El arte moderno se ha obsesionado por lo sombrío, buceando sin oxígeno los abismos de la angustia y lo atormentado. Muchos han visto en "El grito" de Edvard Munch (1863-1944), un símbolo de la angustia del hombre moderno. El expresionismo, lo mismo que otros movimientos, optaron por una posición desesperada frente al dolor de la condición humana. El Realismo ( Realismo aquí no se refiere a la postura filosófica Aristotélica-Tomista, que es la adecuación de la inteligencia con el ser de las cosas, sino al movimiento artístico surgido en el s. XIX.) que niega lo que no se ve, que huye del símbolo en el arte, que se inclina por lo terrestre y elige de la realidad siempre lo más bajo. La sensualidad morbosa del Simbolismo.
El arte abstracto que desanda los caminos de la irrealidad, siempre esclavo de las sensaciones y rehusando las apariencias, colocando ante el mundo los repliegues de la mente del artista, temeroso de quedar a medio camino entre el arte y el motivo decorativo. La búsqueda sistemática del caos en el Surrealismo. Los paisajes monstruosos de Max Ernst (1891-1976), su aversión a la belleza visual, su inclinación por los temas terroríficos, los esqueletos y las ciudades moribundas. Los climas de sofocación y claustrofobia de Magritte, las relaciones irracionales de objetos, la ansiedad.
La angustia invade el arte de nuestro siglo porque el hombre moderno ha caído en una tristeza que lo agobia. No están las causas en las consecuencias funestas de la revolución industrial o los desastres de las guerras mundiales. Se trata de un camino descendente del arte que acompaña el descenso de la cultura occidental. El camino de descenso del hijo pródigo de la parábola comienza con la dilapidación de una buena herencia y termina en tierra extranjera, en la desolación de los chiqueros, deseando llenar el vientre con las algarrobas sucias de los cerdos.
El artista del Renacimiento en consonancia con la euforia del pensamiento humanista hace el culto del hombre, se aficiona a la creatura y busca agradar. Deja deslizar en la gran cultura estética heredada la preeminencia de los sentidos de suyo inferiores al espíritu.
Se parte de la herencia artística de las catedrales medievales donde se daba una síntesis de lo bello alrededor de la unión del pueblo fiel para la celebración litúrgica. La arquitectura ordena el espacio sagrado y lo despliega bajo su sinfonía. La pintura de los vitrales dueña de todos los colores, y traspasada por la luz, torna cromática la atmósfera con los temas de la fe. Las grandes verdades tiñen la vida del hombre. La piedra dura y tenaz se deja penetrar por el aire del espíritu cristalino. La música del canto gregoriano pone ritmo a la liturgia, devolviéndole al tiempo su dignísima virtud de ceremonia. La poesía está en el oficio, en la belleza no superable de la palabra divina; la coreografía, en la cadencia de los movimientos del rito donde se anda en la presencia del Señor. Este es el arte de la fe que inspira a los artistas y determina la magnífica diversidad de un cosmos que se resuelve en lo uno. Las tallas de madera en el mobiliario del coro, las esculturas brotando de los muros de los deambulatorios. Todo esto resumido con ajustada armonía en la arquitectura total del edificio que desgrana la tenacidad de sus piedras en los acordes espirituales de las estatuas. La fe es el principio informante. La inspiración de los artistas está abierta a lo trascendente, a la verdad. Se trata de un arte realista y unitivo, abierto a Dios y a las creaturas, que no queda en el mero agradar, sino que va a la esencia de las cosas donde se encuentra la huella divina.
El Renacimiento enturbia la concepción del hombre sobre la tierra y pierde relación con la verdad. Este desvío comporta un descenso del arte, una disminución en el orden de la belleza y las puertas abiertas a la inmanencia. Las artes se disgregan, la pintura por ejemplo seguirá sus particulares caminos obsesionada por la figura humana, las proporciones, y la representación del espacio sobre el plano. La arquitectura revuelve con las demás artes los manuscritos antiguos para exhumar la lógica geométrica como expresión del orden del universo.
Durante el clasicismo el arte de la Academia tenderá a una mímesis material o imitación esclavizada de la apariencia, prolongará el descenso marcado por el Cuatrocento hacia lo sensitivo que va a desembocar por su propio peso en la exaltación de los movimientos pasionales. Así tenemos el ornato del arte Barroco y el Rococó y la manipulación que el Romanticismo hace de la belleza pretendiendo colocarla como término del apetito sensitivo. "La muerte de Sardanápalo" de Delacroix (1827), es lo clásico desenfrenado, el arte de lo bacanal, donde los cuerpos se retuercen y se revuelven en la voluptuosidad de lo carnal. Lo mismo ocurre en "La balsa de la Medusa" de Géricault (1819), aquí está la misma desesperación sin rumbo ni destino de un arte nihilista.
El Realismo se presenta como reacción a lo pasional, se inclina por el corset del verismo sin abandonar la cerrazón sobre la creatura operada por los clásicos. "Los bañistas" de Courbet (1853) o "El barreño" de Degas (1886), son ejemplos de un arte veraz, pero sin motivación. Hay una voluntad por no ir más allá, por no decir más.
Los impresionistas devolverán el aire fresco del color en pintura tan anonadado por la tonalidad clásica. Pero la inspiración impresionista, influida por la teoría positivista de la percepción, nunca voló más allá de un naturalismo informado por las sensaciones, preocupado por la pincelada ágil. Los primeros en hartarse del impresionismo fueron los impresionistas; Degas, Renoir y Pissarro lo refieren expresamente y, la mayor parte de ellos, simplemente dejó de pintar a la manera impresionista. El simbolismo apela a la imaginación, como lo ha hecho el arte casi con exclusividad durante todo un siglo, pero la quiere libre, sin sujeciones a la razón y absolutamente determinada por lo sensual. "Las tres novias" de Jan Toorop (1858-1928) es la sugestión insinuante de la imaginación.
Nos encontramos en un camino que se adentra cada vez más en los repliegues de la propia inmanencia. El racionalismo primero y el idealismo filosófico después, han sumido en el caos la inteligencia de Occidente. La imaginación acusa progresivamente el desorden interior del artista rebelde a Dios. Sin la razón iluminada por la fe, el apetito sensitivo se desliga de la obediencia a la inteligencia, las facultades inferiores no se someten a las superiores, está debilitada la inclinación a la verdad. El apetito lanzado por sus caminos, fuera de la ley natural y la ley de Dios, causa estragos en el mundo del arte.
El arte abstracto, el cubismo, el surrealismo son la última fase de este camino de descenso que intentamos describir. Todos tienen el presupuesto común de interpretar el mundo y volver a codificarlo en un sistema de signos que surge de la interioridad del artista. No se trata ya de una mímesis que supone creación artística fundada en la realidad del universo creado y que tiene como presupuesto la comunicabilidad de la obra en la misma línea que el lenguaje. El arte como principio de unión donde los hombres diversos se reúnen en la captación de un mismo verbo se ha perdido.
Los abstractos eluden el tema y la materia para introducir el signo. El alemán Hans Hartung expresa en torbellinos de trazos su angustia de la vida. Al colocar su obra frente al público el artista proyecta al mundo su propio sistema de signos, su más recóndita individualidad con vocación de universalizarse, de hacerse lenguaje. Esta tela llena de manchas violentas que surgen de la tribulación del artista, posee sin embargo una formalidad inteligible, que se encuentra en el orden de la causalidad ejemplar; así el observador que la contempla recibe en su espíritu la impronta de una voz apenas inteligible y tan disminuida o alterada, que se acerca más al aullido gutural de un homínido que al coloquio espiritual de los hombres.
El regusto de la angustia aparece a la inteligencia burlada por un lenguaje indescifrable, luego por el enorme aminoramiento operado sobre el ser y por último se recibe la influencia de algo inspirado en el mal, en lo perverso.
Los concretos como Piet Mondrian, Moholy Nagy o Kandinsky en su etapa de Bauhaus, hacen la abstracción geométrica, producen un arte de quirófano, austero y descarnado, que influye notablemente en la arquitectura moderna tan despojada de las inflexiones de la ternura.
El Cubismo con su exploración radical del arte pictórico, reduce con brutalidad las cosas para introducirlas en un nuevo cosmos de geometría del espacio, tiempo y movimiento. Intenta caminos nuevos pero siempre cerrados alrededor de la criatura que no concibe sino como centro vacío sin universo donde proyectarse.
El Surrealismo, nacido de la evolución de las monerías dadaístas, y del espíritu cultivado de André Breton, se vuelve hacia lo tenebroso y lo caótico. Amparado en la promulgación de la muerte de Dios llevada a cabo por Federico Nietzsche, desea barrer con cuidado toda ceniza divina que haya quedado dispersa por el mundo. Se rebela contra el orden creado y en general contra todo. Tiene el encanto de una rebelión suicida. No hay Dios, ni Biblia, ni Evangelio. En su lugar: insurrección absoluta, ostentación nihilista y promiscuidad sexual.
La angustia se filtra en un arte que primero se ahoga en la criatura como en el mar de lo humano que sofoca lo sobrenatural. Y los devaneos con la creatura terminan en la aniquilación del orden creado tal como se nos da. Desde el Renacimiento se han ido cerrando las ventanas del arte a los aires siempre nuevos de la trascendentalidad que da sentido a la vida humana. El artista imitando al filósofo moderno asume que la realidad no tiene consistencia fuera de su propio yo, puede ser transformada o llanamente creada en tanto que tiene existencia en la conciencia. El arte moderno es escéptico porque todo orden y todo aparecer se da en el sujeto, está relacionado con el artista de modo individual y particular. Y desde esta subjetividad y en el escenario interior de la propia conciencia, el artista sentará las bases de un nuevo universo. El biomorfismo de Joan Miró (1893), es prueba de ello.
Dios ha sido sustituido como fundamento de la verdad de las cosas. El artista moderno se sumerge en la angustia del hombre que se hace dios porque se arroga el fundamento de la verdad. Articula un sistema de signos que se proyectan a la universallidad sustituyendo la formalidad inteligible de lo creado. El arte desciende de la mano del pensamiento occidental por los desfiladeros del ser creado, exaltando lo sensible, luego las pasiones, se cae en el inmanentismo gnoseológico que termina en la locura de una nueva creación.
Se trata de una ladera inclinada hacia lo inferior, una tendencia descendente desde el renacimiento hasta nuestros días, y en el intento de interpretarla dejamos de lado infinitos matices e innumerables excepciones. Hay obras de verdadero arte por encima y más allá de este esquema. Siempre habrá belleza, además la belleza se da por grados, y sobre todas las cosas está Dios que se filtra y traspasa las criaturas. Si el arte moderno es la angustia final en la caída del hijo pródigo de la parábola, lo único que resta es volver a la casa del Padre.
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