt. 13, 25-30; Mc. 4, 39). 

Quien con más claridad ha descrito la relación entre el destino del cosmos y la decisión del hombre es el Apóstol San Pablo. Escribe a los Romanos (/Rm/08/18-22): "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros; porque el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto." 

Cuando San Pablo dice "sabemos" alude a que la corrupción introducida en el cosmos por el pecado es un hecho bien conocido y reconocido. La criatura está sometida a un oscuro destino por una voluntad extraña, por la voluntad del hombre. El es el responsable. Lo ocurrido a la creación por el comportamiento pecador del hombre, es el destino de la caducidad. Esto no significa -ya lo hemos acentuado, pero hay que decirlo de nuevo para que se mantengan lejos del paraíso todas las ideas fantásticas- que antes del primer pecado no existiera la muerte en toda la creación de Dios. Sólo al hombre le fue prometida la libertad de la muerte, pero no al resto de la creación, que estaba, por tanto, sometida a la ley de la muerte. Pero la muerte tenía otra significación. Era el modo en que una cosa servía con evidente entrega a otra hasta la destrucción de su propio ser y vida. Por el pecado, en cambio, se introdujo en la creación la muerte, que es una imagen del pecado, que, por tanto, es absurda para el hombre superficial que no tiene en cuenta el pecado (/Rm/05/12). Esta muerte impera en la naturaleza como una ley omnipresente. La caducidad es representativa para la creación. A cualquier parte que se mire se encuentra caducidad y corrupción. La creación ofrece el aspecto de la melancolía. También lo bello morirá (Schiller). La creación no puede representar simbólicamente la futura vida de gloria. 

La creación, corrompida por el pecado, tiene que servir a la debilidad y caducidad a consecuencia del pecado humano. No es imagen de la vida imperecedera ni es capaz de dar al hombre vida inmortal. Sólo puede producir vida mortal. En todas las obras humanas hechas con material del cosmos está metida la muerte. También las obras amenazadas de caducidad, y al fin continuamente presas de ella, tienen que ser robadas a la naturaleza con los esfuerzos del hombre. La naturaleza presta incluso su servicio mortal contra su voluntad. Por eso al hombre que mira hacia la naturaleza y vive en ella le sale desde todas partes al paso la nada que amenaza arrastrar de nuevo a su abismo las cosas creadas por Dios. Quien se abandona exclusivamente a la dirección de la naturaleza está, por tanto, en peligro de caer en el nihilismo. Algún día la creación se levantará por mandato de Dios contra los hombres y completará su servicio de muerte en la aniquilación a que será entregada por su ateísmo (Apoc. 6; 8; 9; 11; 15; 16). Sin embargo, el destino de muerte no es el destino definitivo de la naturaleza. Lo soporta con repugnancia y hace muchos esfuerzos para liberarse de él. Continuamente trata de alcanzar su figura definitiva. Todo su florecer y madurar, todos sus desarrollos en el transcurso de su propia historia son ensayos continuamente emprendidos de formar en sí el modo de ser que dé solución a la maldición que pesa sobre ella. Todas las empresas culturales humanas son también ensayos de la figura definitiva de la tierra. No pueden alcanzar en definitiva los que desearían alcanzar; sólo tienen significación transitoria, pero incluso así tienen gran importancia. Son imágenes de la figura del cosmos que Dios mismo creará. La tierra y todo esfuerzo por ella tienen, por tanto, carácter escatológico. Desde el momento de su creación, fue destinada la tierra a su plenitud como a su fin. Como la historia y el cosmos están orientados a esa figura de la tierra, ni el hombre ni la naturaleza pueden ahorrarse a pesar del continuo fracaso los intentos de dar a la creación su figura definitiva. Esto es lo que quiere decir San Pablo cuando habla de que la naturaleza gime por su salvación.

SCHMAUS

TEOLOGIA DOGMATICA VII

LOS NOVISIMOS


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