–No entiendo. ¿Cómo puede usted hablarnos de la espiritualidad de los laicos en la Edad Media si no fue descubierta hasta siglos más tarde, en el Concilio Vaticano II?–Lo que usted pretende es hacerme rabiar y provocarme. Pero no caeré en la trampa.
Religiosos y laicos medievales. Hemos explorado la espiritualidad de los religiosos en la Edad Media –benedictinos, franciscanos y dominicos–, poniendo como siempre especial atención a su relación con el mundo secular. En esta misma perspectiva estudio ahora la espiritualidad de los laicos medievales, en los que hay igualmente una clara conciencia de que la gracia de Cristo ha de hacer hombres realmente nuevos, vencedores del mundo, del demonio y de la carne, y por tanto distintos de los hombres viejos, no sólo en su vida personal, sino también en su vida comunitaria y social. Los movimientos laicales siguen, pues, las enseñanzas de la Biblia y de la Tradición católica. Y por eso mismo guardan en su espiritualidad una sana homogeneidad substancial con la de los religiosos, de tal modo que sus diferencias son accidentales y afectan sólo a los modos.
Los santos fundadores establecieron sus Órdenes religiosas no sólo para la santificación de sus miembros, sino para ejemplo de todo el pueblo cristiano. Esta segunda finalidad es muy clara, por ejemplo, en San Francisco de Asís, que solía decir: «Hay un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los hermanos la provisión necesaria». Si los hermanos cumplen con su deber, el mundo cumplirá con el suyo (2 Celano 70; cf. Consid. sobre las llagas II). Francisco y sus frailes son ejemplo para todos los cristianos, pues su Regla es simplemente el Evangelio. «Ésta es la vida del Evangelio», dice en el prólogo de su Regla, «ésta es la regla y vida de los hermanos… seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo». El ejemplo que los frailes dan de pobreza y caridad, de oración y penitencia, de libertad del mundo y de alegría, es válido para todo el pueblo cristiano, que encuentra en Francisco «enseñanzas claras de doctrina salvífica, y espléndidos ejemplos de obras de santidad» (1 Celano 90).
Por eso «mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y laicos, tocados de divina inspiración, se llegan a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio… Asícontribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo… A todos da él una norma de vida y señala con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno» (1 Celano 37).
Santa Clara de Asís, igualmente, entiende que la luz de su vida y la de sus hermanas ha sido encendida por Dios para iluminar a todos los cristianos que viven en el mundo. Sabe, pues, que los laicos deben imitarles, de modo que, «teniendo las cosas de este mundo como si no las tuvieran», ellos también lleguen a la perfección evangélica, igual que los que ya no tienen, porque lo han «dejado todo».
Y así escribe: «¡Con cuánto esmero y empeño de cuerpo y alma debemos guardar los mandamientos del Dios y Padre nuestro, a fin de que, ayudando el Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido! Pues el mismo Señor nos ha puesto como modelo para los demás, como un ejemplo y espejo; y no sólo ante los del mundo, sino también ante nuestras hermanas, llamadas por el Señor a nuestra misma vocación, para que también ellas sean espejo y ejemplo ante quienes viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor a grandes cosas,… si vivimos según esta norma de nuestra vocación, les dejaremos a ellos un noble ejemplo, y nosotras ganaremos con un trabajo cortísimo el precio de la vida eterna» (Testamento 3).
En torno al 1200 hay en los laicos una gran efervescencia evangélica. Durante la baja Edad Media va pasando el centro de la vida social del campo a la ciudad. En los siglos XII y XIII se consolidan los municipios burgueses, y comienzan a alzarse catedrales y universidades.Pues bien, partiendo del pontificado reformista de San Gregorio VII (1073-1085), concretamente entre los concilios III y IV de Letrán (1179-1215), se produce una gran crecimiento idealista de muchos movimientos laicales. Todos pretenden la perfección en el mundo por el camino de la pobreza y de la penitencia: órdenes terceras, órdenes militares, beguinas, devotio moderna, Hermanos de la vida común, oblatos, penitentes…
La idea primaria, mejor o peor entendida y realizada, es siempre la misma: todo el pueblo cristiano está llamado a la perfección evangélica, y ésta exige «dejarlo todo y seguir a Cristo», según las normas del santo Evangelio e imitando así la vita apostolica de las primeras comunidades cristianas. Las palabras claves son por entonces «vivir según el Evangelio», «vivir en pobreza», seguir «vida de penitencia», etc..
Los Canónigos regulares de los siglos XI-XII dan lugar a asociaciones de laicos, que F. Petit describe así:
«El movimiento de los canónigos coincide con el movimiento apostólico que lleva a los laicos, hombres y mujeres de toda condición, a agruparse en torno a los sacerdotes como la multitud de los creyentes lo hizo en torno de los Apóstoles en Jerusalén. Bernold de Constance describe este fenómeno que marca curiosamente el siglo XII: “En esta época [hacia 1091] en el Imperio de Alemania, la vida común se desarrollaba en muchos lugares, no sólo entre los clérigos y los monjes viviendo fervorosamente, sino entre los laicos que se ofrecían con sus bienes, con gran entrega, para llevar esta vida común. Aunque no llevaban el hábito de clérigos ni de monjes, no les quedaban atrás en nada de lo que se refiere a la santidad… Renunciaban al siglo y se donaban con todas sus posesiones a los monasterios de monjes y de canónigos más religiosos, con gran devoción, para vivir en común bajo su obediencia y servirles. Pero la envidia del demonio suscitó malquerencia contra la manera de vivir de estos hermanos, manera tan digna de elogio, pues sólo buscaban vivir en común a la manera de la primitiva Iglesia”. El papa Urbano II (1088-1099) escribió sobre el tema: “Hemos sabido que personas se unen a la costumbre de vuestros monasterios, y que aceptáis laicos que renuncian al siglo y se entregan a vosotros para llevar la vida común y vivir bajo vuestra obediencia. Pues bien, hallamos esta forma de vida y esta costumbre absolutamente digna de alabanza. Y tanto más merece ser continuada puesto que lleva la marca de la Iglesia primitiva. Nos la aprobamos, pues, la llamamos santa y católica y Nos la confirmamos por nuestras presentes letras apostólicas” (ML 148,1402-1403)».«Y no eran sólamente hombres, sino una multitud de mujeres que, en esta época, abrazaron este género de vida para permanecer bajo la obediencia de clérigos y monjes, y servirles en sus necesidades cotidianas. En los pueblos, innumerables muchachas hijas de aldeanos renunciaban al matrimonio y al siglo para vivir bajo la obediencia de un sacerdote. Incluso personas casadas querían vivir en religión y obedecer a los religiosos» (La réforme des prêtres au moyen-âge; pauvreté et vie commune, Cerf, París 1968, 93-94).
Hay luces y sombras en los comienzos de ese idealismo evangélico de los laicos. No siempre es conducido por la prudencia, y ocasiona a veces en las familias y en los pueblos problemas bastante graves. El mismo Gregorio VII parece haber desaconsejado a laicos principales asociarse a la vida monástica, señalando ciertos inconvenientes obvios. En cambio Urbano II, en una Bula de 1091, toma la defensa de los laicos que adoptan la vita communis, siguiendo la «dignissimam… primitivæ Ecclesiæ formam» (ML 151,336). El ideal de la primera comunidad de Jerusalén, la vita apostolica, que implica la koinonía, la comunidad de bienes, según ya vimos (86), tiene un gran atractivo en todos los movimientos laicales de la Edad Media.
Gerhoch de Reichersberg, en 1131, afirma sencillamente que los laicos, ya por su bautismo, han profesado vivir según «la regla apostólica», con todas las exigencias de fidelidad y renunciamiento. Por tanto, todo cristiano «encuentra en la fe católica y la doctrina de los apóstoles una regla adaptada a su condición, bajo la cual, combatiendo como conviene, podrá llegar a la corona» (Liber de ædificio Dei 43).
A comienzos del siglo XIII, con el auge de los municipios y de los burgueses laicos, y la escasa calidad del clero parroquial, esta efervescencia evangélica laical, en la que tanto de bueno y de malo se mezclan, exige una poda enérgica, que en buena parte es realizada durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216). Y la misma autoridad civil se ve obligada a intervenir, por ejemplo, con un decreto (1238) del emperador Federico II contra los grupos laicos más radicales: «patarenos, speronistas, lenistas [pobres de Lyon], arnaldistas, circumcisos, passaginos, joseppinos, garratenses, albanenses, franciscos, bagnarolos, comistos, waldenses, runcarolos, communellos, warinos y ortolenos “cum illis de Aqua Nigra”»…
Franciscanos y dominicos nacen providencialmente a comienzos del siglo XIII, y ellos encauzan por el camino ortodoxo de la Iglesia muchos entusiasmos evangelistas, a veces salvajes, negativos y antisacerdotales en su origen. Pierre Mandonet hace observar que en esa época «sólo los Predicadores [los dominicos] se constituyeron con elementos clericales, es decir, letrados, aptos para los diversos ministerios… Todas las otras órdenes del siglo XIII, sin excepción, proceden de simples fraternidades laicales, que han debido evolucionar, parcial y lentamente, hacia formas de vida eclesiástica, antes de poder tomar un parte significativa al servicio de la sociedad cristiana» (Saint Dominique, Gaud, Veritas 1921, 15). De estos interesantes impulsos de los laicos hacia la perfección en el mundo describiré solamente uno, los umiliati.
Los umiliati nacen hacia 1175, al parecer relacionados con patarinos milaneses, arnaldistas, penitentes y cátaros, aunque estas relaciones son aún discutidas. Condenados por Lucio III en 1184, son recuperados para la comunión católica por Inocencio III, que en 1201 aprueba elPropositum o regla por el que han de vivir. Son grupos laicales de gran entusiasmo evangélico, extendidos sobre todo en la Lombardía, y especialmente en Milán, que muestran un gran celo ortodoxo frente a otros grupos heréticos. ElChronicon Laudunense (1178) nos describe la fisonomía de estas comunidades, y comienza diciendo cómo «había en las ciudades de Lombardía ciudadanos que, continuando en sus hogares y con su familia, habían elegido una cierta manera religiosa de vida» (MGH 26,449; cf. J. Tiraboschi, Vetera humiliatorum monumenta, Milán 1766-1768, I-III; L. Zanoni, Gli umiliati nei loro rapporti con l’eresia, l’industria della lana ed i comuni nei secolo XII e XIII, Milán 1911).
También Jacques de Vitry, a principios del XIII, nos da una información completa acerca de los humillados. «Viven en común, generalmente del trabajo de sus manos», y aunque algunos tienen rentas o posesiones, no las tienen como propias. «De día y de noche, rezan todas las Horas canónicas, tanto los laicos como los clérigos», y los que no pueden hacerlo, lo suplen con un cierto número de Padrenuestros [En 1483 se imprime en Milán un Humilliatorum Breviarium: Tiraboschi I,92].. Procuran dedicarse con asiduidad a la lectura, la oración y los trabajos manuales, para no caer en las tentaciones del ocio. «Los hermanos, tanto los clérigos como los laicos con letras, tienen licencia recibida del sumo Pontífice, que confirmó su Regla de vida, para predicar no sólo en su congregación, sino en plazas y ciudades, y también en las iglesias seculares, siempre que tengan permiso de quienes las presiden. Y de ello se ha seguido que muchos nobles e importantes ciudadanos, señoras y vírgenes, se han convertido al Señor por su predicación». Algunos de ellos, renunciando completamente al siglo, han ingresado en su modo religioso de vida; y otros, siguen en el mundo, pero dedicados a las buenas obras, y «usando de las cosas seculares como si no usaran de ellas». Muchos herejes, como los patarinos, de tal modo temen su predicación, siempre basada en la Escritura, que «nunca osan comparecer ante ellos», y no pocos se han convertido (Historia occidentalis, Duai 1597, 335).
El Propositum de los humillados, es decir, su regla de vida comunitaria, viene a ser también, como otras Reglas religiosas de la época, una simple colección de normas del Nuevo Testamento (Tiraboschi II, 128-134). Por ella vemos que la crónica de Jacques de Vitry es bastante exacta. ElPropositum manda también que los hermanos obedezcan siempre a los pastores de la Iglesia; no quieran acumular tesoros en la tierra; no codicien el mundo y lo que hay en el mundo; acudan en auxilio de los hermanos que se vieran en enfermedad o en necesidades materiales, y no les nieguen su ayuda; etc.
La Primera orden de los humillados congrega en conventos dobles a canónigos y hermanas. LaSegunda orden tiene también casas dobles, en las que viven continentes laicos (Regla de las dos primeras órdenes: Zanoni 352-370). La Tercera orden –que cronológicamente es la primera–, es la que hemos visto descrita: reúne familias piadosas, muchas de ellas del gremio textil, de vida austera y laboriosa, que tratan de reproducir la comunidad primera de Jerusalén. A diferencia de otros movimientos parecidos, como beguardos o beguinas, los umiliati apenas dejaron una literatura espiritual considerable. Pero el árbol de los humillados produjo una hermosa floración de santos y beatos, unos quince o veinte, de cuyos nombres y biografías da Tiraboschi breve reseña (I,193-257).
Después de varios siglos, a mediados del XVI, se habían desviado no poco, al parecer hacia posiciones calvinistas, y San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, intentó reformarlos. Un día, mientras el santo oraba de rodillas en su capilla privada, un miembro de los humillados atentó contra su vida, disparándole un balazo. La bala atravesó los ornamentos de su espalda, pero milagrosamente cayó en tierra, dejando ileso al Arzobispo. Poco después el papa San Pío V suprimióla Ordenen una bula de 1571.
Post post.-Nótese en las tres imágenes que he puesto cómo el arte medieval, aunque en un milenio pasa por estilos diferentes, suele ser siempre profundo y delicado, espiritual y elegante. Es siempre un arte cristiano.
Fuente: Reforma o apostasía