Macroeventos católicos
Dialogoo tipico, ponga usted ojo y atencion (nota del Gato editor)
–¿O sea que es usted contrario a peregrinaciones y grandes encuentros católicos?–¿Pero usted sabe leer? Lea de nuevo, por favor, lo que he escrito, y procure enterarse de lo que digo. [¡Qué hombre, éste! Qué castigo].
Merece la pena considerar el fenómeno, relativamente nuevo en la Iglesia católica, de los macro-eventos eclesiales. Siempre los ha habido en la historia de la Iglesia –los Años santos jubilares, por ejemplo–, pero son cada vez más numerosos en los últimos decenios, entre otras cosas porque actualmente hay una facilidad para los viajes que antiguamente no había.
Los ritos sacramentales de la penitencia, por ejemplo, tardaron muchos siglos en alcanzar una estabilidad durable y universal. Eso no significa que al principio su celebración fuera mala, errónea, equivocada: en absoluto. Eso significa que no sólamente en la doctrina, sino también en las formas disciplinares y celebrativas va concediendo Dios a su Iglesia un desarrollo perfectivo: «el Espíritu de la verdad os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,13). No tiene, pues, que extrañarnos que grandes celebraciones, como las Jornadas Mundiales de la Juventud, relativamente recientes, sean llevadas por Dios hacia formas cada vez más perfectas. Con un ejemplo:
¿Es posible celebrar la Eucaristía en forma ordenada y discreta con un millón o dos de participantes? Algunos hay que lo ven muy difícil, si se piensa especialmente en la distribución de la comunión. ¿Sería cosa de reconsiderar si es conveniente enmarcar en la Misa unas asambleas tan enormemente numerosas? En Religión en libertadMotu proprio esta cuestión. Y no tenemos por qué considerar sus proposiciones como piarum aurium offensivi (ofensivas a los oídos piadosos). «Hágase todo con orden y discreción», decía San Pablo sobre las asambleas cristianas (1Cor 14,40). Con la ayuda de Dios, busquemos en todo crecer en la perfección evangélica personal y eclesial. examinaba recientemente
Los grandes Encuentros católicos son de suyo santos y santificantes. Parto de ese convencimiento. El mismo hecho de que a veces –como los Años Santos, los Congresos Eucarísticos, las Jornadas Mundiales de la Juventud, ciertas Peregrinaciones y Marchas, etc.– sean organizados por la Santa Sede o por los Obispos de una nación, y estén incluso a veces unidos a la Indulgencia plenaria, ya debe hacernos pensar que son de Dios. Pero además, «por sus frutos los conoceréis». Cuántas veces, con ocasión de estos grandes encuentros nacionales o mundiales, tantos bautizados alejados de la Iglesia han vuelto a ello, no pocos se han confesado después de años de no hacerlo, muchos han acrecentado su amor a Cristo y a la Iglesia, han fortalecido su impulso apostólico, y en no pocos casos, concretamente en los jóvenes, han reconocido finalmente la llamada que el Señor les venía haciendo a la vida sacerdotal, religiosa, misionera, matrimonial. Bendigamos al Señor.
Sabido es, sin embargo, que algunos ven hoy con cierta reticencia, y a veces con rechazo, estos macro-encuentros, especialmente cuando exigen a cientos de miles de católicos, sobre todo jóvenes, viajes muy caros a lugares muy lejanos durante muchos días. La mayoría de los fieles católicos es gente modesta, que no puede permitirse esos gastos. Arguyen quienes así piensan que si en trescientas catedrales de la cristiandad, con buenas pantallas de televisión, se reunieran al mismo tiempo en cada una 5.000 fieles, el fruto espiritual que obtendría ese millón y medio de católicos reunidos en Cristo, sería semejante o probablemente mayor; y el gasto en días y en dinero mucho menor.
Ya los Santos Padres, que recomendaron las peregrinaciones, señalaron que no eran esenciales, ni a veces convenientes, para la vida cristiana. En Israel era un precepto la peregrinación al Templo. Pero el culto de la Iglesia, siendo en espíritu y en verdad, no se ve ligado a un lugar concreto, Jerusalén o el Garitzim (cf. Juan 4,21-23). Aunque muchos Padres aconsejaron las peregrinaciones –a veces eran mandadas como penitencia o cumplidas por voto–, no faltaron los que en ese alejamiento temporal, a veces prolongado, del marco de vida habitual –la esposa o el esposo, los padres, los hijos, el trabajo, la parroquia– más veían peligros y tentaciones, que ocasiones propicias para la santificación. San Gregorio de Nisa (+394) exhortaba a dejar en paz el cuerpo, y a peregrinar espiritualmente hacia el Señor, sin viajar de Capadocia a Palestina (Epistola 2,18). San Jerónimo (+420), tan enamorado de Tierra Santa, recordaba que San «Antonio y todos sus monjes… no visitaron Jerusalén, y sin embargo se les abrieron las puertas del paraíso» (Ep.58,2). Las reticencias de hoy van a veces por ese lado, pero hay otro que me parece más importante:
Lo que en esos macro-eventos exige una reconsideración es el modo en que se realizan, o al menos algunos de sus modos habituales. Por eso, dada la importancia que van cobrando en la vida de la Iglesia, creo yo que merecen una reflexión atenta. Aunque la verdad es que siempre se están re-considerando, pues cada vez que se organiza un gran encuentro nuevo, se procura corregir y mejorar los anteriores. Y por otra parte, como es obvio, no es posible hacer juicios valorativos generales sobre estos grandes encuentros, porque se han celebrado ya muchos, y cada uno ha tenido su modo y estilo propios. Pero sí es posible y conveniente hacer sobre ellos algunas observaciones.
1.– La complejidad organizativa. Un ramalazo de semipelagianismo, infiltrado en la organización de estos eventos, puede llevar a una extrema complejidad organizativa de los mismos, a gastos económicos enormes, y a la exigencia de invertir en ellos el trabajo de no pocas personas y comisiones de trabajo durante muchos meses o años. Así lo indicaba yo hace poco:
«No es tanto la riqueza de medios lo que nos asusta, sino la confianza que vemos puesta en ellos. ¿Querrá obrar allí el Señor muchas conversiones?… Ya lo dijo Horacio, en carta a los Pisones: Parturient montes, nascetur ridiculus mus (parieron los montes, y nació un ridículo ratón)… Para un encuentro juvenil interdiocesano, por ejemplo –exagero un poco–, cinco comisiones preparan durante varios meses cuatro sedes distintas, alternativas, en las que se ofrecen catorce talleres opcionales, para los cuales se compromete a dos cantautores, cinco Obispos y trece conferenciantes notables –eran quince, pero fallaron dos–, se editan carteles grandes, medianos y trípticos, y dos CDs, se instalan pantallas gigantes, se contrata publicidad en paneles públicos, radio y televisión, etc. La comisión de economía tiene notable importancia en la preparación del Evento…» (Reforma o apostasía [59]).
Ya ven por donde voy, así que no me alargo. Por otra parte, es un tema sobre el que ya he insistido mucho, y no es cuestión de cansar a los lectores. El primer libro que yo escribí se titulaba Pobreza y pastoral (Verbo Divino, Estella 1968, 2ª ed., 298 pgs.). Su III parte se titulaba «Dios quiere que el pastor y los medios pastorales sean pobres». Pensando ahora en estos grandes Encuentros, no pretendo que volvamos a los evangélicos encuentros de Cristo con las muchedumbres en un valle, sentados en la hierba; aunque en ocasiones estarían muy bien. Pero sí parece hoy conveniente indicar la tentación de ciertos excesos. Como decía Santa Teresa, «en todo es menester discreción» (Vida 13,1). Algo así señalaba yo hace unos meses:
En la mentalidad semipelagiana, hoy prepotente, se piensa de hecho que «es mejor la riqueza de medios; hay que ser realistas: cuanto más pueda fortalecerse la parte humana, que co-labora con la gracia de Dios, tanto más crece el Reino en las personas y en el mundo. Revista informativa carísima de un instituto o grupo cristiano, con estadísticas apabullantes. Liturgia con globitos, pantallas gigantes, danzas y cantautores. Evento juvenil cristiano, al modo de macro-maxi-hiper-super-show profano, etc. Cuanto más y mejor, mejor» (Reforma o apostasía [65]).
2.–La multiplicidad innumerable de eventos llega a resultar en ocasiones problemática. Entia non sunt multiplicanda sine necessitate: no deben multiplicarse los entes sin necesidad. Yo conozco jóvenes católicos y apostólicos que se apuntan a congresos eucarísticos, canonizaciones, encuentros nacionales e internacionales, consagración de un Obispo, Centenarios de diversas obras e instituciones y fechas notables, celebraciones relacionadas con al Año-de o con el Día-de, etc. Como suele decirse, se apuntarían a un bombardeo. El calendario religioso de estas personas y grupos parece estar formado más que por el Año litúrgico, por la sucesión interminable de grandes eventos cada año: diocesanos, nacionales o internacionales. Calculo yo que un mes de los doce del año, sumando todas las salidas, algunos de estos jóvenes más entusiastas y fervorosos están de viajes apostólicos. Como es lógico, ese estilo de vida no favorece en ellos la oración ni la formación doctrinal y espiritual.
Y algo semejante habría que decir, con perdón, de los señores Obispos. Lo digo ahora que no nos oye nadie: ¡qué agendas tienen a veces nuestros Obispos! Alguno de ellos, amigo mío, me ha leído sus próximos itinerarios –todos realizados por caridad pastoral, no por gusto o por figurar– y a uno se le parte el corazón: son mártires del coche, del avión, del teléfono y de cien compromisos. Algunos se pasan media vida en la carretera, volando o en reuniones lejanas. Y los motivos de todo este enorme ajetreo son siempre santos, necesarios, ineludibles. ¿Siempre?…
El ora et labora de la Orden Benedictina, la que más forma ha dado a la Iglesia latina y a la cultura cristiana de Europa, va unido al voto de estabilidad, sin el cual es muy difícil vivir la vida de oración y el trabajo ordinario de cada día, que en los jóvenes exige estudio, aprendizajes, entrega diaria perseverante, en los Obispos y presbíteros «dedicación a la oración [al estudio] y al ministerio de la Palabra» (Hch 6,4), y en todos los cristianos, etc. etc. Ya lo entienden: el camino de perfección cristiana exige –cuando es posible, claro, y en la medida en que Dios lo dé– estabilidad, vida ordenada, seguimiento diario del Año litúrgico, proporción habitual armoniosa entre la acción y la contemplación, aceptando algunas excepciones que son excepcionales, pero que no acaban por imponerse de hecho como la forma vitæ habitual.
3.–La adulación del hombre, concretamente de los jóvenes, cuando de encuentros juveniles se trata, es cosa muy mala. Es una peste. Con más fe en el pecado original, con menos mentalidad semipelagiana o pelagiana, no se adularía al hombre como a veces se hace, no se producirían tantas declaraciones necias: «yo creo en el hombre» –o en la juventud, o en la mujer, o en el obrero, o en el pueblo de tal nación, etc.–.
«Uno cree que la clave de la renovación del mundo está en “la juventud”, otro en “la mujer” –el mundo sólo puede salvarse haciéndose más femenino–, otro en “los obreros”… Parece imposible en creyentes. Sin Cristo Salvador, todos los hombres estamos destrozados, débiles, enfermos de muerte, cautivos del diablo y de su mundo: todos, los jóvenes y los viejos, los varones y las mujeres, los ricos y los pobres, los socialistas, los conservadores y los centristas. Todos estamos obligados a confesar con San Pablo: “no sé lo que hago… pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… es el pecado que mora en mí” (Rm 7,14-25). Ninguno tiene remedio sin la gracia de Cristo: “por gracia hemos sido salvados” (Ef 2,5)» (Reforma o apostasía [59]).
Algunas palabras que a veces se pronuncian en forma explícita o implícita en algunos macro-encuentros son distintas de las de Cristo, que bajó del cielo para buscar a los pecadores. Él siempre que predicaba llamaba a conversión: «Yo os lo aseguro: si no os convertís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). Todos: obreros, científicos, madres de familia, sacerdotes y religiosos, jubilados, y también los jóvenes. Éstos concretamente, los jóvenes, sin conversión profunda, virtudes, sacramentos y demás, serán peores que sus padres. Que ya es decir.
4.–Ambiente religioso, centrado en Dios, no en el hombre. Hay grandes santuarios de la Iglesia, en los que se respira a Dios y a la Virgen a pleno pulmón. Son lugares sagrados de encuentro con el Señor, santos y santificantes, en los que se halla una profundidad serena y una dignidad y belleza, que sólo se alcanzan con fidelidad a una larga tradición y mucha humildad. Todo allí está centrado en Dios, en la Virgen, en el Santo del lugar que se venera. Todo son oraciones, hechas de rodillas con frecuencia, cantos populares que todos conocen y pueden cantar unánimes, ofrendas de penitencias, formulación de votos, confesiones, Misas, procesiones, alguna prédica, Via crucis, largos tiempos silenciosos de adoración del Santísimo Sacramento…
¿Qué pinta ahí [acepción recogida en el DRAE] un señor lanzando al aire y recogiendo en círculo una serie de sombreros? ¿Qué pinta aquí un joven religioso, vestido para la ocasión con su hábito, dando un recital de mímica? ¿Qué pinta allá, en un escenario super-espectacular, casi a oscuras, bajo una columna impresionante de luz, este cantautor o aquella cantautora de renombre internacional?… Por una parte, esos jóvenes y adultos ya tienen todo eso en los cien países de donde proceden. No han venido al macro-evento eclesial a buscar eso. Y por otra parte, non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini tuo da gloriam: no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre sea dada la gloria (Sal 113b,1).
5.–Tradición y creatividad. Lo que en un Encuentro internacional o mundial se hace, en cuanto a modos de celebraciones y demás, puede tener una repercusión enorme, para bien o para mal. Si, por ejemplo, una bella danzarina realiza sus devotas evoluciones ante la sagrada Presencia eucarística, interponiendo su atractiva figura entre el Santísimo y la inmensa muchedumbre de adoradores, este grave error puede difundirse como una epidemia a las Iglesias locales católicas de innumerables países. Algunos habrá que rechacen el «invento», pero otros se mostrarán encantados con esta «moderna renovación» del culto eucarístico, y se dirán: «Si eso se hizo en una magna reunión, presidida por el Papa, será que está bien hecho».
Y está muy mal hecho. A no pocos nos repatea (DRAE, repatear: «fastidiar, desagradar mucho»). Quizá la Comisión Organizadora del Macro-evento ignora que ese tiempo de adoración es una magna acción litúrgica, que debe regirse por el Ritual del Culto a la Eucaristía fuera de la Misa, aunque la singularidad excepcional de la ocasión pueda aconsejar algunas variantes. Pero nunca ha de interponerse entre el Santísimo expuesto y la gran muchedumbre de fieles y los millones de televidentes la imagen de una joven bailando ante la Eucaristía y ante un enorme número de adoradores. ¿Qué pinta ahí esa bailarina? Que la retiren cuanto antes. ¿No se ve el peligro de que más que ayudar a contemplar al Señor lo oculte en parte? ¿O se estima que un tiempo largo de adoración va a ser aburrido para los asistentes y que hay que estimularlos con algunas distracciones agradables? Las distracciones distraen. «Contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (Sal 33,6).
No debe la Iglesia local encargada de preparar el encuentro aprovechar la ocasión para dar rienda suelta a la creatividad de alguno de los suyos, introduciendo, por ejemplo, el aludido caso de la joven danzando ante el Santísimo. Es verdad que en algunos lugares, en ocasiones especialmente solemnes, hay tradición de bailar ante la Eucaristía, como el baile de los Seises en Sevilla y en otras Iglesias. Pero se trata siempre de bailes elegantes y sobrios, con formas tradicionales establecidas, y que no dan ocasión al lucimiento individual de ningún danzante.
Los macro-encuentros cristianos internacionales son mucho más lugar de tradición que de creatividad. Así lo entienden, por ejemplo, en el santuario de Lourdes. Ciertas oraciones principales convendrá rezarlas en latín, reafirmando la universalidad de la Iglesia católica en todas las naciones y lenguas. Los cantos, concretamente, deben dar prioridad a piezas gregorianas o a canciones populares tan universales que pueden ser cantadas por la mayoría de los presentes al acto, cada uno en su lengua. Y convendrá quizá añadir alguna –unas pocas– canciones compuestas expresamente para el macro-evento. Pero que éstas prevalezcan sobre las otras es un grueso error de la comisión organizadora.
6.–La falta de pudor. San Pablo a los corintios les decía abiertamente «es ya público que entre vosotros reina la fornicación» (1Cor 5,1), porque ésa era la verdad y era urgente advertirles. De modo semejante, al menos en el ambiente del Occidente descristianizado, a no pocos jóvenes asistentes a grande eventos eclesiales habrá que decirles con toda claridad y fuerza: «es ya público que en la juventud católica actual reina el impudor». No me alargo sobre el tema porque ya sobre él he escrito bastante (Elogio del pudor, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2000), incluso en este mismo blog (ver en el Índice los números 10, 11 y 12).
La virtud del pudor, hoy tan ignorada y despreciada, es la hermana menor de la virtud de la castidad, y es difícil guardar ésta sin guardar aquélla. Resulta difícil de entender que en estas inmensas congregaciones de gente joven no se les inculque con más frecuencia y energía el evangelio del pudor cristiano, que no consiste solo en «no escandalizar», yendo un poquito mejor en el vestir que las personas mundanas, sino en manifestar al mundo un «nuevo modo de vestir», santo, bello y pobre, en el que se exprese con elocuencia que quien así viste se conoce a sí mismo, también a su cuerpo, como miembro del Cuerpo místico de Cristo y templo de la Santísima Trinidad. No sigo.
Bueno, sigo con una breve observación. Convendría que la Comisión Organizadora de estos macro-eventos juveniles, en la información y propaganda, tuviera a bien difundir el evangelio del pudor: «Vistan decentemente, por favor, que van a participar en un encuentro religioso con Cristo, presidido por el Papa». En fin, que no van ustedes a un safari, ni a la playa, ni a un macro-concierto de rock. Con ocasión de este gran encuentro, conviene que aprendan ustedes a vestir con pudor siempre y en todo lugar (cf. 1Pe 3,1-6).
7.–Los testimonios personales edificantes pueden ser convenientes en estos macroeventos. Pero habrán de hacerse con extremada mesura y discreción, sobre todo cuando se incluyen en encuentros enormes. Y conseguirlo en esas macro-circunstancias es muy difícil. He dejado esta última observación para el final, porque quizá sea la más discutible.
Sin duda que estos testimonios personales a veces pueden hacer y hacen mucho bien. Pero que un joven o un matrimonio se presenten ante un millón de espectadores presentes y varios cientos de millones de televidentes y radioyentes para dar su testimonio: «antes de encontrar a Cristo, yo era un crápula –sexo, droga, desesperación–, y en cambio ahora, después de hallarle», etc., no es lo mismo que hacerlo en una asociación de laicos o en una comunidad parroquial. Por lo menos ésa es mi opinión, que yo comparto, y muchos otros también.
Somos muchos los católicos que, con unos u otros matices, pensamos así. Somos muchos o pocos, quién lo sabe. Pero sí sabemos que la verdad no raras veces está reñida con el número, y que la verdad es verdadera sea afirmada por muchos o por pocos. Y también sabemos que en cuestiones puramente prudenciales como éstas, donde no está en juego nada doctrinal o disciplinar establecido por la Iglesia, hay ciertamente opiniones muy diversas, y a unos agrada y entusiasma lo que a otros nos desagrada y repatea. Pues que Dios nos bendiga a todos.
Pero es justo, equitativo y saludable que nuestros Obispos, sobre todo, tengan en cuenta lo que piensa y siente el pueblo fiel que Dios les ha encomendado, y consideren especialmente aquello que causa dolor, aunque sólo fuera en una parte pequeña de ese pueblo. Y tengo para mí que esa presunta minoría molestada es a veces una patente mayoría. Lo digo con un ejemplo: si tres amigos charlan en una habitación un atardecer de otoño, y uno de ellos se queja de frío y pide que se cierre la ventana, lo normal es que los otros dos, que estaban disfrutando del fresquito, la cierren, en atención a quien le duele y perjudica.
Algo semejante les pediríamos a los Obispos quienes así pensamos de algunos macroeventos eclesiales, seamos muchos o pocos: que se nos haga caso especialmente, porque nos da mucha pena que reuniones enormes donde hay tanto de bueno, vayan unidas a deficiencias considerables, como las señaladas, y que éstas persistan un encuentro tras otro.
Grandes encuentros excelentes se celebran hoy en no pocos grupos laicales. En ellos hay oración y Eucaristía, predicación, convivencia fraterna, pudor, pobreza, apostolado, marchas y juegos, cantos y alegría, confesiones y amistades nuevas, ratos largos de adoración eucarística… y muchas otras cosas buenas; en tanto que no se dan en ellos las deficiencias y originalidades negativas que he señalado. Neocatecumenales, Jóvenes para el Reino de Cristo, Grupo Loyola, Cruzada de Santa María y tantos otros, podrían dar de ello fe. Y podrían también dar fe de cómo consiguen participar haciendo muy bien todo, aunque sea dentro de un concreto macroevento eclesial no del todo bien planteado.
En los comentarios a este artículo convendría mucho que no todos fueran por el lado negativo –lado que ya está suficientemente señalado–, y que los más de ellos nos dieran «testimonios edificantes» de marchas y peregrinaciones, encuentros y campamentos, diocesanos, nacionales o internacionales, hechos como Dios manda.
José María Iraburu, sacerdote
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