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Si Cristo era poeta


He dicho de Cristo que es un poeta. Es cierto. Shelley y Sófocles le hacen compañía. Pero su vida toda es también la más admirable de las poesías.

Si se trata de “compasión y terror” no se encontrar nada comparable en todo el ciclo de las tragedias griegas [...] Ni en Esquilo ni en el Dante, esos graves maestros de la ternura, ni en Shakespeare, el más puramente humano de todos los grandes artistas, ni en todos los mitos y leyendas celtas, donde la belleza del mundo se revela a través de una neblina de lágrimas, y en donde la vida de un hombre no es más que la vida de una flor, no hay nada que pueda compararse con la pura sencillez del “pathos” unido en nupcias a una sublimidad de trágico efecto, como lo es el último acto de la pasión de Cristo.

La pequeña cena con sus compañeros, uno de los cuales ya lo ha vendido por un precio; la angustia en el sereno jardín iluminado por la luna; el falso amigo que se acerca para traicionarlo con un beso; el amigo que aún creía en él, y sobre el cual, como sobre una roca, el había pensado edificar una casa para refugio del Hombre, que lo niega mientras un pájaro anuncia el amanecer; su extrema soledad, su sumisión, su aceptación de todo; y junto con esto esas otras escenas tales como la del alto sacerdote de la ortodoxia airosamente arranc ndose las vestiduras, y el magistrado de la justicia civil pidiendo agua con la ilusa esperanza de lavarse de aquella mancha de sangre inocente que lo convirtió en la figura escarlata de la historia; la ceremonia de la coronación de sus penas, una de las cosas más admirables que haya sucedido desde que el tiempo lleva registros; la crucifixión de Un Inocente ante los ojos de su madre y del discípulo a quien el amaba; los soldados tahúres echando a suertes su ropa; la terrible muerte por la que entregó al mundo su símbolo más eterno; y finalmente su entierro en la tumba de un hombre rico, su cuerpo envuelto en lino egipcio, perfumado con costosas especies y lujosos perfumes como si hubiera sido el hijo de un rey [...].

Y sin embargo toda la vida de Cristo -tanto pueden confundirse la belleza y la piedad en sus sentidos y manifestaciones- es en realidad un idilio, aunque termina con la rasgadura del velo del templo y las tinieblas que se abaten sobre la cara de la tierra, y la piedra corrida a la puerta del sepulcro. Uno siempre piensa en El como un joven novio con sus compañeros, como en efecto, El mismo se describe; como un pastor que pasea por un valle con sus ovejas a la búsqueda de un campo verde o un fresco arroyo; como un cantor tratando de construir con su música las paredes de la Ciudad de Dios; o como un amante para quien el amor del mundo entero era demasiado poco. Sus milagros me parecen tan exquisitos como el alborear de la primavera -y así de naturales. No hay ninguna dificultad en creer que tal era el encanto de su personalidad que su sola presencia podía traer paz a las almas angustiadas, y que aquellos que le tocaban la túnica o sus manos, olvidaban su dolor; o que mientras pasaba por el camino de la vida la gente que no había visto nada del misterio de la vida, de repente lo veían claramente, y otros que habían sido sordos a todas las voces, salvo a la del placer, oían por primera vez la voz del amor y la encontraban “tan musical como el laúd de Apolo”; o que las maléficas pasiones huían ante su proximidad, y que hombres como muertos en sus tediosas vidas sin imaginación como que resucitaban de sus tumbas cuando El las llamaba; o que cuando les enseñaba desde la altura de las sierras, las multitudes se olvidaban de su hambre, de su sed y de las preocupaciones de este mundo, y que cuando sus amigos lo escuchaban mientras comían, la ruda carne les parecía delicada, y el agua tenía el gusto del vino, y toda la casa se llenaba del perfume y la dulzura del nardo.

Oscar Wilde

(De Profundis, London, Methuen & Co., 1913, p. 73 et seq.)

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