Hablando Santa Catalina un día con su confesor del estado en se encuentra el alma que ha llegado a la suprema unión con Dios, le decía que «esta alma no se ve ni se ama a sí misma ni a ningún otro; se olvida de sí y de toda otra criatura». Y, al suplicarle el Beato Raimundo que fuera más explícita, añadió:
«El alma que ve su nada y sabe que todo su bien está el Creador, se abandona tan perfectamente y se sumerge tal modo en Dios, que toda su actividad a Él se dirige y en Él se ejercita. Ya no quiere salir más del centro donde hallado la perfección de la felicidad; y esta unión de amor, que cada día aumenta en ella, la transforma en Dios, por decirlo así, de tal modo, que no puede tener otros pensamientos, ni otros deseos, ni otro amor que Él; pierde todos los recuerdos; nada ve sino en Dios y no se acuerda de sí ni de las criaturas sino en Él. Está como sumergida en un océano, cuyas profundas aguas la cercan. Nada percibe sino lo que hay en esas aguas. Puede ver los objetos exteriores que allí se reflejan; pero los ve en el agua solamente y tales como están en el agua. Este es el verdadero legítimo amor de nosotros mismos y de las criaturas; es amor que no puede perdernos, porque el alma sigue entonces la Voluntad Divina: nada desea y nada hace fuera de Dios»
(Vida. Bto. Raimundo de Capua OP).
«No ames a la criatura fuera de mí —le había dicho el mismo Dios en otra ocasión—, como el que bebe el agua sacando el vaso fuera de la fuente y se le queda vacío sin percatarse. Bebe sin sacar la criatura de la fuente que soy Yo, fuente de agua viva» (Carta 52, a Fr Jeronimo de Siena. Cartas, I, p. 302).
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