En los quince primeros días de abril la liturgia nos pone en escena, de forma casi teatral, el acontecimiento más importante de nuestra historia: la pasión, muerte y resurrección de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre.
En la historia de las religiones no hay cosa que se pueda comparar con ese acontecimiento global: condena, pasión, muerte y resurrección de Cristo. Se conocen imágenes de carácter mítico que se le asemejan, pero nada se acerca a su maravilloso poder de reconciliar cielo y tierra, Dios y hombres, en una Alianza sellada con sangre derramada por amor.
Y en la historia del mismo Jesús de Nazaret, puede afirmarse que esta hora suprema de la pasión, muerte y resurrección constituye su punto culminante al que se ordenan todos los demás, y del que se derivan todos los frutos de la encarnación del Hijo de Dios. Su triunfo sobre la muerte y el pecado son el origen y la garantía de la vida de la Iglesia y de nuestra salvación.
Nosotros, sabiendo que desde la cátedra del Amado de Dios, que da su vida por la salvación de todos, se explica la mejor lección de vida, vamos a meditar sobre tres aspectos del testamento de Jesús, formulándolos como protector nuestro.
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