La experiencia del Espíritu no es una experiencia al margen del mundo ni de lo cotidiano. La experiencia del Espíritu, la experiencia religiosa, es propiamente la densidad profunda de la existencia.La experiencia del Espíritu hace que cada partícula del universo sea un pálido reflejo del esplendor y la gloria divinos. Gracias a la experiencia del Espíritu cada átomo de la creación es para nosotros una zarza ardiendo.
En los textos de las eucaristías de las últimas semanas de Pascua se nos ha presentado en muchos momentos las últimas conversaciones de Jesús con sus discípulos. Justo antes de morir, los evangelistas -especialmente San Juan- nos han presentado los discursos de despedida de Jesús, en algunos haciendo referencia él mismo a su muerte. En ellos los discípulos están con el Maestro y -quizá como nosotros- no entienden lo que les dice. Una cosa está clara en casi todos: Jesús les dice que lo van a pasar mal. Llorarán, se lamentarán y estarán tristes porque van a dejar de verle, porque Jesús va a morir horriblemente en una cruz. Pero la historia no termina ahí: al mismo tiempo Jesús les está anunciando que volverán a verle, que dentro de poco su tristeza se convertirá en alegría y una alegría que nadie podrá arrebatarles.
¿Por qué los discípulos se van a alegrar con una alegría que nadie les podrá arrebatar? La fuente de la alegría les viene de dos acontecimientos que son en realidad inseparables: la experiencia de la resurrección y la experiencia del Espíritu. Al experimentar la resurrección los discípulos descubrieron que las palabras del Maestro tenían sentido, que su modo de ser y actuar era válido, que toda la esperanza que habían depositado en él no quedaba defraudada y que Dios daba su visto bueno a todo. La resurrección significaba que ese mal que habían tenido que soportar, esa tristeza y ese llanto habían sido vencidos por la vida y la alegría. La experiencia del Espíritu es lo que siguió manteniendo a los discípulos, una vez que dejaron de ver a Jesús, en aquella alegría.
Los discípulos de primera hora vivieron con Jesús, le vieron resucitado. Pero ¿qué pasa con nosotros? ¿Cuál es el fundamento de nuestra alegría? Nosotros hemos leído muchos libros sobre Jesús, pero no le conocimos. Que yo sepa, no se nos ha aparecido a ninguno. Pero hay algo que sí está en nuestra mano: cultivar la experiencia de la resurrección, la experiencia del Espíritu. En el fondo toda la Pascua, los cincuenta días tras la resurrección, son una preparación para esos acontecimientos inseparables: Ascensión y Pentecostés.
El Espíritu nos ha sido concedido en una pluralidad de dones: desde la propia existencia hasta las riquezas personales de cada uno, todo es obra del Espíritu. No tenemos que esperar la acción del Espíritu, porque el Espíritu ya está actuando. No hay que esperar acontecimientos maravillosos, grandiosos prodigios, prestidigitaciones o espectaculares pruebas. El Espíritu ya ha venido, ya actúa, ya vive en nosotros. Está ahí desde antes de la creación del mundo: intervino en ella, la anima y la sostiene en el ser. Actúa, está, vivifica y mueve las cosas, es el alma de los pequeños gestos que nos unen, es la fuerza que en nosotros nos impulsa a vivir como hermanos. Pero no es una fuerza irresistible que nos obliga. Es una fuerza que respeta escrupulosamente nuestra libertad. El Espíritu nos conduce a nuestra auténtica existencia de hermanos, pero sólo si somos dóciles a su impulso, si nos hacemos conscientes de que ya hoy, ahora, ha llenado de dones nuestra vida.
Tenemos que aprender a ser dóciles al Espíritu: aquietar nuestra mente embarullada de ideas, sosegar nuestro deseo insaciable. Si oramos, si contemplamos y damos ocasión a la experiencia del Espíritu, nuestro activismo se convertirá en acción. Nuestra espera no se llenará de expectativas sino que se preñará de esperanza. Nuestro deseo se transformará en compasión. Y nuestro tiempo producirá la eternidad, igual que el árbol produce su fruto maduro.
Experimentar el Espíritu implica asumir un riesgo. Hay que salir a lo otro, viajar a lo diferente, a lo absolutamente desconocido, dejarnos transformar y modificar por ello. Hemos de renunciar a nosotros y salir a los demás. ¡Se dice fácil esto de renunciar a nosotros! Si no hay experiencia del otro que modifica el yo, es más, si no hay experiencia del otro que aniquila el yo, no hay experiencia en absoluto. Abrirse a los otros, transformarse en la convivencia con ellos, es buen modo de comprender que nosotros no somos absolutos, y que sí lo es el Espíritu que habita en nosotros.
Una comunidad de personas dóciles al Espíritu no es una comunidad llena de envidias, de reproches ni de caras largas. Una comunidad de personas abiertas al Espíritu es una comunidad de hermanos, donde a pesar de los males y los errores reinan la alegría y la esperanza. Es una comunidad de personas que bailan. ¡Sí, sí, que bailan! porque como dice uno de los evangelios apócrifos del Nuevo Testamento, «Quien danza escucha al todo; quien no danza no entiende lo que sucede».
Una comunidad animada por el Espíritu es una comunidad abierta hacia el mundo, que es capaz de ver más allá de sus muros y compadecerse de la situación penosa por la que pasan las personas alrededor. Una comunidad animada por el Espíritu ve las cosas con los ojos de las víctimas, con la mirada de los últimos, de los desahuciados de la sociedad y los favoritos de Dios. Es, por eso, una comunidad que ha salido del letargo y de la ceguera. Una comunidad animada por el Espíritu es una comunidad capaz de vencer el narcisismo, capaz de resistir la tentación del gueto.
La experiencia del Espíritu no es una experiencia al margen del mundo ni de lo cotidiano. La experiencia del Espíritu, la experiencia religiosa, es propiamente la densidad profunda de la existencia. Es el corazón y la fuente de la conciencia, la luz de la que emana toda otra luz. La experiencia del Espíritu hace que cada partícula del universo sea un pálido reflejo del esplendor y la gloria divinos. Gracias a la experiencia del Espíritu cada átomo de la creación es para nosotros una zarza ardiendo.
Por el Espíritu experimentamos que somos inmortales, que a pesar de que la figura del mundo presente termina, estamos llamados a una forma de existencia de una riqueza inagotable, de una alegría indescriptible. Fuimos creados para la luz indeficiente y la transparencia del amor, y cuando las sombras y opacidades de este mundo cesen, entonces, la alegría que aquí ha comenzado, allí llegará a plenitud.
Vivir desde el espíritu, o mejor, dejar que sea el Espíritu el que vive en nosotros: esta es la fuente de la alegría que nadie nos podrá arrebatar, de la vida que nadie nos podrá arrebatar.
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento de San Esteban, Salamanca
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Con el Espíritu se nos da el don del Amor
Comentario bíblico de: Fr. Gerardo Sánchez Mielgo
Primera lectura: (Hechos 2,1-11)
Marco: Los Apóstoles presididos por María y acompañados de otras piadosas personas, esperan, en armonía y en oración, la Promesa del Padre. Pentecostés supone la realización plena de la obra salvadora y el comienzo de su actualización hasta que vuelva el Señor.
Reflexiones
1ª) ¡Permanecían unánimes y en oración: la fuerza del Espíritu!
Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés... De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Estaban todos los apóstoles juntos, unánimes, en oración con las mujeres, con María la madre Jesús y sus hermanos. Jesús les había mandado que no se alejasen de Jerusalén, que esperasen allí la Promesa del Padre, es decir, al Espíritu Santo, y así lo han cumplido. A Lucas le gusta recordar que la venida del Espíritu Santo acontece cuando están juntos y en oración (Hch 4 y 13). Es el clima apropiado para recibir el Don del Padre. En la oración se recibe al Espíritu y en la oración se renueva constantemente su presencia. Es necesario buscar espacios y tiempos de silencio y escucha para recibir y percibir la presencia del Espíritu. A lo largo del desarrollo del pensamiento sobre el Espíritu en la historia de la salvación se puede verificar que, en los orígenes de esa reflexión, aparece el viento tempestuoso y huracanado como manifestación del poder y de la soberanía de Dios. Es el punto de partida. Más adelante se descubrió en el respirar de los seres vivos como manifestación de la vida. En este momento se recuerdan aquellas primeras manifestaciones para indicar que el acontecimiento entra dentro de los planes de la manifestación del poder soberano de Dios. El Espíritu todo lo penetra y todo lo llena con su presencia. El Espíritu es inasible, desborda todo intento de querer encuadrarlo, poseerlo o dominarlo. Es soberano y dinámico.
2ª) ¡El Espíritu, don escatológico!
Se llenaron todos del Espíritu Santo... Empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería... En el Antiguo Testamento cuando se quiere expresar esta actuación se le contempla en tres líneas fundamentales: en primer lugar, en la línea de actuación de la salvación manifiesta su poder en aquellos que fueron elegidos para llevar adelante la salvación del pueblo de Dios. El Espíritu actúa en ellos, pero no de modo permanente y sólo como representantes del pueblo. En segundo lugar, el Espíritu actúa en los profetas para prepararles a la misión y para que puedan realizarla superando todas las dificultades y contradicciones. En tercer lugar, el Espíritu aparece como la gran promesa escatológica (Isaías, Ezequiel y Joel), es decir, como un don para el final de los tiempos. Esta promesa se realiza en el Mesías, en toda la comunidad y en cada uno de sus miembros. Y en todos ellos estará de manera permanente. Obsérvese que en griego no lleva artículo determinado (Lucas lo utiliza habitualmente). Se trata, por tanto, del Espíritu Creador que realiza la nueva creación y que han de hacer presente en el mundo los Apóstoles. El milagro de las lenguas está más en los oídos de los oyentes que en los labios de los Apóstoles. La finalidad de este fenómeno está en relación con la enumeración de los pueblos que se encuentran representados en Jerusalén. Se trata de una lista que incluye la totalidad de los pueblos entonces conocidos. Pues bien, Lucas quiere hacer notar sutilmente que se restaura la comunión entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí, rota en Babel, y que esta comunión entre los pueblos se llevará a cabo por la evangelización impulsada por el Espíritu. Cuando se anuncia el Evangelio en cualquier parte del mundo se está rubricando este don del Espíritu y se ofrece a los hombres la causa que garantiza la verdadera comunión.
Segunda lectura: (1 Corintios 12,3b-7.12-13)
Marco: El contexto es el mal uso de los carismas.
Reflexiones
1ª) ¡El Espíritu al servicio de la fe cristológica!
Nadie puede decir «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. El contexto en el que hay que leer estas palabras es el martirial. No se trata de una invocación de Jesús como Señor realizada, por ejemplo, en la oración o en lo íntimo del corazón. Más bien se trata de una situación extrema de persecución: cuando los creyentes se encuentran ante los tribunales y son sometidos a la confesión de fe o amenazados de muerte (Mt 10, 17-20). El Espíritu es el continuador de la obra de Jesús, el que había de facilitar la comprensión de la identidad de Jesús y el sentido de sus palabras. Pues bien, el apóstol Pablo recuerda en este fragmento que la confesión esencial (reconocer a Jesús como Señor) sólo es posible en el Espíritu Santo. Tanto en la confesión como en el testimonio, el mismo Espíritu Santo es quien acompaña a los creyentes a realizar este acto de fe que sólo es posible con y en el Espíritu Santo.
2ª) ¡Diversidad de dones para un mismo bien común!
Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu... En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común... Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. El Espíritu es soberano para distribuir los carismas y los dones en bien de la Iglesia. Acoger esta diversidad de dones es acoger la acción providente del Espíritu. En la primera Iglesia como en la actual abundan los dones. Todos los carismas, con su distinta función y misión, proceden del mismo Espíritu. Pero Pablo nos advierte, apoyado en la experiencia dolorosa de su querida comunidad de Corinto, que nadie se puede arrogar carismas que no ha recibido, que nadie se vanaglorie de su carisma como si le fuera concedido por méritos propios. Y que nadie los utilice para crear división, porque todo ello estaría fuera del proyecto del Espíritu cuando concede los carismas. Estos carismas manifiestan la diversidad para conseguir la comunión y la unidad. El nuevo título de la pertenencia al pueblo de Dios ya no es el de la herencia de sangre y raza, sino el signo sacramental del bautismo. Este sacramento de regeneración hermana a todos los pueblos que aceptan el mensaje, porque es un nuevo nacimiento en el Espíritu y, por tanto, se establecen nuevas relaciones. Por eso el bautismo en un mismo Espíritu anula y hace desaparecer las diferencias antiguas. Todos formamos un mismo cuerpo. Pentecostés nos invita de diversas maneras a abrir fronteras y ensanchar horizontes.
Evangelio: (Juan 20,19-23)
Marco: Forma parte del conjunto de las apariciones del Resucitado.
Reflexiones
1ª) ¡Reconocimiento de Jesús vivo: El Espíritu realiza la nueva creación!
Les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Como el Padre me ha enviado así os envío yo a vosotros... Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos. En la escuela joánica se insiste de modo particular en la misión. El Padre envía al Hijo al mundo para salvarlo y no para condenarlo. El Padre y el Hijo envían al Espíritu, y juntos a los apóstoles. La cadena de la misión se prolonga hasta la vuelta del Señor glorioso al final de los tiempos. Este carácter teológico de la misión se traduce en un sentido misionero que invade el Evangelio. Aliento y viento se expresan en hebreo con el mismo término de Ruaj (que en griego se traduce por Pneûma y en castellano Espíritu). Este doble sentido del término es el que expresa toda la riqueza del Espíritu. Es necesario observar algunos detalles para la comprensión del fragmento. En primer lugar, Jesús es el transmisor del Espíritu. Se ha cumplido la era mesiánica y Jesús, verdadero Mesías, dispone del Espíritu recibido del Padre y lo entrega a sus discípulos. En segundo lugar, el verbo «exhalar» remite a dos momentos importantes en el plan del Dios Creador y Salvador: la creación del hombre (Gn 2,7), en cuyo texto se afirma que Dios sopla en las narices de la imagen elaborada con la arcilla y se convierte en un ser vivo. El hombre es un ser vivo por la acción del Espíritu. En segundo lugar, la visión de los huesos secos que vuelven a la vida (Ez 37). Esta visión se enmarca en el exilio de Babilonia. Los huesos secos representan a la casa de Israel que ha perdido su esperanza y siente el peso del silencio de Dios. De nuevo aparece el Espíritu y de nuevo la misma expresión verbal soplar. Este acontecimiento histórico se convierte en un símbolo de la nueva creación por obra del Espíritu. Estos datos precedentes nos ayudan a valorar las expresiones de Juan cuando nos transmite que Jesús resucitado se hace presente entre sus discípulos, sopla su aliento sobre ellos y les entrega el Espíritu.
2ª) ¡Nueva creación y perdón de los pecados!
Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. El don del Espíritu Creador se manifiesta en el perdón de pecados. El pecado es el que malogró, en el paraíso, el proyecto de Dios sobre el hombre que lo quiso y lo formó para la vida y felicidad, pero en la obediencia y comunión con su Creador. El hombre desconfía de su propio Creador y comete el pecado de querer ser él mismo al margen de Dios que le creó, rompiendo su dependencia de Él. El Espíritu Santo, llevando adelante su actividad de perdonar los pecados a través de los Apóstoles y de la Iglesia, hará presente en el mundo la nueva creación; manifestará en el mundo el verdadero proyecto de Dios. El pecado no está en la textura original del hombre. Por eso podemos afirmar que el pecado no es humano, es decir, no entra en el proyecto original que Dios tiene para el hombre. Y por eso se puede decir que Jesús no lo pudo tener como hombre (porque como Persona divina repugnaba frontalmente), aun cuando se afirme que fue igual a nosotros en todo. Con la reconciliación universal, obra de la muerte-resurrección de Jesús actualizada siempre por el Espíritu Santo, aparece de nuevo cuál fue el proyecto original de Dios.
Fr. Gerardo Sánchez Mielgo
Convento de Santo Domingo. Torrent (Valencia)
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Abramos el corazón al Santo Espíritu
Ven, Espíritu Santo, llena nuestros corazones con tu presencia, y haznos dóciles a tus delicadezas. Amén.
Tú nos decías, Jesús, en el evangelio:
“Os conviene que yo me vaya, porque si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros” (Jn 16,7).
En estos momentos cruciales de la humanidad, en los que el Evangelio parece perder su fuerza y no tener acogida, recuerda, Señor, que te fuiste para seguir ayudándonos con el envío de tu poderoso Espíritu. Que vuelva presto. Andamos necesitados de nuevo Pentecostés.
Tú nos decías, Jesús, en el evangelio:
“Cuando venga el abogado que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15,26).
Estamos muy necesitados de ese “testimonio”, pues nuestra cultura europea, nuestra suficiencia económica y técnica, y la miseria de muchos pueblos, necesitan de un “testimonio de lo alto” que les obligue a usar otro lenguaje y a vivir todos impregnados de nuevo espíritu que nos haga iguales, hermanos entre nosotros, e hijos de Dios.
Tú nos decías, Jesús, en el Evangelio:
“Cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará las cosas venideras” (Jn 16,13).
¡Oh cielo! Estamos, señor, muy necesitados de aceptar y seguir la Verdad del Espíritu. Pero ¿qué hemos de hacer si los pobres mortales no queremos oír hablar del misterio de Dios, de nuestro encuentro definitivo con Él, de nuestra vocación de hijos en el Hijo que nos lleva al seno del Padre?
Tú nos decías, Jesus, en el Evangelio:
“Vosotros ahora tenéis tristeza; pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16,22).
Esto sí que es consolador, Señor. Aunque no entendamos cómo será, Dios acabará triunfando de todas las cosas, de todas las infidelidades, y un día rebosará nuestro corazón porque su gloria, su amor, su salvación, llena de gozo a todos los redimidos.
Que cambie pronto, Señor, el llanto de los desgraciados por las lágrimas de alegría, el sufrimiento de los apóstoles por la gracia de la felicidad, la manipulación de los débiles por el canto a su dignidad.
Tú nos decías, Jesús, en el Evangelio:
“Yo rogaré al Padre por vosotros, pues el mismo Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y creído que yo he salido de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16,28).
Gracias, Señor, porque aseguras que el Padre nos ama. Mantennos en esa seguridad que da la fe; muévenos a actuar como amados de Dios, como amigos de Dios, como experimentados en la felicidad que comporta llevar dentro de nosotros, en los más hondo de nuestro ser, el Misterio de Dios habitando como en un templo, como en su casa amiga.