El misterio de Dios y los misterios de Cristo
El misterio eterno, que es Dios, se nos ha hecho manifiesto a los hombres en los misterios temporales de Cristo y su ser trascendente en los tiempos de un hombre, que ha hecho el camino de nuestra historia para concluirlo en la muerte y abrirla a una plenitud prometida. El Ser de Dios y el tiempo de Cristo coinciden y son inseparables. En los días de su vida mortal ha trasparecido el relumbre de lo eterno; del eterno que es Dios mismo y de la vida eterna prometida a sus criaturas. La transfiguración es ese momento de la vida de Cristo en que la gloria y eternidad inciden en el tiempo y el mundo, permitiéndonos adivinar la identidad de Cristo, a la vez que adivinar lo que es nuestro destino. En su ser, por tanto, se refleja el ser de Dios y se anticipa el destino de los hombres.
La actualización perenne de Cristo en el mundo
Aquella historia pasada de Cristo se actualiza en la Iglesia por las diversas formas en las que la comunidad, alentada por el Espíritu y guiada por los apóstoles, va haciendo presente su persona y su obra: la liturgia, el relato que los Evangelios nos dejaron, las representaciones artísticas. La memoria de los hombres, la potencia del Santo Espíritu y el poder creador que Dios otorgó a sus criaturas confieren presencia viva al que existió en un lugar y tiempo concretos del mundo, pero cuya perennidad glorificada en Dios le hace ya contemporáneo de todos los hombres en todos los lugares. Ha habido, por tanto, relato de la transfiguración, celebración litúrgica de la transfiguración y representaciones artísticas de la transfiguración. Homilías, comentarios espirituales y teológicos han intentado recuperar los hechos vividos por los protagonistas de entonces, a la vez que desvelar su sentido para todos los creyentes posteriores. «La celebración litúrgica ha ido actualizándola por la fuerza del Espíritu, que transforma los dones y ofrendas que los creyentes hacen a Dios a la vez que a los donantes y oferentes para hacerles partícipes del cuerpo entregado por nosotros, que ya es cuerpo de gloria y de santificación». Las representaciones artísticas, que no han cesado desde la primera que tenemos en el Oriente (mosaico del ábside de la iglesia de Santa Catalina del monasterio en el Sinaí, siglo VI) y en Occidente (mosaico de San Apolinar en Classe, cerca de Rávena, en torno a 549) hasta nuestros días, nos han ido acercando a la voz que se oyó del cielo y a la figura transfigurada.
La irrupción transformadora de la «Gloria»
¿Cuál fue la realidad de esa «transfiguración» de Jesús, que Lucas sitúa en la soledad y en la oración? Marcos y Mateo hablan de una «metamorfosis». La forma y figura de Jesús cambian ante los tres testigos, Pedro, Santiago y Juan. San Lucas, que no quiere que sus lectores paganos, acostumbrados a la metamorfosis de los dioses en figuras humanas, confundan a Jesús con un héroe o dios más, utiliza otra fórmula: «Y mientras él oraba, el aspecto de su rostro se volvió otro, y su vestidura blanca, relampagueante» (9, 29). La palabra del Padre y la acción del Espíritu Santo sobre el hombre Jesús sacan a la luz visible lo que constituye su realidad filial y eterna, que permanece invisible para los ojos humanos. La claridad divina y el peso de ser, que el Hijo comparte con el Padre y el Espíritu, transfunden plenamente esa humanidad, que hasta ahora ha quedado ligada y atenida a las condiciones de una encarnación en ocultamiento y límite, para hacerla manifiesta ante los que le acompañan. El que es Hijo eterno hace redundar su divinidad en su humanidad, de forma que resuena en el espacio y en el tiempo humanos lo que él es desde siempre como Hijo y que ahora se expresa en la humanidad, finita y creada, tomada de María.
La teología y la espiritualidad han leído la transfiguración de Jesús en dos claves levemente diferenciadas. Una lectura ha visto en este acontecimiento una anticipación, como un destello previo y anunciador de la futura resurrección. Se estaba haciendo presente ya aquí la futura resurrección de Cristo y la nuestra. Lo que le será dado a la humanidad de Cristo, como fruto de su libertad entregada a la voluntad del Padre y al servicio de los hombres, le es anticipado aquí. Como en una hendidura del tiempo, la gloria de Dios se comunica a esa humanidad y redunda sobre los que la contemplan. El Salvador es transfigurado; su carne sigue siendo humana, pero participando en el destello de su gloria primigenia. La otra lectura ve la transfiguración desde la encarnación: el que es Hijo eterno y ha retenido su gloria, ahora la deja repercutir sobre su humanidad en plenitud y sobre los discípulos como promesa. La primera lectura, por tanto, se centra en la resurrección y humanidad de Jesús; mientras que la segunda se centra en la encarnación y en su divinidad, plenamente real desde el comienzo. La transfiguración es así la síntesis del misterio de Jesús: el que es partícipe de la gloria de Dios asume nuestra carne, sin perder su divinidad, pero a la vez asume nuestra historia y por ello retiene esa gloria cuando lleva a consumación la obra encargada por el Padre. En la resurrección es Hijo en plenitud, no sólo de divinidad eterna, sino de humanidad temporal.
Los padres y teólogos han visto en conexión ambos misterios: el bautismo de Jesús y su transfiguración. Sobre todo la teología griega, que ha acentuado la significación del Espíritu Santo en la configuración de la humanidad de Cristo: gestándola en las entrañas de María, viniendo sobre ella en el bautismo, transfigurándola en la montaña y asumiéndola en la resurrección a la plenitud de Dios. De esta forma ha pensado el significado del tiempo y de la duración, de la libertad y de la oración en la vida de Jesús. Éste ha ido siendo Hijo encarnado, en la medida en que ha ido siendo hombre realizado. La realización de la existencia humana se inicia con la concepción y se consuma con el acto supremo de la muerte. El Espíritu Santo ha acompañado a Jesús desde la concepción a la muerte.
La teología griega, desde la patrística hasta Boulgakof en nuestros días, ha establecido la conexión entre el bautismo y la transfiguración de Jesús con la acción del Espíritu sobre él, que es quien transforma la oscuridad de nuestros cuerpos en la claridad de la gloria de Dios; y nuestra mortalidad y pesadumbre en la alegre y eterna levedad del ser de Dios. Santo Tomás, que también aquí es genial, ya que es de los pocos que trata de la transfiguración de Jesús entre los misterios de su vida, ve en ella el resultado de la acción del Espíritu sobre la humanidad de Jesús y una revelación del misterio trinitario para nosotros: «En el bautismo, donde fue declarado el misterio de la primera regeneración, se mostró la operación de toda la Trinidad por el hecho de que estuvo allí el Hijo encarnado, apareció el Espíritu Santo en figura de paloma y el Padre se manifestó a sí mismo en la voz. Así también en la transfiguración, que es el sacramento de la segunda regeneración, apareció toda la Trinidad, el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, y el Espíritu Santo en la nube clara; porque de la misma forma que en el bautismo da la inocencia, así en la resurrección dará a los elegidos la claridad de su gloria y el refrigerio de todo mal, que es designada por la nube claras».
La Transfiguración en la vida del cristiano
Todo lo que ocurre en Jesús ocurre en él y para él, pero a la vez se está anticipando y prometiendo lo que es el destino y vocación de todos los que íbamos a creer en él, a seguir sus huellas y a compartir su muerte, culminada en la resurrección. En el contexto en que la relatan los evangelistas quieren ilustrar a los discípulos para que comprendan la mesianidad de Jesús no en clave política, ni social-revolucionaria, tal como los títulos de Mesías, Rey y Soberano podían hacerla pensar, sino en la figura del Siervo de Yahvé, que pasa por el sufrimiento, que asume la suerte y el pecado de los suyos, que va a la resurrección pasando por los sufrimientos. La figura del Mesías, y con ella la de los que llevan su nombre (Mesías, Cristo - creyentes, cristianos), tiene en este mundo los estigmas del dolor y de la sangre, hasta la muerte. Pero a la vez la transfiguración ilustra sobre la última etapa: sufrimientos y crucifixión no son la última fase de la vida de Jesús y la última palabra de Dios. Por eso, a la luz de la transfiguración, los apóstoles podrán superar el escándalo de la muerte del Maestro, para la que él los ha preparado.
Además de una función ilustrativa, este misterio abre el sentido de la vocación cristiana. Ella es también parte de nuestra existencia. El bautismo nos ha conformado a su muerte y resurrección, Llevados por su Espíritu podemos sentirnos hijos de Dios, clamar gozosa y filialmente Abba ante Dios, ser libres en el mundo. Ese Jesús que va viviendo tiempos de gozo y de dolor, de pasión y de gloria, es al que nosotros nos tenemos que configurar y conformar. Las grandes figuras de la historia de la espiritualidad han ido mostrándonos como redobles de sus misterios. Todos los santos han sido tales por identificación con su persona y por haber compartido y revivido, con especial intensidad, uno u otro de sus misterios. Han querido identificarse con el alma de Cristo y con su cuerpo, revivir sus llagas, sentir sus dolores, vivir de su oración, identificarse con su aliento filial para con el Padre. En una palabra, transformarse internamente y transfigurarse externamente hasta ser como él. Los estigmas de San Francisco, la transverberación de Santa Teresa, las enfermedades y agonías de otros santos, son redundancia en la corporeidad de esa identificación viva con la persona, los deseos y sentimientos de Jesús. Quien es del todo como Jesús termina pareciéndose a él. ¿Qué extraño que sienta su agonía en unos momentos y su gloria en otros? Sor Isabel de la Trinidad oraba: «¡Oh Cristo, Amado mío..., os pido que me revistáis de vos e identifiquéis mi alma con todos los sentimientos de la vuestra…». Raíssa Maritain escribió un poema o súplica bajo este título: «Transfiguración».
Ésa es la vocación cristiana: transformarnos en Cristo por la acción de su Espíritu Santo, para participar en su filiación y así estar radicados en el misterio de Dios, como enseña Pablo: «Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Co 3, 18). «Nuestro Salvador, el Señor Jesucristo, reformará el cuerpo de nuestra vileza, conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someterse a sí todas las cosas» (F1p 3, 20-21).
La transfiguración de Jesús ilumina así también el destino final de nuestros cuerpos: ser conformes al suyo glorioso, esto es, «conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándome a él en la muerte, por si logro alcanzar la resurrección de los muertos» (Flp 3, 10).
Olegario González de Cardedal
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.