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SERMÓN DEL CARDENAL NEWMAN: NO LO LLAMEN MAS EL GRAN DESCONOCIDO


John Henry Cardenal Newman

“No estáis en la carne, sino en el espíritu,

si es que el espíritu habita en vosotros”
Rom. VIII:9


Dios Hijo graciosamente se ha dignado revelar al Padre a sus creaturas—desde fuera; Dios Espíritu Santo, mediante comunicaciones interiores. ¿Quién puede comparar estas obras separadas de condescendencia, siendo que ambas dispensaciones están más allá de nuestro entendimiento? Sólo podemos adorar en silencio al Amor Infinito que nos rodea por doquier. El Hijo de Dios es llamado la Palabra, como que declara su gloria a través de toda la naturaleza creada, y cada partecita de la Creación no hace sino evidenciarla. Nos la ha regalado para que leamos en ella sus obras de bondad, santidad y sabiduría. El Verbo es la Viviente y Eterna Ley de Verdad y Perfección, la Imagen de los inaccesibles Atributos de Dios que los hombres siempre vieron en la faz del mundo como por atisbos, intuyendo que era soberano, pero incapaces de decir si se hallaban frente a una Regla fundamental y un Destino auto-subsistente, o el Fruto y Espejo de la Voluntad Divina. Así ha sido Él desde el comienzo, enviado graciosamente por el Padre para reflejar su gloria sobre todas las cosas—que son distintas de Él, a la vez que misteriosamente una sola cosa con Él; y en el tiempo oportuno, nos visitó con una misericordia infinitamente más profunda cuando para nuestra redención se humilló a Sí mismo para tomar sobre Sí nuestra naturaleza caída que originalmente había creado según su propia Imagen.
La condescendencia del Espíritu Santo es tan incomprensible como la del Hijo. Desde siempre ha sido la secreta Presencia de Dios en la Creación: una fuente de vida en medio del caos, extrayendo aquello que al principio era informe y vacuo para darle forma y orden, constituyéndose en la voz de la Verdad en el corazón de todos los seres racionales y acordándolos armoniosamente con las indicaciones de la Ley de Dios, dispuestas externamente para su bien. De aquí que Él es llamado especialmente el Espíritu “dador de Vida”; siendo (por así decirlo) el Alma de la naturaleza universal, el Vigor de todo hombre y toda bestia, la Guía de la fe, el Testigo que arguye contra todo pecado, la Luz interior de los patriarcas y de los profetas, la Gracia que mora en toda alma cristiana, y el Señor y Gobernador de la Iglesia. Por tanto, alabemos en todo tiempo al Padre Todopoderoso, que es la Fuente primera de toda perfección, en y juntamente con sus pares, el Hijo y el Espíritu, cuyas graciosas dispensaciones nos han sido dadas para ver “qué amor” nos ha mostrado el Padre (I Jn. III:1).
En esta fiesta me propongo, como apropiado que es, describir, siguiendo las Escrituras con la máxima fidelidad posible, el misericordioso oficio del Espíritu Santo para con nosotros los cristianos; y quiera Dios que pueda hacerlo con la sobriedad y reverencia que el tema exige.
Desde el comienzo el Espíritu Santo ha abogado en favor del hombre. Leemos en el libro del Génesis que, cuando la maldad comenzó a prevalecer antes del diluvio, el Señor dijo, “No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre” (Gén. VI:1) de donde se infiere que hasta entonces había combatido su corrupción. Nuevamente, cuando Dios quiso tomar para Sí a un pueblo en particular, plugo al Espíritu Santo permanecer especialmente presente para ellos. Nehemías dice: “Tú les diste también tu buen Espíritu para instruirlos” (Neh. IX:20) e Isaías “Ellos se rebelaron y contristaron su santo Espíritu” (Is. LXIII:10). Más todavía, se manifestó como la fuente de varios dones, intelectuales y extraordinarios, como se ve en los profetas y en otros. Así, en el tiempo en que se construía el Tabernáculo, el Señor llenó a Besalel “de espíritu divino, de sabiduría, inteligencia y maestría en toda clase de trabajos. Para inventar diseños y labrar el oro, la plata y el bronce; para grabar piedras de engaste, para tallar la madera y ejecutar cualquier otra obra” (Ex. XXXI:3-5). En otra oportunidad, cuando Moisés se encontraba oprimido por la tribulación, Dios Todopoderoso le garantizó que “tomaría del Espíritu” que estaba sobre él para ponerlo sobre setenta de los ancianos de Israel para que compartan con él la carga, “los cuales, cuando se posó sobre ellos el Espíritu, profetizaron” (Núm. XI:17, 25). Estos textos son suficientes para recordar muchos más en los que se hace referencia a los dones del Espíritu Santo en tiempos de la Alianza judía. Fueron grandes mercedes; y con todo, grandes como fueron, no son nada comparados con la sobresaliente excelencia de la gracia con que somos honrados los cristianos; aquel gran privilegio de recibirlo en nuestros corazones, no sólo los dones del Espíritu, sino su mismísima presencia—Él mismo, que establece su morada en nosotros, no figurada, sino realmente.
Cuando Nuestro Señor comenzó su Ministerio, se comportó como si fuera un mero hombre, necesitado de gracia, y recibió la unción del Espíritu Santo por nosotros. Se convirtió en el Cristo, o el Ungido, para que se viera que el Espíritu venía de Dios para pasar de Él a nosotros. Y de allí que el celestial Don no es llamado simplemente el Espíritu Santo, o el Espíritu de Dios, sino el Espíritu del Cristo, para que entendamos claramente que Él viene a nosotros de y en lugar de Cristo. Así, San Pablo dice: “Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Gál. IV:6); y Nuestro Señor sopló sobre sus Apóstoles diciendo “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. XX:22); y en otro lugar les dice, “Si Yo me voy, os lo enviaré” (Jn. XVI:7). De conformidad con esto, este “Espíritu Santo de la promesa” (Ef. I:13) es llamado “las arras de nuestra herencia” (I Cor. I:22), “el sello y las arras de un Salvador Invisible” (I Cor. V:5), siendo al presente el signo de Aquel que está ausente—o más bien, algo más que un signo, pues las arras no son mera prenda que nos será quitada cuando se cumpla enteramente lo prometido, como lo sería un distintivo o un signo, sino una cosa que constituye en sí misma un adelanto de lo que un día se nos dará plenamente.
Esto debe ser entendido claramente; pues parecería seguirse de lo que acabo de decir que el Paráclito que ha venido en lugar de Cristo se hubiera comprometido a venir en el mismo sentido en que Cristo vino; quiero decir que ha venido, no sólo mediante sus dones, o influencia, u operaciones, como sí lo hizo cuando vino a los profetas, pues en ese caso la partida de Cristo habría sido una pérdida, no una ganancia, y la presencia del Espíritu habría sido sólo una prenda, no las arras. Pero no: Él viene a nosotros como lo hizo Cristo, mediante una visita real y personal. No digo que podríamos haber inferido esto claramente por la simple fuerza de los textos citados precedentemente; pero como de hecho eso es exactamente lo que se nos revela en otros textos de la Escritura, vemos que se puede deducir legítimamente de los citados. Es posible ver que el Salvador, una vez que vino al mundo, nunca lo dejó para sufrir que las cosas fueran como antes de su primera venida; pues Él todavía está con nosotros, no mediante meros dones, sino mediante la substitución de Sí mismo por su Espíritu, y eso, tanto en la Iglesia como en las almas de cada cristiano.


Por ejemplo, San Pablo dice en el texto: “Vosotros no estáis en la carne sino en el espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Rom. VIII:9). Nuevamente, “Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu que habita en vosotros” (Rom. VIII:11). “¿O no sabéis acaso que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros?” (I Cor. VI:19), “Templo del Dios vivo somos nosotros, según aquello que dijo Dios: «Habitaré en ellos y andaré en medio de ellos; y Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo»” (II Cor. VI:16). El mismo Apóstol distingue claramente entre la habitación del Espíritu y sus actuales operaciones dentro nuestro, cuando dice que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom. V:5); y en otro lugar, “El mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu nuestro, de que somos hijos de Dios” (Rom. VIII:16).


Y aquí, antes de seguir, veamos qué evidencias se nos dispensan en estos textos acerca de la Divinidad del Espíritu Santo. ¿Quién puede estar simultánea y personalmente presente en cada cristiano sino Dios sólo? ¿Quién sino sólo Él, podía, no solamente gobernando invisiblemente a la Iglesia desde dentro (como San Miguel custodiaba al pueblo de Israel, o como otro ángel podría ser “el Príncipe de Persia”), sino también fijando su morada como uno y el mismo en muchos corazones distintos? Así es como cumple con las palabras de Nuestro Señor, de que era necesario que partiera; la presencia corporal de Cristo se hallaba confinada en el espacio pero ahora fue transformada mediante esta habitación espiritual multiplicada del Paráclito en nuestro interior. Esta consideración sugiere tanto la dignidad de nuestro Santificador, cuanto el infinito valor de su Oficio hacia nosotros.
Pero sigamos: el Espíritu Santo, he dicho, habita en el cuerpo y en el alma, como si fuera un templo. En verdad hay espíritus malignos que disponen de poder para poseer a ciertos pecadores; pero su habitación es mucho más perfecta; pues Él lo sabe todo y es omnipresente, conoce todos nuestros pensamientos y penetra en las razones de nuestro corazón. Por tanto nos ocupa (por así decirlo) como la luz ocupa un edificio, o como un dulce perfume satura los pliegues de alguna honorable toga; de tal modo que, en lenguaje Escriturístico, se dice que estamos en Él, como Él en nosotros. Está claro que semejante inhabitación coloca al cristiano en un estado completamente nuevo y maravilloso, mucho más allá de la posesión de meros dones, que lo exalta inconmensurablemente por encima de la escala de los seres, dándole un lugar y un oficio que no había tenido antes. En el vigoroso lenguaje de San Pedro, se convierte en “partícipe de la naturaleza divina” (II Pet. I:4), y tiene “poder”, como dice San Juan, “de llegar a ser hijo de Dios” (Jn. I:12). O para recurrir a las palabras de San Pablo, “es una creatura nueva. Lo viejo pasó: he aquí que se ha hecho nuevo” (II Cor. V:17). Su rango es cosa novedosa; su parentesco y su obligación son cosas nuevas. Es “de Dios” (I Jn. IV:4), ya “no se pertenece” (I Cor. VI:19), es un “vaso para uso honroso, santificado, útil al dueño y preparado para toda obra buena” (II Tim. II.21).
Esta admirable transformación desde la oscuridad a la luz, mediante el ingreso del Espíritu al alma, se llama Regeneración, o Nuevo Nacimiento; una bendición que antes de la primera venida de Cristo, ni siquiera los profetas o los justos poseían, pero que ahora se dispensa libremente mediante el Sacramento del Bautismo. Por naturaleza somos hijos de la ira; con corazones prostituídos por el pecado, poseídos por espíritus malignos; y por eso la muerte es nuestra herencia, como que merecemos castigo eterno. Pero por la venida del Espíritu Santo, toda culpa y suciedad son extirpados como por el fuego, arrojado el diablo, el pecado, el original, el actual, perdonados, y todo el hombre consagrado a Dios. Y esta es la razón por la que es llamado “las arras” de aquel Salvador que murió por nosotros, y que un día nos dará la plenitud de su propia presencia en el cielo. De aquí también, que es nuestro “sello hasta el día de la redención”; pues así como el alfarero moldea la arcilla, así Él imprime la imagen Divina en nosotros, los de la casa de Dios. Y su obra bien puede llamarse Regeneración; pues aunque la naturaleza original del alma no resulta destruida, sin embargo sus transgresiones del pasado son perdonadas de una vez y para siempre, y el manantial de iniquidad restañado y gradualmente secado por la omnipresente salud y pureza que ha fijado su morada en nosotros. En lugar de sus propias amargas aguas, se ha instalado en ella una fuente de salud y salvación; no sólo los meros arroyos de aquel manantial, “claro como cristal” (Apoc. XXII:1) que está delante del Trono de Dios, pero, como dice Nuestro Señor “un torrente de agua en él”, en su corazón, que “brota hasta la vida eterna” (Jn. IV:14). Así es que en otro lugar Cristo describe al corazón como emanando, no recibiendo, ríos de gracia: “De su seno manarán torrentes de Agua Viva”, agregando inmediatamente que “dijo esto del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él” (Jn. VII:38, 39).
Así es la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros, aplicando a cada uno de nosotros la preciosa limpieza de la sangre de Cristo en toda la multiplicidad de sus beneficios. Así es la gran doctrina que sostenemos como materia de fe, como que no contamos con la experiencia de verificarla en nosotros mismos. Lo siguiente es que debo hablar brevemente acerca de la manera en que este Don de gracia se manifiesta en el alma redimida; un tópico que no abordo de buena gana, y que tal vez ningún cristiano puede jamás considerar sin algún esfuerzo, sintiendo que pone en peligro, o bien la debida reverencia a su Dios, o quizá la humildad, pero que los errores de este tiempo y el presuntuoso tono de sus abogados, nos obliga a tratar, no sea que la verdad sufra por culpa de nuestro silencio.
1.- El celestial don del Espíritu fija los ojos de nuestras almas en el Autor Divino de nuestra salvación. Y aunque por naturaleza somos ciegos y carnales, el Espíritu Santo por quién hemos renacido, nos revela al Dios de las mercedes y nos insta a reconocer y adorarlo como nuestro Padre, y eso con un corazón puro. Imprime en nosotros la imagen del Padre Celestial que perdimos cuando cayó Adán y nos dispone a buscar su presencia por la fuerza del instinto de nuestra nueva naturaleza. Nos devuelve aquella porción de libertad de querer y obrar, de aquella justicia e inocencia, con que Adán fue dotado. Nos reúne con todos los seres santos como estábamos unidos a ellos antes de tener trato con la iniquidad. Restaura para nosotros aquel vínculo roto, que, procediendo desde lo Alto, nos pone en comunión con aquella santa familia de todo lo que, esté donde esté, es santo y eterno, y nos separa del mundo rebelde que para nosotros ya nada vale. Siendo, pues, los hijos de Dios, y uno con Él, nuestras almas se elevan y suplican continuamente. A esta especial característica del alma redimida, se refiere San Pablo inmediatamente después del texto “Habéis recibido la adopción de hijos. Y porque sois hijos clamáis «¡Abba, Padre!»” (Gál. IV:6). No es que se nos deja clamar así a Él, de un modo vago e incierto según se nos ocurra; sino que el mismo Cristo, que nos envió el Espíritu para morar habitualmente en nosotros, también nos dio una forma de palabras para santificar los distintos actos de nuestras mentes. Cristo dejó su sagrada Oración como particular posesión de su pueblo, y la voz del Espíritu. Si la examinamos, hallaremos en ella la sustancia de aquella doctrina, a la que San Pablo le dio un nombre en el pasaje que acabamos de citar. La comenzamos recurriendo a nuestro privilegio de llamar explícitamente al Dios Todopoderoso “Nuestro Padre”. Y luego procedemos, de acuerdo con este principio, con aquel ánimo del que espera, confía, adora, y se resigna y que es propio de los niños; más bien mirándolo a Él que no pensando en nosotros; celosos por su honor antes que preocupados por nuestra seguridad; descansando en su providencia y no mirando con temor hacia el futuro. El cristiano contempla y se alimenta de grandes cosas: su nombre, su reino, su voluntad, permaneciendo estable y sereno y “lleno en Él” (Col. II:10), como conviene a uno que cuenta con la graciosa presencia de su Espíritu dentro suyo. Y cuando pasa a pensar sobre sí mismo, reza para que se le haga posible tener hacia otros lo que Dios le ha mostrado, un espíritu de perdón y de tierno amor. Así se derrama por doquier, primero mirando hacia lo alto para hacerse del don celeste, pero, uno vez que lo atrapa, no se lo guarda, sino que derrama los “ríos de agua viva” (Jn. VII:38) hacia toda la raza humana, pensando en sí mismo lo menos posible y deseando el mal y la destrucción de nada excepción hecha de aquel principio de tentación e iniquidad que es la rebelión contra Dios. Por fin, terminando por dónde empezó, con la contemplación de su reino, poder y sempiterna gloria. Este es el verdadero “Abbá, Padre” con que el Espíritu de adopción clama en el corazón cristiano, la infalible voz de Aquel que “intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios” (Rom. VIII:27). Y si de vez en cuando, por ejemplo en medio de pruebas y tribulaciones, recibe visitas especiales y consuelos del Espíritu con “gemidos inenarrables” (Rom. VIII:26) dentro suyo, vivos anhelos de la vida por venir o resplandecientes y pasajeros atisbos de la dilección eterna de Dios y profundas conmociones de admiración y gratitud en consecuencia, se detiene con extrema reverencia ante el “el secreto del Señor” (Ps. XXIV:14), no sea que traicione (por decirlo de algún modo) su confianza jactándose de ello ante el mundo, o acaso exagerando su significado: al contrario, permanece callado reflexionando sobre los beneficios de la dilección divina que de este modo le dan aliento, tratando de establecer su significado, bien que no sabe exactamente cuál es su alcance.
2.- La inhabitación del Espíritu Santo levanta el alma, no sólo a pensar en Dios, sino en Cristo también. San Juan dice, “En verdad nuestra comunión es con el Padre y con el Hijo suyo Jesucristo” (I Jn. I:3). E incluso Nuestro Señor, “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada” (Jn. XIV:23). Ahora bien, por no hablar de otras y más altas maneras en que se cumplen estas palabras, seguramente una consiste en aquel ejercicio de fe y amor por el que pensamos en el Padre y el Hijo, que el Evangelio, y el Espíritu que lo revela, proporcionan al cristiano. El Espíritu bajó especialmente para “glorificar” a Cristo; y se aviene a ser una luz resplandeciente en la Iglesia y en cada cristiano, reflejando al Salvador del mundo en todas sus perfecciones, todos sus ministerios y todas sus obras. Mientras el Cristo todavía estaba en la tierra, bajó del cielo con el propósito de descubrir lo que aún se hallaba oculto; y proclama desde los tejados lo que se había dicho en los sótanos (Lc. XII:3), descubriendo en las glorias de su transfiguración a Quién en un tiempo no tenía ni apariencia ni belleza, ni aspecto para que nos agrade—hombre despreciado, el desecho de los hombres y varón de dolores (Is. LIII:2, 3). En primer lugar, inspiró a los Santos Evangelistas para que registraran la vida de Cristo dirigiéndolos para que supieran qué palabras y obras seleccionar y cuáles omitir; luego comentó los Evangelios (por así decirlo) descubriendo su sentido en las epístolas apostólicas. El nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, ha sido el texto que Él iluminó. Pero luego ha convertido la historia en doctrina; diciéndonos claramente, sea mediante San Juan o San Pablo, que la concepción y nacimiento de Cristo había sido la real Encarnación del Verbo Eterno—su vida, “Dios manifestado en carne” (I Tim. III:16)—su muerte y resurrección, la Redención del pecador y la justificación de todos los creyentes. Ni tampoco eso fue todo: continuó su sagrado comentario con la formación de la Iglesia, gobernando y vigilándola por encima de sus instrumentos humanos y trayendo a la luz las palabras y obras de Nuestro Salvador y las ilustraciones que de ellas hicieron los Apóstoles para, mediante el ministerio de santos y mártires, convertirlas en preceptos y consejos permanentes. Por fin, completa su graciosa obra dispensando este sistema de Verdad, tan variado y difundido, en los corazones de cada cristiano en particular que inhabita. Así, el Espíritu Santo se aviene graciosamente a edificar al hombre entero en fe y santidad: “aplastando razonamientos y toda altanería que se levanta contra el conocimiento de Dios, cautivando todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (II Cor. 4, 5). Merced a la maravillosa obra de su gracia todas las cosas tienden a la perfección. Cada facultad de la mente, cada proyecto, objetivo y materia de reflexión, se ven iluminados y santificados por la permanente visión de Cristo como Señor, Salvador y Juez. Y aunque se le enseña al cristiano a no pensar de sí mismo por encima de su medida y que no se le ocurra vanagloriarse, con todo también se le enseña que la conciencia de pecado que lo acompaña no debería separarlo de Dios, sino conducirlo hasta Aquél que puede salvarlo. Razona con San Padro “¿A quién iremos?” (Jn. VI: 68) y, sin impacientarse por saber hasta qué punto puede considerar como propios cada uno de los privilegios del Evangelio en su plenitud, los contempla todos con profunda gravedad reflexionando que son posesión de la Iglesia, se une a sus himnos triunfales en honor de Cristo y escucha anhelante su voz en la Escritura inspirada, la voz de la Esposa llamando y que es bendecida por el Amado.
3.- San Juan agrega, después de haber hablado de nuestra “comunión con el Padre y el Hijo”: “Os escribimos esto para que vuestro gozo sea cumplido” (I Jn. I:4). ¿Qué cosa es el gozo cumplido si no la paz? El gozo es inestable sólo cuando no es pleno, pero la paz es el privilegio de aquellos que están “llenos del conocimiento de la gloria del Señor, como las aguas que cubren el mar” (Is. XI:9). “Al alma fiel le conservarás la paz, la paz porque en Ti confía” (Is. XXVI:3). Se trata de la paz que brota de la confianza y de la inocencia y que luego desborda en amor hacia todos los que lo rodean. ¿Cuál es el efecto de un contento y disfrute meramente animal de un hombre, sino es este de que lo hace feliz con todo lo que pasa? “La alegría del corazón es un banquete sin fin” (Prov. XV:15); y esto es particularmente cierto respecto de las bendiciones de un alma alegrándose en la fe y el temor de Dios. El que está ansioso piensa en sí mismo, teme los peligros, habla a las apuradas, y nada le importan las cosas de los demás; el que vive en paz está a sus anchas, no importa cuál sea su suerte. Tal es la obra del Espíritu Santo en el corazón, sea Judío o Griego, esclavo o libre. Tal vez Él mismo, en su misteriosa naturaleza, es el Amor Eterno que se profesan el Padre y el Hijo, como lo creían los escritores antiguos; y lo que Él es en el cielo, eso mismo es, abundantemente, sobre la tierra. Vive en el corazón del cristiano, como el infalible manantial de la caridad, que es la dulzura misma de las aguas vivientes. Porque donde Él está, “hay libertad” (II Cor. III:17) de la tiranía del pecado, del temor que el hombre natural siente ante un Creador ofendido y con el que no se ha reconciliado. La duda, la tristeza, la impaciencia han sido expelidos; en su lugar reinan el Evangelio, la esperanza de llegar al cielo y la armonía de un corazón puro, el triunfo del señorío, pensamientos elevados y un ánimo contento. ¿En tal caso, cómo podría ser que no se siguiese la caridad hacia todos los hombres, toda vez que no es sino el afecto de la inocencia y de la paz? Así el Espíritu de Dios crea en nosotros la sencillez y la cordialidad que tienen los niños, y más que eso, más bien las perfecciones de sus huéspedes celestiales—lo alto y lo bajo unidos en su misteriosa obra; pues ¿qué son aquella confianza sobreentendida, aquel ardiente amor, aquella permanente pureza si no las que experimentan las almas de los pequeños y de los adorantes Serafines?
Pensamientos tales como estos nos afectarán apropiadamente si nos hacen temer y permanecer vigilantes mientras nos alegramos. Por cierto que no podría ser de otra manera; pues el alma de un cristiano, tal como he tratado de describirla, no es tanto lo que tenemos cuanto lo que deberíamos tener. En verdad, después de reflexionar sobre esto, el sólo contemplar a la muchedumbre de los hombres que han sido bautizados en el nombre de Cristo, es asunto de máxima gravedad, y no tenemos por qué obligarnos a hacerlo. No tenemos por qué hacerlo, basta con rezar por ellos y protestar y combatir todo lo que hay de malo en ellos; pues respecto de la cuestión más solemne y encumbrada de cómo es que hay personas, individuales y colectivas, que han sido separadas y erigidas como Templos de la Verdad y de la Santidad, y que sin embargo se han convertido en lo que parecen ser, y qué es ese estado en el que se encuentran a la vista de Dios, es asunto que afortunadamente se nos permite dejar de lado como que no nos incumbe. Sólo nos concierne mirarnos a nosotros mismos, teniendo presente que, así como hemos recibido el don, no vayamos a “contristar al Espíritu Santo de Dios con el que hemos sido sellados hasta el día de la redención” (Ef. IV:30), recordando que “si alguno destruyere el templo de Dios, le destruirá Dios a él” (I Cor. III:17). El recuerdo de estas palabras y de nuestras muchas negligencias nos guardará, si Dios quiere, de juzgar a los demás o de jactarnos de la multitud de nuestros privilegios. Conformémonos con considerar cómo hemos caído de la luz y gracia de nuestro propio Bautismo. Fuéramos ahora lo que ese sacramento hizo de nosotros, podríamos haber “proseguido nuestro viaje llenos de gozo” (Hechos VIII:39); mas habiendo ensuciado nuestros celestiales vestidos, de un modo u otro, en mayor o menor medida (¡sabe Dios!, y en alguna medida, nuestras conciencias también), ¡helás!, aquel espíritu de adopción en algún grado se ha apartado de nosotros, y su lugar debe ser ocupado por un sentido de culpa, de remordimiento, de tristeza y de penitencia. Debemos renovar nuestra confesión, y pedir nuestra absolución día tras día, antes de atrevernos a llamar a Dios “Nuestro Padre” o sino ofrecerle Salmos y oraciones de intercesión. Y, sean cuales fueran las penas y las aflicciones que encontremos en nuestras vidas, hemos de tomarlas como penitencias misericordiosas que un Padre le impone a sus descaminados hijos, para ser aceptadas con mansedumbre y gratitud, y destinados a recordarnos el peso de aquel castigo infinitamente más grande, que nos correspondía por naturaleza y con el que Cristo cargó por nosotros en la cruz.

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