Durante el siglo XX las aportaciones de
la Orden de Predicadores a la Iglesia y al mundo fueron muy relevantes.
El XX es el siglo del Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia se
repensó a sí misma, su naturaleza, su identidad, su modo de estar en el
mundo, etc. La renovación o el nuevo impulso que supuso el Concilio no
surgieron, evidentemente, de la nada. Es lugar común afirmar que las
grandes corrientes que había antes del Vaticano II y debajo de él,
sustentándolo, eran la renovación de los estudios bíblicos, el
movimiento ecuménico, la recuperación de las fuentes patrísticas y el
movimiento litúrgico. Pues bien, los dominicos hicieron aportaciones de
gran calado y relevancia en la mayoría de estos ámbitos.
Piénsese, por ejemplo, que la fundación
de la Escuela Bíblica de Jerusalén en 1890 por Marie-Joseph Lagrange OP
supuso un gran avance para la exégesis bíblica católica, que
indudablemente sufría por aquél entonces cierto retraso con respecto a
la exégesis protestante y reformada. Con la Escuela Bíblica no sólo se
iniciaron estudios de alta calidad científica de los textos, sino que
esos estudios se ponían a disposición de los lectores e investigadores a
través de publicaciones o traducciones. La Escuela Bíblica no solamente
supuso la aparición de grandes exégetas en el mundo católico, como por
ejemplo Marie-Émile Boismard OP, sino que ayudó a generaciones enteras
de dominicos a utilizar convenientemente la Biblia en sus reflexiones
teológicas, como es claro en las obras de Chenu, Congar o Schillebeeckx.
Si nos fijamos en el movimiento ecuménico
tenemos que destacar a Yves Congar OP, cuyas reflexiones sobre la
Iglesia influyeron notablemente en los documentos del Concilio Vaticano
II, en el que participó. Se ha llegado a decir, no sin razón, que fue
uno de los más importantes teólogos del siglo XX. Su libro Cristianos desunidos,
de 1937, ha sido caracterizado como el primer intento de definir
teológicamente el ecumenismo. Destacan también sus ideas sobre la
participación de los laicos en la Iglesia. Para Congar la Iglesia no
debía identificarse en la reflexión teológica con la jerarquía, sino que
había más bien que caracterizarla como Pueblo de Dios, lo que le
permitió desarrollar nociones como la del sacerdocio de los fieles.
Congar era miembro del centro de estudios
que los dominicos tenían en Le Saulchoir. Allí se cultivó una forma
nueva de hacer teología que se basaba en lo mejor de la tradición
(Escritura, Padres de la Iglesia, Tomás de Aquino) y nacía del contacto
directo, de la implicación con la realidad histórica concreta del mundo
circundante. Aunque fue duramente criticada al principio, esta forma de
hacer teología recibió aprobación en el Vaticano II. Otro de los más
famosos miembros de Le Saulchoir fue Marie Dominique Chenu OP, que
utilizó las herramientas que la sociología le ofrecía para la reflexión
teológica. Chenu reflexionó sobre la importancia del trabajo, y fue uno
de los primeros teólogos en acercarse al movimiento obrero, en lo que
algunos han caracterizado como los antecedentes inmediatos de la
teología de la liberación. Chenu supo enriquecer la realidad concreta de
los obreros con sus reflexiones teológicas, y a la vez sus reflexiones
teológicas eran respuesta a esa realidad vivida por los obreros. El
famoso movimiento de los “curas obreros” tiene aquí una de sus
fuentes. También el pensamiento de Chenu influyó grandemente en los
documentos del Concilio, en cuya redacción él mismo participó.
Otro de los teólogos que más han influido
en el siglo XX es Edward Schillebeeckx OP. Con una gran formación
filosófica, el teólogo belga supo introducir las nuevas corrientes de la
filosofía hermenéutica en la reflexión teológica. En su reflexión
teológica destaca el intento de comprender la experiencia cristiana a la
luz de la experiencia humana, y viceversa. Se puede afirmar, por tanto,
que Schillebeeckx fue un teólogo de frontera, en el sentido de que sus
reflexiones se movieron siempre en ese ámbito en el que teología y
antropología se confunden, en el que lo humano y lo divino se mezclan.
Aunque hasta ahora hemos destacado la
aportación teológica, podríamos mencionar a dominicos embarcados en
otras actividades, como el sociólogo belga Dominique Pire OP, que
recibió en 1958 el premio Nobel de la Paz “por su acción de ayuda a
los refugiados a salir de los campos y a encontrar una vida en libertad
conforme a la dignidad humana”. O a los dominicos artistas, como el
pintor coreano Kim En Joong OP, o el arquitecto Francisco Coello de
Portugal OP. También los hay poetas, políticos, filósofos, misioneros,
juristas… Durante el siglo XX podemos encontrar dominicos dedicados
prácticamente a cualquiera de las actividades que hacen mejor una
sociedad, que hacen la vida más humana. Algunos son conocidos, pero
podemos mencionar también a miles de dominicos que, aunque no son
conocidos para casi nadie, han sido un ejemplo gracias a su vida de
contemplación, trabajo, reflexión, predicación y servicio. En último
término, eso es lo más relevante que se puede decir de un dominico: no
que haya conseguido este o aquél éxito, que haya desarrollado ésta o
aquella carrera profesional o artística, no que haya sentido la
felicidad pasajera de la que a veces se habla, sino que haya entregado
su vida incondicionalmente y por entero a Dios, a la Orden, a la Iglesia
y al servicio del mundo.