El Maestro Jordán de Sajonia, primer sucesor de Santo Domingo en el Generalato de la Orden, nos transmite un retrato espiritual de Domingo, lleno de afecto y sencillez:
“Por lo demás, lo que es de mayor esplendor y magnificencia que los milagros, estaba adornado de costumbres tan limpias, dominado por tal ímpetu de fervor divino, que revelaban plenamente en él un vaso de honor y de gracia, un vaso guarnecido de toda suerte de piedras preciosas.
Su ecuanimidad era inalterable, a no ser cuando se turbaba por la compasión y la misericordia hacia el prójimo. Y como el corazón alegre alegra el semblante, la hilaridad y la benignidad del suyo trasparentaban la placidez y el equilibrio del hombre interior.
Tal constancia mostraba en aquellas cosas que entendía ser del agrado divino, que, una vez deliberada y dada una orden, apenas se conocerá un caso en que la retractase.
Y como la alegría brillase siempre en su cara, fiel testimonio de su buena conciencia, según se ha dicho, la luz de su semblante, sin embargo, no se proyectada sobre la tierra.
Con ella se atraía fácilmente el afecto de todos; cuantos le miraban quedaban de él prendados. Dondequiera se hallase, fuese de viaje con sus compañeros, en las casas con sus hospederos y sus familiares, entre los magnates, entre los príncipes y los prelados, siempre tenía palabras de edificación y abundaba en ejemplos, con los cuales inclinaba los ánimos de los oyentes al amor de Cristo y al desprecio del mundo. En todas partes, sus palabras y sus obras revelaban al varón evangélico.
Durante el día nadie más accesible y afable que él en su trato con los frailes y los acompañantes.
Por la noche, nadie tan asiduo a las Vigilias y a la oración. En las Vísperas demoraba el llanto, y en los Maitines, la alegría. Dedicaba el día a los prójimos; la noche, a Dios; sabiendo que en día manda el Señor su misericordia, y en la noche, su cántico. Lloraba abundantemente con mucha frecuencia, siendo las lágrimas su pan día y noche; de día principalmente cuando celebraba la Santa Misa; y de noche, cuando se entregaba más que nadie a sus incansables vigilias.
Era costumbre tan arraigada en él la de pernoctar en la iglesia, que parece haber tenido muy rara vez lecho fijo para descansar. Pasaba, pues, la noche en oración, perseverando en las vigilias todo el tiempo que podía resistir su frágil cuerpo. Y cuando venía el desfallecimiento y el espíritu cansado reclamaba el sueño, entonces descansaba un poco, reclinando la cabeza delante del altar o en algún otro sitio, o sobre una piedra, como el patriarca Jacob, para volver de nuevo al fervor del espíritu en la oración.
Todos los hombres cabían en la inmensa caridad de su corazón y, amándolos a todos, de todos era amado.
Consideraba un deber suyo alegrarse con lo que se alegran y llorar con los que lloran, y, llevado de su piedad, se dedicaba al cuidado de los pobres y desgraciados.
Otra cosa le hacía también amabilísimo a todos: que, procediendo siempre por la vía de la sencillez, ni en sus palabras ni en sus obras se observaba el menor vestigio de ficción o de doblez.
Verdadero amigo de la pobreza, usaba siempre vestidos viles.
En la comida y en la bebida era templadísimo: rechazaba las viandas delicadas, gustoso se contentaba con un solo plato y usaba del vino aguándolo de tal forma y tenía tal imperio sobre su carne, que atendía a las necesidades corporales sin embotar la sutileza de su espíritu.
¿Quién será capaz de imitar en todo la virtud de este hombre? Podemos admirarla, y a su vista considerar la desdicha de nuestros días: poder lo que él pudo, fruto es no ya de su virtud humana, sino de una gracia singular de Dios que podrá reproducir en algún otro esa cumbre acabada de perfección. Mas para tal empresa, ¿quién será idóneo?
Imitemos, hermanos, en la medida de nuestras fuerzas, las huellas paternas, dando al mismo tiempo gracias al Redentor, que concedió tal caudillo a sus siervos por él regenerados, y pidamos al Padre de las misericordias que, regidos por aquel espíritu que mueve a los hijos de Dios, caminando por las sendas de nuestros padres, merezcamos llegar sin descarríos a la misma meta de perpetua felicidad y sempiterna bienaventuranza en la que nuestro Padre felizmente ya entró. Amén” (Jordán, c. 49)
El mismo retrato es reproducido, casi literalmente, por Pedro Ferrando en su Leyenda de Santo Domingo, nn 33-34; por Constantino de Orvieto en su Leyenda de Santo Domingo, n. 47; por Rodrigo de Cerrato en su Vida de Santo Domingo de Guzmán, n. 44. Esta repetición es un testimonio de objetividad. Esta era la fisonomía de Domingo presente en el recuerdo de los primeros frailes dominicos y transmitida por ellos, que habían sido testigos oculares del itinerario humano y espiritual de Domingo y pertenecen a la primera generación dominicana.
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