Durante la Cuaresma oímos frecuentemente las palabras: oración, ayuno, limosna (...) Estamos habituados a pensar en ellas como en obras piadosas y buenas que todo cristiano debe realizar, sobre todo en este período. Tal modo de pensar es correcto, pero no completo. La oración, la limosna y el ayuno requieren ser comprendidos más profundamente si queremos insertarlos más a fondo en nuestra vida y no considerarlos simplemente como prácticas pasajeras, que exigen de nosotros sólo algo momentáneo o que sólo momentáneamente nos privan de algo. Con tal modo de pensar no llegaremos todavía al verdadero sentido y a la verdadera fuerza que la oración, el ayuno y la limosna tienen en el proceso de la conversión a Dios y de nuestra madurez espiritual. Una y otra van unidas: maduramos espiritualmente convirtiéndonos a Dios, y la conversión se realiza mediante la oración, como también mediante el ayuno y la limosna, entendidos adecuadamente.
Acaso convenga decir que aquí no se trata sólo de prácticas pasajeras, sino de actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra conversión a Dios. La Cuaresma, como tiempo litúrgico, dura sólo cuarenta días al año: en cambio, debemos tender siempre a Dios; esto significa que es necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida. Debe renovar en nosotros la conciencia de nuestra unión con Jesucristo, que nos hace ver la necesidad de la conversión y nos indica los caminos para realizarla. La oración, el ayuno y la limosna son precisamente los caminos que Cristo nos ha indicado.
Beato Juan Pablo II
Por Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina
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