« Hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).
María: contemplación y predicación de la Palabra.
« ¡He visto maravillas! ». Esta exclamación del Beato Juan
José Lataste, tras su primera experiencia de predicación a las reclusas de la
prisión de Cadillac, podría servirnos como introducción a este nuevo año de
preparación para el Jubileo de la Orden. El tema de este año es: « Hágase en mí
según tu palabra (Lc 1, 38) ». María: contemplación y predicación de la
Palabra.
¿Cómo puede guiarnos esta exclamación del Apóstol de las
prisiones durante este año de nuestra novena? Recordemos que el padre Lataste
acababa de predicar en un lugar marcado por el abandono, que había hablado a
mujeres deshechas por la vida y por las graves acciones por las que fueron
declaradas culpables, cansadas de las condiciones difíciles de la prisión y
agobiadas ante un futuro incierto. Y a pesar de todo esto, tras haber predicado
la Palabra de la Luz y de la Verdad en aquel lugar abandonado, el Padre Lataste
había visto maravillas. Había contemplado la obra de la Palabra que predicaba,
la obra realizada por la misericordia de Aquel que « nos ha amado con su
amistad, con una amistad perfecta ». Para él fue maravilloso descubrir con
cuánta fuerza estas mujeres, apartadas de la sociedad de los hombres, recibían
la Palabra de misericordia y experimentaban lo que significaba ser recreadas a
imagen de la humanidad de Cristo. ¡Contemplación!
Este episodio muestra que la contemplación y la predicación
de la Palabra constituyen como el corazón de la vida y de la misión de la Orden
de Predicadores. No se trata de oponer
una cosa a la otra, como si los frailes o las hermanas tuvieran que estar
buscando continuamente un equilibrio difícil entre el ministerio activo de la
predicación y el retiro en el silencio de la contemplación. Podemos recordar el
comentario iluminador que hace el Maestro Eckhart al evangelio de Marta y
María. Al ser por una parte contemplación y, por otra, predicación de la
Palabra, el ministerio de los Predicadores impulsa a seguir el ejemplo de
María, cuando ante el anuncio del ángel, acepta dar a Jesús « el Señor salva » (Mt
1, 21) al mundo. Después de haber narrado el episodio de Jesús en el templo en
medio de los doctores, el evangelista san Lucas dice que « su madre guardaba
todas estas cosas en el corazón » (Lc 2, 51). Acogiendo la Palabra de
misericordia y de vida, María indica el camino para una « humanidad
contemplativa ».
Me valgo de las palabras del Arzobispo de Cantorbery en su
alocución durante el Sínodo de los Obispos, el 9 de octubre de 2012, en la que
mostró cómo la contemplación está en el corazón mismo de la evangelización: «
La evangelización, primitiva o nueva, debe estar enraizada en la profunda
confianza de que poseemos un destino humano inconfundible para mostrar y
compartir con el mundo ». Y más adelante: « Ser completamente humano es ser
recreado a la imagen de la humanidad de Cristo; y esta humanidad es la perfecta
‘traducción’ humana de la relación entre el Hijo eterno y el Padre eterno, una
relación de amor y adorada entrega, un desbordamiento de vida hacia el Otro.
Así, la humanidad en la que nos transformamos en el Espíritu, la humanidad que
queremos compartir con el mundo como fruto de la labor redentora de Cristo, es
una humanidad contemplativa. Edith Stein observó que empezamos a entender la
teología cuando vemos a Dios como el “Primer Teólogo”, el primero que habla
acerca de la realidad de la vida divina, porque ‘todas las palabras sobre Dios
presuponen la propia palabra de Dios’. De forma análoga, podríamos decir que
empezamos a comprender la contemplación cuando vemos a Dios como el primer contemplativo,
el paradigma eterno de la desinteresada atención al otro que no trae la muerte,
sino la vida a nuestro yo. Toda contemplación de Dios presupone el propio
conocimiento gozoso y absorto en sí mismo de Dios, mirándose fijamente en la
vida trinitaria ».
En esta etapa de preparación para el Jubileo de la Orden
estamos invitados a centrar nuestra atención en la contemplación. Siguiendo el
ejemplo de María, que meditaba en su corazón el misterio de su Hijo, y que
conduce hacia al corazón mismo de nuestra consagración a la Palabra, « luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo » (Jn 1, 9). Nos
conduce allí donde se pregunta por humanidad, unidad y salvación. Por
humanidad, porque más allá de todo nuestro esfuerzo en las prácticas contemplativas,
éstas son en realidad el camino por el cual queremos exponer nuestra propia
humanidad para que sea tomada y, por medio de la gracia de Dios, transformada
por el misterio insondable de la revelación del Hijo de Dios en la humanidad.
¡Y cómo quisiéramos que esto se tradujera, cada día más, en la realidad
concreta de nuestras relaciones fraternas y en nuestra mirada hacia los demás y
hacia el mundo! De unidad, porque la contemplación no se define solamente por
un espacio y un tiempo “reservados”, sino que invita a asumir con todo nuestro
ser y con todo nuestro tiempo ese cara-a-cara (« aquel que mire hacia Él,
resplandecerá ») por el cual nos exponemos a la mirada silenciosa de Dios que
nos enseña el amor, la justicia, la humildad y el arrepentimiento, la acción de
gracias y la esperanza. ¿Esto no implica un corazón unificado que pueda
protegernos de la agitación y de la dispersión, que con tanta frecuencia
amenazan nuestros compromisos evangelizadores?
De salvación, cuando, llevados por la presencia inaprensible de Dios que
viene y que perdona, como sucedió al hijo pródigo del Evangelio, no tenemos
palabras para pedirle que nos dé nuevamente la vida. ¿Cómo no traer a la
memoria aquel primer día en que, al consagrar nuestra vida a la predicación,
pedíamos la gracia de la misericordia?
Contemplari et contemplata aliis tradere… Todos sabemos que
este lema de la Orden no describe dos etapas sucesivas en el ministerio de la
evangelización. No llegamos a la contemplación como quien va al mercado a
comprar lo que después distribuirá. Es verdad que nuestro lema recuerda que no
habría predicación sin contemplación. Pero también afirma que la evangelización
procede de la contemplación, porque esta última es de algún modo la invitación
(el don) más precioso que puede ofrecer la evangelización a la humanidad. La
contemplación abre, con la humanidad y para la humanidad, el camino del anhelo
de la Verdad. Este anhelo es el eco en nosotros del anhelo de Aquel que viene a
amarnos como amigo, que viene a proponerle a la humanidad una alianza de
amistad: esta alianza que « está en juego » en cada uno de nosotros por el
compromiso de Su Palabra en la nuestra, o más bien, cuando nuestra palabra se
abre a la escucha de la Suya: « ¡Hágase en mí, según tu Palabra! ». Estas sencillas palabras muestran cómo la
vida de cada uno puede fundamentarse en la confianza absoluta en la Palabra de Dios, que promete y
realiza la alianza de amistad, y en la espera incansable que escruta, dentro de
esta misma alianza, el misterio de amistad en Dios que es su última Verdad.
Dios habla al mundo y, para descubrir esta realidad
inusitada, la contemplación nos ayuda a recibir su presencia silenciosa. Una
presencia que abre nuestro corazón a la escucha de la Palabra que Dios dirige
al mundo y a cada uno en particular. Es posible describir los “medios” para
entrar en esta actitud contemplativa. Y, más aún, es importante prestarle
atención a los caminos que la tradición de la Orden nos ofrece. En todos estos
caminos, la Palabra de Dios tiene un lugar central: su escucha, su celebración,
su meditación y su estudio. La
Palabra de Dios es central dentro de la escucha que hace posible una vida
fraterna. Con frecuencia corremos el riesgo de reducir la vida entre los
frailes o entre las hermanas a aspectos concretos y prácticos, muchas veces
alegres, pero también cargados a veces de toda la fragilidad de nuestra
humanidad. Nuestros hermanos y hermanas nos han sido dados, antes que nada,
como portadores de la Palabra, como exégetas de la Palabra que obra en ellos y
a través de ellos. La Palabra ocupa un lugar central en la celebración
litúrgica, que no es una tarea que debe cumplirse, sino más bien, el ritmo
dentro del cual celebramos la Presencia de Dios, con el fin de recibir, por
medio de la oración común, nuestra propia capacidad de oración y de
contemplación. La Palabra es central en la meditación de la Lectio Divina, a la
que podríamos darle una mayor importancia, de modo que la “centralidad” de la
Palabra de Dios sea verdaderamente el corazón de toda nuestra vida. Siguiendo
el ejemplo de Tomás, la Palabra ocupa un lugar central en nuestro estudio,
sabiendo que el esfuerzo de la razón es una de esas ocasiones en que se nos
invita a darle la palabra a Aquel que es el “Primer teólogo”. Así la Palabra podrá
llevarnos a reconocer a Dios como “el primer contemplativo” y a dejarnos
instruir por Él.
« ¡He visto maravillas!». La experiencia de una visión
semejante fue la que condujo un día a Tomás a relativizar toda la ciencia
teológica que había formulado. Esto no quiere decir que el trabajo intelectual
no sea importante, sino que Tomás quería que desapareciera ante la adoración de
Cristo que dirige su mirada hacia la humanidad. Es la misma experiencia del
Beato Juan José Lataste cuando veía, maravillado, en los rostros de las
reclusas el reflejo de la mirada misericordiosa de Dios hacia ellas. En los dos
casos, la mirada contemplativa que se dirige a Dios es una respuesta a Dios,
quien ha dirigido primero su mirada hacia la humanidad y hacia cada uno de nosotros:
« Él ha mirado la humildad de su sierva ». Esta mirada que expresa el amor
inaudito de Dios hacia su creatura, que la lleva a existir, que la sostiene
continuamente en su obra creadora, que la anima en el misterio de la Trinidad.
En la contemplación es importante la mirada. Purificar la mirada permite que
habite en ella la luz misteriosa de la mirada de Dios. Muchas veces la mirada
de los contemplativos sorprende por su claridad: al dirigir su mirada interior
hacia Dios, ellos y ellas, encuentran la mirada que Dios dirige hacia la
humanidad, la mirada que ilumina su propia mirada hacia los astros y hacia el
mundo. En tal momento, las palabras humanas callan para que, en el silencio de
un suave murmullo, pueda escucharse la Palabra de vida. El silencio es padre de
los predicadores…
Dios habla al mundo y se dirige a cada uno en particular. En
la Anunciación, María vive profundamente esta experiencia. Elegida entre las
mujeres, es como la figura de todo el pueblo, de su espera de Dios y de su
convicción de que el Dios de la promesa actúa en la historia humana. María no
se muestra sorprendida frente al anuncio de que Dios quiera dar un Salvador a
la humanidad, porque esta es su esperanza y la esperanza de su pueblo. No duda
que este Salvador vendrá al mundo tomando nuestra humanidad, más bien, parece
recibir este anuncio dentro de la lógica de la promesa. La pregunta que se hace
se refiere a ella misma y al hecho de que una “pobre jovencita” tenga que ver
con su realización. ¿Cómo será posible?
« El Espíritu vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo… ». ¿No es éste
el comienzo del tiempo de la contemplación?
Hay un tiempo para dirigirse a Dios, y un tiempo para entrar en el
silencio donde Él se dirige a nosotros, o mejor, donde Él despliega el misterio
de su presencia. Cuando a una monja le preguntaron: « ¿Qué debo hacer para
contemplar? », respondió: « Pidiéndole a la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo que venga a vivir en mí, que se ame en mí y que me nutra con su amor ».
La contemplación se da cuando todo nuestro ser queda prendado por el misterio
de este amor que actúa en el mundo y viene a habitar en nosotros. Entonces, la predicación ya no es
transcripción en palabras humanas de una verdad alcanzada por el intelecto,
sino que quiere ser eco de ese “estar prendado”, a la vez con la inteligencia
y el corazón, de una Presencia que se
dirige al mundo dirigiéndose a nosotros, es decir, dándose. De este modo, el
propósito primordial de la predicación será invitar a los demás a acoger esta
Presencia cuya gracia sobrepasa todas las palabras del predicador.
Fray Bruno Cadoré, OP
Maestro de la Orden de Predicadores
Febrero 2013