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Santos Andrés Kim, Pablo Chong y cc.mm.

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Mártires de Corea


Persecuciones de 1839-146, 1866-1867

Una iglesia plantada por seglares

El primer contacto serio entre el catolicismo y un grupo de coreanos se dio en el último tercio del siglo XVIII, cuando unos diplomáticos coreanos conocieron en Pekín a los jesuitas. Éstos los recibieron amablemente en su casa, les enseñaron las iglesias que mantenían abiertas en la ciudad y les dejaron libros, entre ellos el catecismo. Vueltos a Corea, estos libros fueron leídos con interés por el grupo y por sus amigos, todos ellos personas de buena preparación cultural, y el interés se convirtió en algo práctico cuando decidieron enviar a Pekín a uno de ellos, Piek-i, a fin de que conociera el cristianismo con mayor profundidad. Pero Piek-i le pasó la tarea al joven Ri-Sheung-hu-i, el cual en 1783 fue a la capital china y aquí entró en contacto con el obispo monseñor Gouvea. Estos contactos dan pie a que el joven se instruya formalmente en orden al bautismo y efectivamente lo bautice el misionero francés Louis de Granmont, imponiéndole el nombre de Pedro. Vuelve a Corea cargado de libros y objetos religiosos y con el entusiasmo de un neófito se dedica a hacer propaganda del cristianismo entre sus amistades. Y sin pararse en barras, comienza a bautizar a sus amigos que se deciden por el cristianismo y forma una comunidad católica —la primera— de Corea. Comenzaron a tener reuniones los domingos en casa de Kim-bom-u, hasta que las autoridades civiles cayeron en la cuenta de la creación de este nuevo grupo religioso y decidieron prohibirlo en marzo de 1785, arrestando y torturando a Kim-bom-u, y enviándolo al destierro, donde al poco murió.

Pero en 1787, Ri-Seung-hu-i decidió reorganizar la comunidad y, creyendo que podía proceder por su cuenta, designó a cuatro de los cristianos como presbíteros y se permitieron decir misa sin haber precedido una regular ordenación y administrar los demás sacramentos. Además conservaron la costumbre de la veneración a los espíritus de los antepasados pero como no estaban del todo seguros de su proceder, enviaron a uno de ellos a consultar con monseñor Gouvea y a pedirle que les mandara sacerdotes. Monseñor Gouvea naturalmente se llenó de extrañeza de tal proceder y les envió a un sacerdote chino, pero éste tardó mucho en llegar a Corea.

La persecución. Llegan misioneros

Mientras tanto se produjo una formal persecución del cristianismo, toda vez que en 1791 los cristianos fueron denunciados al rey y algunos de ellos murieron a causa de su fe.

Se produjeron así los primeros martirios. Pero ello no fue todavía sino un comienzo de lo que vendría en 1801, cuando la reina regente Chong-su prohibió formalmente el cristianismo como algo ajeno a la tradición y al alma de Corea y mandó a la muerte a trescientos cristianos, entre ellos al sacerdote chino que estaba por fin en Corea desde 1794. En 1812 los cristianos se dirigieron al papa Pío VII pidiéndole misioneros y diciéndole que ellos eran diez mil, cifra que algunos quieren considerar como abultada adrede para conmover al papa. La misiva no dio resultado y fue repetida ante el papa León XII en 1827, y continuamente insistían ante el obispo de Pekín en su necesidad de sacerdotes. Por fin se nombró un vicario apostólico en 1831, pero éste murió sin haber llegado a su destino. Era monseñor Bartolomé Brugiére y pertenecía a la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, a la que la misión coreana se encomendaba. Murió en Mongolia en 1835.

Entonces la Santa Sede nombró a San Lorenzo Imbert, que con los presbíteros San Pedro F. Mauban y San Jaime H. Casta, serian los primeros misioneros occidentales en llegar a Corea.

Ellos encontraron una comunidad realmente existente, en donde la fe era viva y en donde el ejemplo dado por los mártires de los años anteriores era un estímulo de perseverancia en la fe. Los cristianos se sintieron muy alentados por las virtudes de los misioneros que por fin tenían entre ellos. Su ejemplo de pobreza, humildad, dedicación y entrega los animó muchísimo, y aceptaron de buena gana las nuevas estructuras que le dieron a la comunidad, una comunidad que hay que llamarla bien unida y compacta, y que dio numerosas pruebas de estrecha solidaridad mutua. Con clara conciencia de qué era lo principal, ya en 1837 enviaron a tres candidatos al sacerdocio a Macao para su formación, completamente seguros de que el futuro de la Iglesia coreana pasaba por la pronta formación de un clero nativo. Uno de estos tres jóvenes será San Andrés Kim, el que encabeza en la canonización la lista de los mártires.

Los cristianos de Corea pertenecían a todas las clases sociales, incluyendo las altas y las más bajas, personas de la ciudad y personas del campo. Ya había vírgenes consagradas, aunque naturalmente no había conventos, y había eficientes catequistas. Se ayudaban los cristianos entre sí y se protegieron mutuamente en la persecución. Acogían con amor a los misioneros y los llevaban de una casa a otra para protegerlos, y corrían con generosidad los riesgos que ello comportaba. La caridad con los cristianos necesitados recordaba la comunión de bienes de la Iglesia primitiva.

La gran persecución

En esta comunidad comenzará a cebarse la nueva persecución que tuvo lugar en el corazón del siglo XIX y a la que pertenecen los santos que Juan Pablo II canonizó en Seúl el 6 de mayo de 1984, siendo el primero de ellos de 1838 y el último de 1867, treinta años de prueba que la comunidad católica soportó con entereza y con entrega plena a la voluntad de Dios. Bien ha merecido esta comunidad cristiana que la Santa Sede reconozca su epopeya martirial con la canonización simultánea de esos 103 mártires que habían sido beatificados en varias cerernonias sucesivas, no conjuntamente. Entre ellos, pues, no están los del siglo XVIII ni los de la persecución de 1801 y siguientes, cuyo estudio está pendiente todavía.

José Luis Repetto Betes

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.

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