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¿Hacia un Renacimiento Intelectual Católico?


I


Una de las interrogantes más grandes de estos últimos años fue el porqué de la desaparición de ese sector que tanto bien había dado al catolicismo, de ese grupo de gentes que habían puesto a la verdad de la Iglesia en la primera fila en el mercado de las ideas, en debate con los errores y las inquietudes del mundo contemporáneo.
Ubi sunt?
O como se preguntara don Jorge Manrique, refiriéndose a los Infantes de Aragón: ¿Qué se fizieron?
Nos referimos a los intelectuales y artistas católicos.
Durante el siglo XIX y la primera parte del XX una pléyade de excelentes representantes de lo mejor de la cultura y las artes se habían unido a la Iglesia Católica. A esa iglesia decimonónica de Pío IX y Pío X, cerrada sobre sí misma, que no dialogaba con el mundo, precipitábanse en tropel los talentos mayores del mundo. ( Mucho se habla ahora entre los "culturosos" del caso de Oscar Wilde, tomado como un fetiche político por los degenerados comúnmente conocidos como homosexuales. Pero se habla muy poco de su arrepentimiento y posterior conversión al catolicismo, religión a la que había admirado siempre, y mucho menos de la de su antiguo amigo Alfred Douglas href="http://en.wikipedia.org/wiki/Lord_Alfred_Douglas#Marriage">"Bosie" años después, y la del padre de éste, el Marqués de Queensberry) Mencionemos sólo los nombres de Augustus Pugin -padre del movimiento gótico inglés en las artes plásticas en las primeras décadas del XIX, el Cardenal Newman, el norteamericano Orestes Brownson, Gerard Manley Hopkins -jesuita y poeta pre-vanguardista inglés-, Francis Thompson, Gilbert Keith Chesterton, R.H. Benson -que era hijo del arzobispo anglicano de Canterbury-, Evelyn Waugh, Graham Greene, J.R.R. Tolkien, Roy Campbell, Maurice Baring, Elizabeth Anscombe -la filósofa tomista analítica que derrotó en un debate a C.S. Lewis-, el padre Copleston -que era converso, para los que no lo sabían-, Christopher Dawson, sir Alec Guiness (el anciano de hábito en La Guerra de las Galaxias, también para los que no lo sabían) e incluso el viejo mañoso y semi-suicida de Hemingway. Eso, sólo en el mundo de habla inglesa. Entre los franceses descolló Leon Bloy, el abuelo del renacimiento filosófico católico francés. De ahí salieron Maritain, Gilson y tantos otros (y alguna manzana de gusto malograo como el sinuoso Mounier -y cierto Maritain doppelgänger). Gentes de letras, católicas de nacimiento, que en otro contexto -como el actual por ejemplo- hubieran apostatado por los oropeles falsos de la cultura mundana, vieron afirmada su fe y la comprendieron como un espacio que no restaba ni perjudicaba nada el ejercicio de las artes, sino por el contrario, lo enaltecía. Tenemos el caso del gran Claudel, de Bernanos y de Mauriac, que se dieron el lujo en cierto momento, de ser los escritores más leídos del mundo. Incluso el clero católico conservaba fama en el mundo árido de las ciencias duras: v.g.: el padre Mendel y el padre Lemaitre.
Pero en un dos por tres todo se desmoronó.
¿Pero cómo era posible eso? ¡Si en la Iglesia ahora había sitio para todos!
Mire usté, si no: para el gordito ése que se escapó de un circo itinerante en los setentas y ahora lee las moniciones, para esa señora que ahorita se está metiendo en el tabernáculo para sacar las hostias, para el nueva-olero vernáculo de gafas oscuras que imita a Aldo Guibovich en el teclado -especialmente en Recuerdos de una noche-, para las personas que se están revolcando en este instante en el suelo, para los vendedores profesionales de rifas, para los durmientes, los gritones, los que no tienen nada mejor que hacer, entre otros múltiples representantes de los rostros múltiples y plurales del pueblo de Dios.
Pero no había sitio para los intelectuales y artistas católicos. En las universidades católicas, quienes hubieran reemplazado a las generaciones anteriores fueron corrompidos por malos maestros que los llevaron a la apostasía silenciosa, a la apostasía bulliciosa o a la inanición intelectual y espiritual de la mano del progresismo, el opio de los clérigos sesenteros. Los de afuera ya no se convirtieron, porque veían a la Iglesia como algo indistinto del mundo, como un Gatopardo milenario que se esforzaba patéticamente por estar a la moda y que llamaba a las lágrimas y a la risa, y por sobre todo, porque veían a la Iglesia como una Babel confusa igualita al mundo, quizá incluso peor...
Al final, cuando las cosas se empezaron a poner un poco más ordenadas (80s y 90s), aparecieron dos sucedáneos de intelectuales católicos : el reportero publica-libros -que a fuerza de seguir a la figura mediática del Papa encontraba elevación espiritual y prestigio literario, en algunos casos con mayor fortuna que en otros- y el comentador de encíclicas -un pastor o animador pastoral que por lo duro de los tiempos había tenido que ser llamado a las líneas del frente, pero que casi siempre estaba imposibilitado para la polémica por tautológico.
Pero quien a nuestro juicio responde mejor a la pregunta por el destino de los artistas católicos, es Joseph Pearce (n. 1961), converso y literato experto en conversos literatos, en una entrevista excelente que diera a Ediciones Palabra y que el boletín de Ignatius Press presentó en su edición de noviembre del año pasado:
En nuestros días no existe -por lo menos aparentemente- el fenómeno de los intelectuales conversos en la misma cantidad y calidad que antes, ¿por qué? ¿son acaso los escritores contemporánenos demasiado "progresistas" para tomar en cuenta la "tradición"?
Pearce: Pienso que el renacimiento cultural católico empezó a desaparecer en el inicio de la confusión en la Iglesia inmediatamente después del Concilio Vaticano II. Pareció por un momento que nada era sagrado, incluso en la Iglesia. Teólogos liberales, v.g.: herejes, aparecieron como voceros cuasi-oficiales de la Iglesia; y liturgistas liberales, v.g.: bárbaros y filisteos, se pusieron a vandalizar la belleza y majestad de la Misa. En esta atmósfera la Iglesia no parecía más la sólida roca de resistencia a los males del siglo y pudo parecer que había sucumbido a ellos. La Iglesia, en este periodo, dejó de ser una inspiración para el mundo de la manera en que lo había sido en el siglo anterior. Algo se habìa perdido. Felizmente Juan Pablo II comenzó la larga y dolorosa restauración de la Iglesia y su sucesor, Benedicto XVI, está dispuesto a continuar con el buen trabajo. Esto llevará también, creo yo, a una restauración del renacimiento cultural católico. . En los 1920s y 30s la Iglesia se mantuvo como un bastión de cordura y certezas en medio de la locura del comunismo, fascimo y del capitalismo desbocado. Ahora, una Iglesia vigorizada puede servir como un bastión de cordura y certezas en medio del auge del Islam y de la caída del hedonismo. Esta Iglesia será una inspiración para una nueva generación de conversos, tanto literarios como de otra índole. ¡Dios lo quiera!


II


Parece que la profecía del profesor Pearce se está cumpliendo de manera acelerada. El 7 de junio de este año la Academia Alemana de Lengua y Literatura anunció que el premio Georg Büchner de Literatura, el más importante en esa lengua, sería adjudicado este año a Martin Mosebach (n.1951), novelista y ensayista, por combinar esplendor estilístico con una narrativa original que demuestra una conciencia de la historia pletórica de humor. Anteriores escritores laureados con el premio son Heinrich Böll, Gunter Grass, Friedrich Dürrenmatt, Elias Canetti, entre otros grandes representantes de las letras alemanas del siglo XX.
Pero lo más sorprendente de todo es que el principal escritor germánico contemporáneo, es católico, y católico tradicional. Y no sólo eso, sino que es más conocido en el mundo de habla inglesa por su libro Häresie der Formlosigkeit. Die römische Liturgie und ihr Feind (2002) traducido y editado como The Heresy of Formlessness en el otoño boreal del 2006 por Ignatius Press. Rápidamente el libro se convertió en una especie de amuleto literario de los tiempos de la Reforma de la Reforma y en un suceso editorial tradicionalista, comparable al de los viejos tiempos de Michael Davies y Romano Amerio o a los más recientes de Mons. Gamber y Uwe Lang.
¿Cuál es la tesis del autor? Según la remilgada contratapa de la edición de Ignatius (que acorde al venerable monje dom Alcuin Reid, liturgista respetado por todos, omitió los pasajes más fuertes de la edición alemana) es que la Iglesia perdió mucho y no ganó nada con la promulgación del Novus Ordo. Dom Alcuin describe así el itinerario espiritual de Mosebach: Mosebach, un laico alemán de cierto renombre literario, sostiene que (...) la forma, la encarnación de la fe católica en la liturgia del rito romano ha sido tan malamente mutilada en las recientes generaciones que perjudica la misma celebración y trasmisión de la fe. De ahí el uso del estridente término "herejía". Por supuesto que no está sólo en esta convicción. Pero es su perspectiva la que guarda interés. Es un laico educado, un hombre de letras, que se alejó de la Iglesia cuando la Misa de Paulo VI la absorbió y que regresó, gradualmente, a través del redescubrimiento de la liturgia tradicional.
No es poca cosa, lo que dice don Martin, pues son las palabras del principal escritor católico contemporáneo. Quizá la única figura comparable a Mosebach en la escena intelectual mundial en estos momentos sea la del ya entrado en años René Girard, el último intelectual católico y el último mandarín francés (porque Bernard-Henri Lévy es un charlatán universalmente reconocido y Houellebecq como opinador es más errático que nuestro Bryce). René Girard fue el factótum del famoso manifiesto Un manifeste en faveur de la messe tridentine publicado en Le Figaro el sábado 16 de diciembre del 2006 y firmado por 50 intelectuales franceses. Y también, junto con Franco Zeffirelli, hechó una mano al manifiesto análogo de los intelectuales italianos, publicado el mismo día en el rotativo italiano Il Foglio. Este Zeitgeist memorable llevó a Rorate Coeli a proclamar con furor: Traditionalists of the world, unite!
Todo esto desmiente a los "confundidos" que creen que cuando la Iglesia se "cierra" al mundo, acaba convertida en un grupo tumultuoso de sectarios enemigos de lo bello y lo bueno. Al contrario, si hubo alguna vez algún tumultuoso y sectario enemigo de lo bello y lo bueno quizá estemos hablando de Monseñor Bugnini, Kiko Argüello o de Gutiérrez-Boff-Kung.
Nada garantiza más la prosperidad intelectual de los literatos y el enriquecimiento artístico del mundo que una Iglesia que es fiel a sus tesoros, sin abandonarlos por la sal sosa de afuera.
Señores: ¡Recién empieza la Primavera!


III


Cómo no hablar de Tolkien en este artículo dedicado al renacimiento intelectual católico. El novelista del gran poema católico que es, según Ken Craven, El Señor de los Anillos. Por católico -dice Craven-, no me refiero a la manera como usan el término los teólogos modernos, como una suerte de teología horizontal "we are the world" en que todas las verdades culturales acaban en un estofado inútil y sin sabor. J.R.R. Tolkien era un católico que tenía el catolicismo tradicional en sus huesos: el catolicismo de altares, fiestas, ayunos, sufrimientos heroicos, rituales, santos, milagros, doctrinas, misterios... La Trinidad y la Misa eran tan familiares a él como su jardín o su amado Beowulf; no, más, porque esas cosas católicas, como él las veía, eran partes del único mito verdadero, expresado en los Credos Apostólico y Niceno. Los católicos verdaderos (y muchos otros cristianos) consideran esa historia como la fundación de sus almas. Tolkien la respiraba. Asistía frecuentemente a Misa y rara vez recibía la Eucaristía sin previa confesión. Pero era un católico inglés, y como Evelyn Waugh, comprendió pronto en su vida que ser católico en Inglaterra era peor que ser judío, despreciado y mirado con recelo. Sospechaba que uno de sus mejores amigos, C.S. Lewis, era un anticatólico encubierto, sospecha razonable basada en el vergonzoso trato que Lewis dio al poeta sudafricano Roy Campbell. Y le escribió a su hijo: "El odio a nuestra Iglesia es después de todo el único fundamento real de la Iglesia de Inglaterra". Como católico inglés, sabía que miraba el mundo en una manera secreta, fundamentalmente diferente, y se retiró hacia la creación de un mito -un mito inmenso que por la misma circunstancia de sus orígenes, no podría nunca dejar de evocar el mito católico.
Tolkien -considerado por una experta como un católico tridentino (sic)- fue testigo durante los últimos años de su vida del desmantelamiento de la liturgia y del clímax de la crisis de la Iglesia. Dio conferencias en la Latin Mass Society y en otras organizaciones laicas tradicionales. Merced al indulto Agatha Christie ,implorado por el cardenal Heenan a Paulo VI, pudo asistir durante los tres últimos años de su vida a Misa. Falleció en 1973, con la misma perplejidad ante la ruina del catolicismo que sacudió ocho años antes la agonía de Evelyn Waugh, el otro gran gigante católico de las letras (cfr: Senderos Amargos) .
Recordemos siempre estos aspectos de la vida de Tolkien, claves para entender su obra, especialmente ante los que nos quieren vender una imagen de él editada y empaquetada para el consumo masivo.

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