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Apocalipsis, o el libro de la perseverancia

Fuente: Imdosoc


Ediciones San Juan publica una nueva traducción del Apocalipsis de san Juan, comentado por Hans Urs von Balthasar y con meditaciones de Adrienne von Speyr.

Von Balthasar, teólogo que ha influido mucho en el Papa, alerta frente a interpretaciones esotéricas y visiones que reducen el Apocalipsis a «un libro del sufrimiento» de la Iglesia, y subraya el mensaje de que lo que de verdad preocupa a Dios es la perseverancia de su Iglesia en la fe y en las obras. Éste es un extracto de sus comentarios:

El libro conclusivo de la Biblia, que es y permanece misterio, ha cautivado, de un modo nuevo, todas las épocas de la historia de la Iglesia. El libro es mucho más que la simple descripción de tres series de plagas, de las tres formas del mal y de la caída de Babilonia. Más bien, la constante alternancia y, si vemos más detenidamente, la íntima relación entre lo que sucede en el cielo y lo que sucede en la tierra es algo muy significativo y decisivo para su composición. En verdad, podemos incluso afirmar que ambos eventos se pertenecen mutuamente y que describen un único acontecimiento litúrgico.

Se ha tenido muy poco en cuenta que las tres series de siete castigos que se precipitan sobre el mundo están íntimamente vinculadas con la liturgia celeste. Ésta nunca se celebra según un sentimiento de venganza o de mera satisfacción, sino que en y detrás de ella se oculta el amor. La ira de Dios significa en el Antiguo y, definitivamente, en el Nuevo Testamento esa determinación y resolución perfecta del amor divino que no puede ni quiere hacer ninguna clase de compromiso con todo lo que contradice a su fuego purísimo. El mal, que ha corroído y se ha incrustado en el corazón de los hombres, debe ser extraído de ese corazón cueste lo que cueste y debe ser arrojado fuera del mundo.

Esto nos dice, por último, que el Apocalipsis sólo puede ser leído e interpretado a la luz de toda la buena nueva de Cristo. Pero muy bien puede ser que este libro haya sido incluido como conclusión de la Sagrada Escritura para que no creamos que ya sabemos qué es el amor y que podemos medir el fuego del amor de Dios según nuestras mediocres chispitas terrenas.

Las imágenes del Apocalipsis, en cuanto representan juicios sobre el mundo, deberían conducirnos más bien a un silencio respetuoso ante el amor de Dios, que hacia toda clase de acertijos enigmáticos sobre números cifrados. Ni la estrella que se llama Ajenjo, que hace que las aguas se vuelvan amargas, es determinable astronómicamente, ni el calor que abrasa a los hombres tiene algo que ver con las bombas atómicas. Las imágenes son símbolos del Dios siempre más grande y tienen una fuerza para evocar más allá de sí mismas superior a nuestras palabras, que nosotros siempre encerramos en nuestra propia finitud. No le quitemos al Cordero el libro sellado para romper por nosotros mismos sus sellos, dejémoslo en las manos del Cordero, que es el único que no sólo puede interpretar la historia universal en su totalidad sino, en ella, la historia de cada uno de nosotros: en su propia Luz.

En el Apocalipsis, el cristiano debe mirar a los ojos, con realismo, el hecho de que se encuentra en medio de una contraposición de fuerzas que lo superan: entre cielo e infierno, pero que esa lucha no se agita simplemente por encima de su cabeza, de modo que él pudiera esperar, permaneciendo neutral, el resultado final. Sino que, por el contrario, el cristiano ha de ser consciente de que su decisión es exigida y esperada. Si se decide por Dios, entonces Él le incorporará en su victoria, que gana luchando en Jesucristo. De este modo, las palabras de adiós de Jesús, en el evangelio según san Juan, también concluyen con el doble realismo del Apocalipsis: angustia frente a los poderes superiores y prepotentes del mundo, pero también paz y consuelo en que el poder del Cordero ya los ha aniquilado. «Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz. En el mundo sufriréis tribulaciones, pero ¡ánimo, coraje! Yo he vencido al mundo» (Juan 16, 33).

Hans Urs von Balthasar
Fuente: Alfa y Omega

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