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En la Capilla Paulina del Palacio Apostólico.el Papa Benedicto XVI presidió hoy la Santa Misa, en la que participaron los miembros de la Comisión Teológica Internacional, reunida en estos días en el Vaticano para su sesión plenaria anual. El Papa, dando una vez más el ejemplo, celebró la Santa Misa ad orientem y pronunció una fuerte homilía en la que hizo una severa crítica a la teología contemporánea.
El verdadero teólogo es aquel que no cede a la tentación de medir con la propia inteligencia el misterio de Dios, con frecuencia vaciando de sentido la figura de Cristo. Es aquel que tiene conciencia de la propia limitación, como lo fueron muchos grandes santos reconocidos también como grandes maestros.
En cambio, el prototipo del teólogo presuntuoso que estudia la Sagrada Escritura como ciertos científicos estudian la naturaleza – es decir, con una frialdad académica que pretende hacer una vivisección del misterio e ignora la chispa de lo trascendente – el Papa lo reconoce en los antiguos escribas que indican a los Magos el camino hacia Belén. Para ellos, se trata de un conocimiento académico que no afecta su vida. Ellos, observa, son “grandes especialistas que pueden decir dónde nace el Mesías” pero “no se sienten invitados a ir”. La noticia “no toca su vida, permanecen fuera. Pueden dar información pero la información no se convierte en formación para la propia vida”.
“Y así, también en nuestro tiempo, en los últimos doscientos años, observamos lo mismo. Hay grandes eruditos, grandes especialistas, grandes teólogos, maestros de la fe que nos han enseñado muchas cosas. Han penetrado en los detalles de la Sagrada Escritura, de la historia de la salvación. Pero no han podido ver el misterio mismo, el verdadero núcleo: que éste Jesús era realmente el Hijo de Dios, que el Dios trinitario entra en nuestra historia, en un determinado momento histórico, siendo un hombre como nosotros”. “Se podrían enumerar con facilidad los grandes nombres de la historia de la teología de estos doscientos años, de los cuales hemos aprendido mucho pero que no han abierto los ojos de su corazón al misterio”.
El Papa se refirió a “un modo de usar la razón que es autónomo, que se pone por encima de Dios, en toda la gama de las ciencias, comenzando por las ciencias naturales donde un método que se adopta para la investigación de la materia debe ser universalizado: en este método, Dios no entra, por lo tanto, Dios no existe”. Y fue aún más severo con cierta teología que mortifica lo divino y de la cual explica sus defectos con una eficaz imagen:
“Se pesca en las aguas de la Sagrada Escritura con una red que permite sólo una cierta medida para los peces, y todo aquello que está más allá de esta medida no entra en la red y, por lo tanto, no puede existir. Y así, el gran misterio de Jesús, del Hijo hecho hombre, se reduce a un Jesús histórico, realmente una figura trágica, un fantasma sin carne y hueso, uno que ha quedado en el sepulcro, está corrompido, es realmente un muerto”. Se trata de un método que “sabe pescar ciertos peces pero excluye el gran misterio porque el hombre se hace él mismo la medida y tiene esta soberbia que, al mismo tiempo, es una gran necedad, que absolutiza ciertos métodos que no son aptos para las grandes realidades (…) Es la especialización que ve todo los detalles pero ya no ve la totalidad”.
La historia de la Iglesia, sin embargo, está repleta de hombres y mujeres capaces de reconocer su pequeñez frente a la grandeza de Dios, capaces de humildad y de llegar a la verdad. Y de esta larga lista, Benedicto XVI cita algunos nombres:
“Desde Bernadette Soubirous a Santa Teresa de Lisieux, con una nueva lectura de la Sagrada Escritura, no científica, sino entrando en el corazón de la Sagrada Escritura, hasta los santos y beatos de nuestro tiempo: sor Bakhita, madre Teresa, Damián de Veuster. Podríamos nombrar muchos”. “A los pies de la cruz está la Virgen, la humilde esclava de Dios y la gran mujer iluminada por Dios. Y está también Juan, pescador del lago de Galilea, aquel Juan que la Iglesia llamará justamente ‘el teólogo’. Porque realmente ha sabido ver el misterio de Dios y anunciarlo. Con ojos de águila entró en la luz inaccesible del misterio divino. Así también, después de su resurrección, el Señor, en el camino hacia Damasco, toca el corazón de Saulo, que es uno de los sabios que no ven. Él mismo, en la primera carta a Timoteo, se llama ignorante en aquel tiempo a pesar de su ciencia. Pero el Resucitado lo toca. Se queda ciego y se convierte realmente en alguien que ve. Comienza a ver. El gran sabio se hace pequeño y precisamente así ve la necedad de Dios que es sabiduría, sabiduría más grande que todas las sabidurías humanas”.
“En este momento – afirmó el Papa - queremos rezar para que el Señor nos dé esta humildad verdadera. Que nos conceda la gracia de ser pequeños para poder ser realmente sabios. Que nos ilumine y nos haga ver su misterio del gozo del Espíritu Santo, que nos ayude a ser verdaderos teólogos que pueden anunciar su misterio porque hemos sido tocados en la profundidad de nuestro corazón y de nuestra existencia”.
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