Bernardo Fueyo Suárez, op
Facultad de Teología de San Esteban - Salamanca
“Nos debemos a la muerte: nosotros y todo lo nuestro... Todo lo mortal perece”[1]. La serenidad del clásico, con la aparente naturalidad de quien comunica el tiempo que hace o la hora del día, apenas disimula el pesimismo y la angustia ante un final sin otros horizontes. Nuestra conciencia espontánea se revela contra semejante forma de pensar. Sabemos que hemos de morir, que la vida humana es limitada, pero “nuestra” muerte, “nuestro” fin, y el de las personas que queremos, no se viven con la neutralidad que supone una constatación estadística o la experiencia diaria de la destrucción de la vida.
La ocultación de la muerte en la cultura actual
La palabra cristiana sobre el morir y la muerte ofrece, frente a cualquier pesimismo, numerosas variaciones. Pero la predicación cristiana se enfrenta hoy, como Pablo en el aerópago, a formas refinadas de escepticismo. Reducido cada día más el horizonte de trascendencia, parece querer imponerse de nuevo una actitud resignada que, una vez sentada la condición inevitable y natural del morir, pretende conjurar la angustia que genera maquillando su apariencia y desterrando la muerte del mundo de la palabra. Así comprobamos cómo nos domina el silencio cuando nos sorprende una enfermedad irreversible, o tememos que alguien próximo a nosotros fallezca. Somos incapaces de hablar abiertamente con los demás de algo que, por nuestra parte, hemos desplazado a la trastienda de la conciencia. Una especie de escotoma colectivo[2] enmascara y disimula el verdadero rostro de la muerte y su trato diario, con graves consecuencias para el equilibrio personal y religioso de personas e instituciones.
Por una parte, se disimula la muerte anunciada: se puede ocultar la enfermedad o tranquilizar hipócritamente al enfermo; se abandonan los rituales de tránsito, que ayudan a neutralizar la angustia y dejan un espacio disponible para vivencias más esperanzadas; o, simplemente, sólo sabemos estar ante y con el enfermo, mudos, incapaces de transmitirle un aliento de esperanza, de nombrar ante él a Dios, de rezar y de confesar con él nuestra fe en la bondad de la mano que lo espera para acogerlo. Ni siquiera lo que parece más sencillo se ha salvado: contar y hablar de nuestro fin, a medida que avanza la vida y nos vamos haciendo viejos.
Y esto nos orienta hacia la segunda consecuencia de la situación actual para las personas. Hoy el individuo camina solo frente a su destino mortal. No me refiero a la radical condición que sitúa en el centro de cada persona, y de ella sola, su orientación definitiva ante la vida y ante la muerte. En este sentido resulta claro que cada uno debe vivir la vida y la muerte por su cuenta. Pero la actual deriva individualista y solipsista ha exacerbado, hasta la caricatura, la autonomía personal como si el yo se engendrase a la vida desde sí mismo: incapaz de reconocer sus propios límites, ahuyenta de sí la figura espectral de la muerte ajena para no verse obligado a elaborar personal y socialmente la imagen de su propio fin. El final del curso de la vida está en general marcado por el aislamiento, incluso físico, recluyendo a la persona para morir en un hospital, una unidad del dolor o una residencia, dejando con frecuencia al moribundo en sus últimos momentos en total desarraigo de lo que fueron sus apoyos vitales y existenciales, incluyendo entre ellos también los religiosos.
Nuestra sociedad está enferma, sin duda alguna, y una de las cosas que necesita para sanar es aprender de nuevo a morir con dignidad. Ni siquiera las instituciones religiosas se han salvado de esta deriva. Reducido el acompañamiento ritual en los pródromos de la partida, que entre el silencio y el disimulo ya no sabe cómo hacerse presente, muchos de los ritos que antes preparaban a morir y a aceptar la muerte han desaparecido sin ser sustituidos por otros, o se desplazan ahora a la celebración de los funerales. El ritual de despedida puede seguir siendo eficaz, pero no para el moribundo, al que ya nada acompaña. Más bien se ha convertido en conjuro de su angustia para los próximos que continúan vivos.
El lector sabrá perdonar todo este solemne discurso preliminar, si ahora le digo que, en realidad, el propósito de todo esto es animarle a que lea un poema: el Salmo de mi serenidad – Hacia el encuentro. Se trata de un largo poema inédito del P. José Mª Guervós Hoyos, que de manera inexplicable quedó fuera de la selección que realicé para la reciente edición de su obra[3]. Al publicarlo ahora, pretendo salvarlo de un olvido inmerecido. Pero, a la vez y en línea con lo que acabo de decir, puede servir de invitación a recuperar, como un ejercicio inexcusable de nuestra vida, que contribuye a situarla en sus justas coordenadas y no responde a ningún resabio masoquista, lo que los tratadistas espirituales de antaño introducían como “consideración sobre la propia muerte”.
No es probable que el P. Guervós hablara mucho de su muerte con los demás, ni siquiera con sus hermanos de religión. Mantuvo siempre una actitud reservada, que apenas dejaba traslucir su intensa vida interior. Pero sí lo hizo consigo mismo y con Dios. Y nos ha dejado constancia de este diálogo en numerosos poemas, ya que la poesía era de hecho el confidente sobre el que volcaba su alma, su fe, sus ansias de Dios, sus miedos y su mirar esperanzado. Mantuvo, además, la lucidez hasta el último día y, a pesar de sus dificultades de visión que no le permitían más que “garrapatear”, escribió versos hasta dos/tres años antes de su fallecimiento, ocurrido en 2001. Con carácter introductorio y antes de transcribir el “Salmo de mi serenidad”, voy a espigar a lo largo de su obra algunos de los momentos y de las figuras en las que fue vertiendo, sobre todo en sus creaciones de los últimos veinte años, las consideraciones que el envejecimiento y la perspectiva de la muerte le inspiraban.
La muerte propia en la poesía del P. Guervós
La primera referencia poética a la “muerte” aparece en el romance, que alcanzó una difusión considerable, Yo tengo un hábito blanco (1948), escrito con ocasión de su entrada en los dominicos (recordemos, para quien lo desconozca, que tenía 33 años y era ya un escritor y actor de teatro de fama). Pero aquí -la juventud de la vida lo hace comprensible- se trata de una referencia más retórica que existencial:
Yo tengo un hábito blanco,
como una vida que empieza
y, como un grito de muerte,
lo cubre una capa negra...
Vida y muerte de la mano,
juntas por la misma senda.
La muerte, con sus abismos...
La vida, con sus promesas.
(Yo tengo un hábito blanco, 1948)
Lo curioso es que el último de sus escritos conservado, cincuenta años más tarde, es una réplica de este primer poema en el convento, pero el tono ha cambiado sustancialmente:
Yo tengo un hábito blanco
como una vida que empieza,
pero la vida se marcha
y ya la muerte se acerca,
como el sol deja su cetro
haciendo a la noche reina.
(Medio siglo después, 1998)
La vejez puede inhibir o liberar a la persona, y lo mismo ocurre con el sentimiento ante la muerte ya cercana, por mucho que dure la vida. En el monólogo-diálogo que es toda la poesía intimista del P. Guervós, no hay ninguna inhibición frente al fin intuido y temido, o la perspectiva de tener que abandonar este mundo. La reflexión se va haciendo presente con el correr de la vida, como es normal, y es al cruzar la raya de los setenta años cuando su presencia empieza a convertirse en habitual. Un soneto de 1983 supone la introducción definitiva del motivo, que en creaciones posteriores recibirá una atención mucho más matizada y espiritualmente más rica:
¿Pena? ¿Miedo? ¿Dolor por la “partida”?
Pues no sé qué decir... No lo he pensado.
¿Cuándo y en qué lugar seré llamado?
Esta voz es la gran desconocida.
Pero el camino corto es el que queda...
(Yo quisiera, 1983)
De hecho, en un largo y complejo poema de ese mismo año, en el que glosa la conocida frase de san Juan de la Cruz (“al caer de la tarde, os examinarán en el amor”[4]), están presentes la duda, el miedo, la zozobra..., a la vez que la entrega en las manos de Dios, con confianza plena en su promesa:
Más allá, sólo sombra y espesura,
sólo misterio y duda, más allá...
¿Saldrá mi alma de esta noche oscura?
¿Podrá saber, al fin, a dónde va?
Yo me pregunto ya sobre estas cosas
y, sin quererlo hacer, continuamente.
A veces, las respuestas son hermosas;
a veces, inquietantes solamente...
Cuento con su perdón –aun pese a todo-
por su cruz y su amor... y esa es mi suerte:
por eso, aun sucio y salpicando lodo,
voy medroso y feliz ¿? hacia la muerte.
(Tríptico, 1983)
“Voy medroso y feliz hacia la muerte”. Los interrogantes (¿?) que puntean este verso dejan bien patente la ambivalencia de sentimientos y la radical inseguridad por la que transita. La fe permite trascender esta inseguridad, pero no la anula. Un largo romance de 1987 (La muerte), escrito porque “mi cuerpo y mi alma necesitaban escribirlo para mí, para des-ahogarme”, le permite en su amplitud desplegar en sucesivas variaciones todo su mundo interior ante esa realidad, “tan dulce y... tan misteriosa”. Allí se nombra, en primer lugar, en todos sus términos reales la verdad de la muerte:
Porque tú, muerte, no hieres;
tú deshaces, aniquilas...
Pero tu puñal de noche
deja la sangre dormida,
deja los ojos sin luz
y el camino... ¡se termina!
Y, “sin temor y sin temblor”, esta primera constatación queda contrabalanceada –nunca desmentida- por la convicción de que el alma redimida hallará refugio en Dios. Hay en este poema un cierto sabor neoplatónico, más visible en algunas estrofas de la parte segunda y tercera, con cuyo espíritu a más de uno le costará comulgar. Nada de esto, sin embargo, debe engañar sobre el verdadero sentido del poema, ni desfigurar lo que al final acaba siendo en la intención y en la forma: un profundo acto de fe en el amor de Dios, “dueño y señor de mi vida”, en cuyas manos confiesa entregarse con estos hermosos versos:
Ven, vendimiador, ya está
para vendimiar tu viña.
Ven, segador, cuando quieras,
la siega ya se termina;
ya está la espiga agostada,
ya es la hora de la trilla...
Ya está colmada mi copa.
Ahora, Señor, lo que digas.
Una súbita vuelta a la oscuridad del horizonte le arranca al alma una última confesión de impotencia y de temor, para acabar esta vez pidiendo a Dios que mire con benevolencia su humana y ambivalente realidad:
Como hombre, tengo miedo.
Tus rutas desconocidas
me empaborecen...
Acéptame tal como soy,
mi Dios: amor y ceniza.
Desde el punto de vista de la confrontación con su fin ya próximo, el testimonio más importante lo constituyen los 33 últimos sonetos (De mi alma a mi alma), fechados entre junio de 1993 y octubre de 1996. En el conjunto de la obra del P. Guervós forman, sin lugar a duda, una de sus creaciones más perfectas. Escritos, como él mismo recuerda, “en el ocaso de mi vida”, se acogen a la confesión del salmo 41: “Recuerdo otros tiempos, desahogo mi alma conmigo”. Son, pues, versos que celebran la vida pero que, a la vez, en razón de la salud y de la edad, la miran yéndose, recapitulan, temen y esperan. No hay en ellos ninguna concesión pietista, moralizante o simplemente enmascaradora:
Ay, qué inmensa pereza de vivir
Y ay, qué inmensa pereza de morirme.
(Mi encrucijada)
Quisiera ser velero en alta mar
con el blanco velamen desplegado
y soy un viejo lanchón, sucio y varado,
que olvidó la ilusión de navegar.
(Mi locura)
El hombre que se siente viejo, a la vez “medroso y feliz”, va contando en cada soneto sus convicciones y sus dudas, sus ansias de ver y su necesidad de acoger el misterio. Por eso nos encontramos en todos con una confesión esperanzada de fe y de aceptación creyente, y a la vez están transidos del dolor de la vida en decrepitud, de la incertidumbre, del temor ante la opacidad y el desvanecimiento del horizonte inmediato:
Da tu sol a la noche de mi fe...
(Mi entrega)
Se me marchó la vida, ¡toda entera!
No me tiembla la mano al escribirlo,
ni me tiembla la voz para decirlo...
Aquí estoy ya, Señor, ¡solo a tu espera!
(Mi espera)
En este recorrido por la obra poética del P. Guervós, espigando en sus versos sus confesiones más destacadas ante la muerte, nos quedan los últimos romances, escritos en 1996 y 1997, cumplidos ya los 80 años de vida y en medio de graves limitaciones físicas. Son monotemáticos, sin otra preocupación ya que la confrontación directa con el próximo fin:
Y muero y vivo en la lucha
de lo que quiero y no quiero;
en la oscura encrucijada
del temor y del deseo:
entre el día de la Fe
y la noche del Misterio.
(El alma y el cuerpo)
Hay una constatación resignada de que se ha andado ya el tiempo concedido (“ya todo está consumado”), por más que no resulte ahora patente por dónde y cómo se fue la vida, y su final recapitulación nos la muestre, una vez más, soplo de un día o hierba que al atardecer se quema:
Sin saber por dónde, huyeron
horas, días, meses, años...
¿Por dónde..? Que yo no vi
ni las huellas de sus pasos:
como el aire que nos besa
y no le vemos los labios;
como el sol que nos abrasa
con el oro de sus rayos
y sentimos su caricia
sin la opresión de sus brazos;
como la brisa, el aroma,
¡como el vuelo de los pájaros!
Algo sensible y etéreo,
tan próximo y tan lejano...
(Cara y cruz)
La expresión mantiene aún la fluidez característica del romance, metro en el que el P. Guervós fue siempre verdadero maestro; no es fácil encontrar en él un fallo de ritmo o sorprender un pie forzado (“Tus ocho sílabas son / como besos inefables / en la punta de mis dedos / y en el río de mi sangre”). Y la confesión se hace aquí más directa:
Tengo cumplida la vida
ya –mi Señor- con exceso:
con la medida colmada
que tus manos me midieron.
¡Dame –Señor- la grandeza
de decir adiós sin miedo!
(El alma y el cuerpo)
Finalmente, en El muñeco roto (romancillo nostálgico), uno de sus últimos poemas (1997), escrito ya en medio de enormes dificultades para mover la mano (que ya no escribía, sólo garrapateaba), hay una final entrega de la vida (“días con oscura niebla, / noches con luceros blancos”) desde la conciencia de que las cosas dependen ya totalmente de Dios y en sus manos están:
Soy un muñeco roto,
se me saltó la cuerda...
Larga vida me diste,
Señor, ¡bendito seas!
Que te sienta a mi lado
lo poco que me queda...
Que el cuerpo inútil siente
un alma viva, alerta,
que tu voz que la llame
-como a Lázaro- espera
(El muñeco roto)
El salmo de la serenidad
En la vida de los humanos suele haber momentos dulces, y supongo que lo mismo ocurre, con relación a su actividad creadora, en la vida de los poetas. No siempre es preciso perseguir la palabra evasiva, o luchar y esforzarse para dar cauce y contención a sus torrentes interiores desbordados. En ocasiones, la palabra fluye serena, medida, ajustada: es la palabra que tiene que ser y no otra. Al lector le asalta en tales casos la sensación de estar ante algo singular, una realidad cuajada, un raro momento de serenidad y de plenitud.
El poema Hacia el encuentro, fechado a primeros de octubre de 1987, es en sin duda una de las creaciones más perfectas y logradas del P. Guervós. Él mismo lo presenta como Salmo de mi serenidad y, en efecto, esa es la sensación que el lector recibe desde los primeros versos. El poema cabalga, sin embargo, sobre un continuo movimiento en cinco tiempos, que da ocasión a introducir otros tantos motivos o temas. Pero este movimiento es siempre contenido, remansado, efecto de dos recursos formales sutilmente llevados: una reiteración en cada nuevo paso del lema inicial, que comunica al poema una unidad compacta y cerrada; y el uso del metro endecasílabo, que alarga el tiempo del verso, y contribuye así a acentuar la profunda serenidad que se desprende de su lectura.
Naturalmente, los recursos formales no lo son todo, aunque en un poema no cabe una separación estricta entre forma y contenido. De hecho, ambos acaban siendo parte de lo mismo. Digamos, pues, que en este poema la palabra alcanza una expresión religiosa honda, sin duda bella, reflejo de un momento inspirado en el cual el creyente que era el P. Guervós acertó a decir y a decirse ejemplarmente su estado de ánimo ante el final que comenzaba a anunciarse.
Por esta razón podemos nosotros leer ahora, por nuestra cuenta, el poema. Pues asomarse al fondo de la vida o sentirse penetrados de su misterio no es privilegio de los poetas: es la posibilidad de toda conciencia reflexiva. Buscar a Dios, sentir su cercanía, temblar por su silencio o rezarle esperanzado es el aire que el alma creyente va respirando a cada paso. El privilegio del poeta es de otro orden. El poeta habita el mundo de la palabra. En lucha con ella o ante ella rendido, se le concede decir de manera nueva el misterio de Dios y de la vida, y su palabra puede adquirir por ello para sus lectores el valor ejemplar de un arquetipo. Por eso, repito, leemos sus poemas. Porque en ellos nosotros podemos intuir lo inefable expresado en sus versos, y hasta descifrar algo de nuestra propia experiencia personal, que nunca es para nosotros mismos del todo transparente, ni acertamos a decirla nunca del todo. El valor ejemplar de este Salmo de mi serenidad no reside sólo en ofrecer una bella meditación sobre la muerte. Es eso, por supuesto, pero su lectura puede ayudarnos al mismo tiempo a ir elaborando nuestra palabra interior, personal e inexcusable, ante la experiencia diaria de la muerte y el ocaso o el anuncio del final de nuestra propia vida.
Me gustaría destacar, para concluir, la profundidad religiosa que aquí se transmite. Sobre la primera confesión de un encuentro transformador con la mano “humana” del Señor, que centra la condición cristiana de tal experiencia, el recuerdo de la vida y del tiempo transcurrido va desvelando, en oleadas sucesivas, la raíz profunda de la fe: ese encuentro lleva a experimentar la vida entera, no un momento de la misma, no una dimensión particular, como debida a otro. Sentirse “engendrado” a la vida y a la fe señala el comienzo de una verdadera relación religiosa con Dios. Es entonces cuando podemos nombrar a Dios, y dirigirnos a él en un diálogo y en una oración que nos devuelve a nosotros mismos nuestra realidad humana transformada. Tal es el itinerario seguido en el poema. “Dejar la vida” y aceptar un final, como condición del destino humano, son formas de decir la fe desde la oscuridad de esta vida, nunca del todo iluminada. Pero el creyente sabe también que, en realidad y al mismo tiempo y a pesar de todo, hacia donde de verdad camina es hacia el encuentro definitivo con la Vida, por la que ha sido una vez engendrado y a la que sigue estando llamado incluso más allá de su muerte:
Todo sabe acabar. Todo sabe entregarse
como si todo fuera camino de la vida...
(Meditación ante el otoño, 1953)
Transcripción del poema
HACIA EL ENCUENTRO
(Salmo de mi serenidad)
I
Cada día, Señor, es un regalo.
Un don divino de tu mano “humana”.
La que dio luz a tantos ojos ciegos,
cuando su noche oscura iluminaba.
La que dio savia nueva a los tullidos
y acarició la arena de la playa.
La que partía el pan. La que una tarde
quedó inmóvil, sangrienta y enclavada.
La que volvió a nosotros de la muerte,
para cambiar la angustia en esperanza,
y a Tomás enraizó su fe dudosa,
cuando “tocó” la palma taladrada...
La que siento en mis hombros cada día:
¡el dulce peso de tu mano “humana”!
II
Cada día, Señor, ya es un regalo:
un regalo a mi vida y a mi alma.
En mi tierra se va muriendo el sol
y en mi espíritu nace la alborada.
Quiero ya estar un poco “al otro lado”;
sin cadenas, con fe, sin añoranzas...
Lo que viví fue hermoso.. Hazme sentir
que será mucho más lo que me aguarda.
Hay que dejar...¿Dejar? Quiero olvidarme
de que existe siquiera esa palabra.
¿Dejar la vida? ¡No¡ ¡Encontrar la Vida!:
¡cambiar la noche oscura por el alba!
III
Cada día, Señor, ya es un regalo...
Por el río, hacia el mar, voy en mi barca.
No tengo remos, ni timón, ni vela:
tan solo la corriente es la que manda.
Nadie detiene el río, nadie puede
parar su ritmo, ni dormir sus aguas.
Es imposible pretender hacerlo;
como aire entre las manos, ¡se me escapa!
Lejana ya la fuente, cerca el mar:
cada vez más ayer, menos mañana.
Y tranquilo, sabiendo que Tú guías,
por el río -hacia el mar- voy en tu barca.
IV
Cada día, Señor, ya es un regalo:
una paz expectante y sosegada...
La mar brava de ayer, casi dormida,
la sangre roja y joven...casi blanca.
La furia de mis ansias y ambiciones,
si alguna vez rugió, ¡ya está domada!
¿Estoy en paz...contigo? No lo sé.
Conmigo, sí. Con fe y con esperanza
de que el amor inmenso que te tengo
encontrará el Amor con que me amas.
Qué importa nada si, al final, la muerte
es la vida de nuevo recobrada.
Si, al cerrarse, mis ojos ven tu luz
llenándome de soles la mirada.
Y si el “fin” es “principio”, ¡qué alegría
saber que aquello empieza si esto acaba!
V
Cada día, Señor, Tú me renaces.
Cada hora, Señor, me la regalas...
¿Cuánta aceite, Señor, queda en mi alcuza?
¿Cuánta arena en la orilla de mi playa?
¿Cuánto brillo en mis ojos? ¿Cuánta luz?
¿Cuánto sol rojo, cuánta luna blanca...?
Pregunto y ... no me importa la respuesta...
Es por hablar contigo...Las palabras
se quedan en el aire...Tú las oyes.
Es por hablar contigo: ¡alma con alma!
Te presiento más cerca, más amigo;
me estremece una dulce confianza.
Me siento desterrado del destierro,
mas dentro de tu amor, ¡y eso me basta!
Cada minuto más, ya es un regalo...
Tú eres mi luz, mi fin y mi esperanza.
Y por eso, feliz, hacia el encuentro,
por el río -hacia el mar- voy en tu barca...
En mi celda de San Pablo, 2 octubre de 1.987
[1] Horacio, Epistola ad Pisones, 64 y 68.
[2] En sentido figurado, escotoma (literalmente, mancha ciega en el campo visual) indica un área de la realidad que es ignorada por el paciente, que la mantiene fuera de su conciencia. Se me permitirá extender su sentido metafórico para designar una situación colectiva y no ya individual.
[3] Cf. José Mª Guervós Hoyos, OP, Obra poética. Edición e introducción de Bernardo Fueyo Suárez (Salamanca, San Esteban, 2003). Sólo la extensión de su obra y la necesidad de realizar una selección explican que haya podido pasarlo por alto.
[4] Tal es la formulación tradicional, que el P. Guervós repite de memoria. La expresión original de San Juan de la Cruz es: “a la tarde te examinarán en el amor” (Obras Completas, Madrid, Edit. de Espiritualidad, 5ª edic., 1993, 101).
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