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Tres posturas ante la crisis del Catolicismo


Ante la crisis que actualmente sufre la Iglesia, la más profunda quizá de todas las que ha padecido en su historia, caben tres Posturas diferentes a adoptar por parte de sus miembros. Dos de ellas son extremadamente fáciles de seguir, mientras que la tercera supone para sus partidarios un cúmulo de dificultades y de problemas. Las vamos a llamar aquí, simplemente por mor de la simplificación y de la facilidad, Posturas A, B, y C. 

La Postura A es sencilla de entender y relativamente fácil de adoptar. Se suscriben a ella algunos católicos convencidos que piensan que cierto número de principios, a los que hay que añadir enseñanzas del Magisterio, además de ser inmutables son también intangibles; mientras que olvidarlos, escamotearlos o falsificarlos, es por el contrario atentar contra la Fe. Que es precisamente lo que ha hecho —según los partidarios de esta posición— la actual Jerarquía de la Iglesia. Admitido eso, y ante la imposibilidad de llegar a ningún entendimiento, los seguidores de la actitud A han optado por cortar el vínculo que les unía a la Jerarquía. Todo ello con el fin de mantener los principios, y a pesar de que el Derecho Canónico tipifica tal comportamiento como cismático. 

Preciso es reconocer honradamente la verosimilitud de lo que defiende esta Postura, en cuanto que parece cierto al menos casi todo lo que propone. Y es de alabar también la honradez y entereza de sus seguidores, en los que se puede suponer la mejor de las intenciones.

Adolece, sin embargo, esta Posición —al menos así es como yo lo entiendo— de un fallo importante que afecta precisamente a uno de los principios que dice mantener: la fidelidad y sumisión a la legítima Jerarquía, por muy inoperante y mundana que pueda parecer en el mejor de los casos, o incluso corrupta en el peor de ellos. Lo cierto es que un fiel católico no puede prescindir nunca del principio fundamental nada sin el Obispo, nada sin la Iglesia. Por lo demás, como se sabe, los casos de corrupción de la Jerarquía, incluso en sus más Altas Esferas, no son enteramente extraños a la sufrida historia de la Iglesia. Y sin embargo, nunca los verdaderos fieles se han sentido por eso justificados para romper con ella: Donde está Pedro, allí está la Iglesia

El problema es ciertamente tan grave como delicado, como corresponde a los difíciles tiempos en los que vivimos. En cuanto a la posible sumisión a una Jerarquía mundana, y hasta dudosamente fiel a los principios de la verdadera Fe y de la sana Tradición, parece que constituirá una de las pruebas que el Señor permitirá que sufran sus discípulos; sobre todo cuando se aproximen los últimos tiempos (Mt 24:15). Si la participación en los sufrimientos de su Señor ha sido siempre la condición del verdadero fiel, es evidente que, hacia el tiempo de aproximarse la gran confrontación final, esa posibilidad habrá llegado a su clímax. Y existe algo también que los auténticos discípulos no olvidan; cual es que la participación en la cruz del Señor, si bien no puede ser sobrellevada sino bajo hombros doloridos, ni contemplada sino con ojos cargados de lágrimas, es en realidad algo glorioso y un anticipo de la Corona final.

La Posición B es fácil de entender y todavía más fácil de seguir. Sus partidarios mantienen con firmeza la fidelidad a la Jerarquía, incluso aunque tal determinación pueda parecer a veces un tanto excesiva. La ignorancia acerca del verdadero alcance de la debida sumisión al Magisterio y a la Jerarquía, por parte de tantos fieles, permite aprovecharse de la circunstancia a determinados ideólogos y grupos de presión. 

Poniendo entre paréntesis (que no es lo mismo que negarlos), siquiera sea de momento o indefinidamente, la fidelidad a los principios intangibles —dogmas incluidos—, los seguidores de esta Postura apoyan decididamente lo que el Papa dice, habla, piensa o hace; aunque sin poner demasiado énfasis en el verdadero contenido, significado y límites del Magisterio. Menos aún piensan que sea necesario distinguir entre el Magisterio Ordinario, el Solemne, o los simples discursos u opiniones vertidos aquí y allá; y ni siquiera en la necesidad de integrarlo con lo ya dicho por Papas anteriores (el Magisterio no puede contradecirse a sí mismo, que es cosa en la que los mantenedores de esta Postura no suelen pensar), y que también puede formar parte del único y sagrado Magisterio. En resumen y para concluir, y por muy extraño que pueda parecer, para los partidarios de la Postura B todo lo que diga o haga el Papa, incluido lo más peregrino, es dogma de fe; hasta el punto de que la menor discrepancia al respecto supone, según ellos, dejar de ser fiel a la Iglesia. 

Desde luego es preciso reconocer que la Posición B es la más segura. Supone dejar los principios y su interpretación en las exclusivas manos de la Jerarquía —¿Pero es seguro que se trata siempre de la Jerarquía? — y seguirla fiel y ciegamente. Con lo que la fidelidad queda así asegurada y los problemas resueltos. Por otra parte, la adhesión a esta Postura es también absolutamente necesaria, si es que se aspira a poseer una cierta posición dentro de la Iglesia que de otro modo jamás se alcanzaría: Si alguno aspira al episcopado, desea una noble cosa… (1 Tim 3:1); y además probablemente lo conseguirá, lo cual no sería posible de ningún modo sin suscribirse a esta Postura. 

La posición C, sin embargo, es la más difícil de entender y la más dura de practicar. Puesto que es la Cenicienta en esta especie de singular contienda (aunque sin Príncipe enamorado ni final feliz), quizá alguien podría pensar que no vale la pena hablar de ella y tal vez no andaría equivocado. De antemano se puede asegurar que está condenada a ser una actitud despreciada, y aun aborrecida, por parte de unos y de otros. Las Posiciones A y B se ponen de acuerdo en esto para condenarla (como Herodes y Pilatos), y de ahí que sus seguidores sean siempre pocos y merecedores (aunque no se les reconozca) del distintivo de héroes.

Los seguidores de la Posición C están convencidos de que no pueden desertar de los principios intangibles evangélicos, así como de que tampoco pueden abandonar su sumisión inquebrantable a la legítima Jerarquía de la Iglesia. Lo que los coloca, en la presente coyuntura de la Iglesia, en una posición de equilibrio sumamente inestable y bastante difícil. Los partidarios de la Posición A señalarán siempre a estos fieles como vendidos miserablemente al Sistema. Mientras que los seguidores de la Posición B no reconocerán jamás la lucha de estas gentes por mantener la fidelidad a la verdadera Fe; sin cesar de acusarlos en todo momento de insumisos y de integristas, por más que hayan obedecido siempre hasta el heroísmo. 

Los que se suscriben a esta Postura se saben condenados de antemano a no ser tenidos en cuenta en la Iglesia, ni a que jamás les sean conferidas responsabilidades o prebendas de ninguna clase. Tampoco ellos las desean bajo ningún concepto, pensando quizá que la auténticamente merecida atribución de rangos, así como la distribución de las recompensas, no tendrá lugar hasta que venga de nuevo Aquél que dará a cada uno según sus obras (Ap 22:12). 

De esta forma, despreciados y abandonados de todos, su propia locura —que ellos piensan que es divina— los conduce a considerar su condición como timbre de gloria, y aun como garantía de su participación en la existencia del Señor. Puesto que se saben destinados, como ya se ha dicho antes, al desprecio y al anonimato, es por lo que esperan con certeza saborear de antemano un anticipo de la felicidad del Cielo. Convencidos como están de que, después de todo, siempre será verdad aquello de que de los hombres se puede decir lo que de los pueblos: dichosos los que no tienen historia

(...)

Padre Alfonso Gálvez Morillas


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