El período que va de la segunda mitad
del siglo XVIII (Fr. Antonio Bremond fue el Maestro de la Orden desde
1748 a 1755) hasta finales del siglo XIX (el maestro que cerró el siglo y
comenzó el XX fue Fr. Andrés Frühwirt de 1891 a 1904), se ha venido en
conocer como la época de las Revoluciones. Y es que si algo habría que
destacar de todo este período, fue cómo el pensamiento ilustrado y las
revoluciones liberales -comenzando por la Revolución Francesa de 1789-
dieron final al tiempo del Antiguo Régimen, para dar paso a la Época
Contemporánea con todas sus luces y sus sombras, pero sobre todo cómo en
ese tiempo tan convulso la Orden de Predicadores no perdió el horizonte
de su misión, viviendo siempre con el afán de adaptarse a un mundo
cambiante y de predicar la palabra de Dios a sus gentes y sus pueblos.
Hay que señalar que en todo este período
tanto en Europa como en América, la orden soportó la crisis más grande
de su historia. La inobservancia, la laxitud, la aridez intelectual,
unida a los ataques que desde el exterior lanzaron las autoridades
políticas de corte liberal, la llevaron a casi desaparecer por
completo... pero la misión encomendada por el Espíritu Santo a los hijos
de Santo Domingo, nunca pierde importancia, y por éso a partir del
siglo XIX comenzó una segunda restauración, aunque es cierto que el
número de religiosos nunca volvió a ser el de épocas anteriores.
Entre finales del s. XVII y principios del XVIII se presenta el punto culminante en cuanto al número de provincias y de frailes en toda la historia de la Orden. En 1720 la Orden tenía 49 provincias, cuatro congregaciones y cerca de 30.000 miembros. A mediados del s. XVIII el josefinismo y otros modos de Iglesias Nacionales -el intento por parte de las monarquías absolutas de hacer unas Iglesias de cada país controladas por ellos, y por tanto controlando todas las instituciones de la Iglesia- e intromisiones parecidas de los gobiernos, juntamente con la difusión de las ideas racionalistas, fueron reduciendo su número hasta el golpe fatídico de la Revolución francesa.
Las revoluciones europeas del s. XIX -herederas de la Revolución Francesa- supusieron un duro golpe para todas las órdenes religiosas pues fueron prohibidas sus misiones y presencias públicas, incautados sus conventos y muchas veces sufriendo severas expulsiones de los países, cuando no martirios en los momentos más duros de persecución. Tales medidas con el tiempo fueron amainando, y muchas de las órdenes pudieron volver a "restaurarse", regresando a su misión y labor pública, aunque ciertamente nunca llegaron a la situación anterior a las persecuciones.
Entre finales del s. XVII y principios del XVIII se presenta el punto culminante en cuanto al número de provincias y de frailes en toda la historia de la Orden. En 1720 la Orden tenía 49 provincias, cuatro congregaciones y cerca de 30.000 miembros. A mediados del s. XVIII el josefinismo y otros modos de Iglesias Nacionales -el intento por parte de las monarquías absolutas de hacer unas Iglesias de cada país controladas por ellos, y por tanto controlando todas las instituciones de la Iglesia- e intromisiones parecidas de los gobiernos, juntamente con la difusión de las ideas racionalistas, fueron reduciendo su número hasta el golpe fatídico de la Revolución francesa.
Las revoluciones europeas del s. XIX -herederas de la Revolución Francesa- supusieron un duro golpe para todas las órdenes religiosas pues fueron prohibidas sus misiones y presencias públicas, incautados sus conventos y muchas veces sufriendo severas expulsiones de los países, cuando no martirios en los momentos más duros de persecución. Tales medidas con el tiempo fueron amainando, y muchas de las órdenes pudieron volver a "restaurarse", regresando a su misión y labor pública, aunque ciertamente nunca llegaron a la situación anterior a las persecuciones.
Este período de sufrimiento dio también
figuras señeras, y el Espíritu Santo movió a muchos frailes a continuar
con la labor de la predicación de maneras diversas. Muchas de las
congregaciones femeninas de dominicas nacieron en este tiempo de los
trabajos de la predicación de frailes que continuaron su misión aún sin
un convento de referencia (San Francisco Coll por ejemplo). Así mismo
esta persecución tuvo como fruto una actividad misionera abundantísima
fuera de Europa, bien porque los misioneros fueron respetados, bien
porque los frailes que debían salir de sus países recalaban en misiones.
En España tenemos la labor de la Provincia del Rosario, que hizo una
labor en todo el oriente -comenzando a principios del siglo XVIII- desde
Filipinas al sudeste asiático, corroborada con la sangre de los
mártires como los de China -San Francisco Fernández Capillas, San Pedro
Sans y Jordá, San Francisco Serrano, San Juan Alcober Figuera, San
Joaquín Royo o San Francisco Díaz del Rincón- o los de Vietnam -Santo
Domingo de Henares, San Melchor de Quirós, San Ignacio Delgado o San
Valentín de Berrio-Otxoa- pero es cierto que las convulsiones europeas
de los tres primeros cuartos del s. XIX diezmaron incesantemente las
filas dominicanas.
Los religiosos estuvieron siempre listos, pasada la tempestad, para comenzar de nuevo. En 1805 se fundaba en EE.UU. la provincia, en seguida floreciente, de S. José, obra de Fr. Eduardo Domingo Fenwick, luego primer obispo de Cincinnati. En Francia Fr. Enrique Domingo Lacordaire -figura señera de todo este período-, conferencista de Notre-Dame de París y colaborador en un principio con Lamennais -el creador del periodismo católico-, lograba restaurar la Orden, erigiéndose canónicamente la provincia en 1850; de la provincia de Francia nacerá la de Lyon en 1862, la de Tolosa en 1869 y la de Canadá en 1909. En España la extinción llevada a cabo a partir de 1834 sólo había dejado en pie el convento de Ocaña (Toledo) como seminario de misiones de la Provincia del Rosario. En 1860 los religiosos supervivientes -ayudados por los frailes franceses- abrieron el convento de Corias en Asturias y en 1870 el de Padrón en La Coruña, quedando restaurada la provincia de España, que abarcaba toda la Península Ibérica. En 1898 se disgrega de ella la Provincia Bética en el sur, y en 1912 - con ayuda de la Provincia del Rosario- la de Aragón en el este.
En 1844 el número de frailes había
bajado en la Orden a 4.562 frailes; para 1876 eran 3.341; en 1910
subieron a 4.472. A partir de esa fecha el número de religiosos fue en
aumento.
Entre los centros dominicanos de
estudios sobresale en este tiempo el Colegio de S. Tomás de Roma,
restaurado en 1816 con facultad de dar grados en Teología. Desde 1882
pudo conferir también los grados en Filosofía y desde 1896 los de
Derecho canónico. A este colegio sucedió el Ateneo Pontificio Angelicum
en 1909. En España se creó en 1892 el Estudio General de San Esteban de
Salamanca.
Los dominicos franceses, bajo la
dirección del P. Lagrange, -que tuvo una historia personal de fidelidad y
sufrimiento por intentar modernizar el estudio de la Biblia con
criterios científicos y de fe- erigieron en 1890 la Escuela Bíblica de
Jerusalén, que en 1892 comenzó a publicar la «Revue Biblique» -la primera revista católica de estudios bíblicos-.
La Universidad del Estado de Friburgo
(Suiza) confió a la Orden en 1890 todas las cátedras de Teología y
algunas de Filosofía, enseñando allí famosos profesores como Weis,
Manser o Ramírez.
De este tiempo es también la llamada "restauración del tomismo",
recuperando el estudio de Santo Tomás de Aquino y su inmenso caudal de
sabiduría para toda la Iglesia. León XIII consagró este movimiento con
la encíclica Aeterni Patris de 4 de agosto de 1879, siendo él
quien propuso la edición crítica de las obras de S. Tomás, llamada luego
Edición Leonina, encargándosela a la Orden, y por el breve Cum hoc sit declaró Patrono de las academias, universidades y escuelas católicas a Santo Tomás de Aquino.
Tanto como sobre la enseñanza y más que en ella, se insiste en los Capítulos generales sobre la predicación, buscando nuevos métodos y mayores exigencias para lograr buenos predicadores.
Tanto como sobre la enseñanza y más que en ella, se insiste en los Capítulos generales sobre la predicación, buscando nuevos métodos y mayores exigencias para lograr buenos predicadores.
Merecida fama consiguieron los
conferencistas de Notre-Dame de París, inaugurando las conferencias
Lacordaire (1835-36, 1843-51) y siguiéndole otros dominicos como
Monsabré (1869-70, 1872-90), Olivier (1871, 1897), Etourneau (1898-1902)
o Janvier (1903-24). Junto a ello fue el tiempo de las primeras
relaciones con el mundo obrero, la apertura al mundo de la cultura y la
filosofía, o la presencia en predicaciones populares con el Rosario,
cofradías y hermandades.
Un tiempo convulso, un tiempo que de
algún modo preparó el mundo tal cual hoy lo conocemos, tanto con lo
bueno como con lo no tan bueno que tenemos, y al que la Orden quiso
responder con la fidelidad a la llamada de Dios a ser predicadores de su
Palabra para el mundo.