Isaac, el padre, había llamado a Jacob, le había dado su bendición y le había mandado no tomar mujer en Canaán. Recibida la bendición paterna, Jacob debía encaminarse a casa de Labán, su tío, hermano de su madre Rebeca. Isaac ratifica la promesa: Jacob será bendito con la bendición de Abraham y poseerá la tierra en que habita como extranjero.
La madre, Rebeca, le propone huir de su hermano Esaú, y refugiarse en Jaram, en casa de Labán, su hermano (Gen. 27, 43); Isaac determina que debe ir allí a buscar esposa entre las hijas de su cuñado (ib., 28, 4).
Jacob acepta estos temperamentos; en ellos ve la voluntad de Dios, y en la voluntad de Dios, la promesa de la bendición, que iba a descender a la tierra por el sacrificio de Isaac.
Jacob se pone en camino con plena conciencia de su vocación profética. El, su vida, su matrimonio, sus hijos, la bendición que al morir les imparte a cada uno de ellos, todo es profético. El debe tener hijos, para formar la familia y el pueblo, que deberá borrar la maldición de las naciones. La bendición debe en él madurar y fructificar. Una cosa es que esa familia, ese pueblo, haya sido fiel o infiel a su misión, otra es su misma vocación divina.
Jacob está constituido en primogénito, heredero y recipiendario de aquella gracia especial que le constituye en algo único en la humanidad. Era una doble paternidad: paternidad natural, con respecto a sus hijos, y paternidad espiritual con respecto al pueblo elegido, salido de él.
Iría Jacob pensando en estos misterios, cuando llegó a un lugar donde se dispuso a pasar la noche (Gen. 28, 12); nada más natural, pero esa noche se ve claramente investido de su misión profética.
"Tuvo un sueño en el que veía una escala que, apoyándose en tierra tocaba con la cabeza en los cielos, y que por ella subían y bajaban los ángeles de Dios. Junto a él estaba Yahvé, que le dijo: Yo soy Yahvé, el Dios de Abraham, tu padre, el Dios de Isaac; la tierra sobre la cual estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será ésta como el polvo de la tierra, y te ensancharás a occidente y oriente, al norte y al mediodía, y en ti y en tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra. Yo estoy contigo, y te bendeciré adonde-quiera que vayas, y volveré a traerte a este tierra, y no te abandonaré hasta cumplir lo que te digo" (Gen. 28, 12-15).
Tuvo un sueño. Los sueños tienen un lugar en las profecías. La Biblia cuenta con sueños proféticos; no por eso debemos concluir que todos los sueños anuncian un futuro.
José, el hijo del mismo Jacob, tiene un sueño profético, que concita el rencor de sus hermanos (Gen. 37, 5). En Egipto, el Faraón tiene sueños que son interpretados por el mismo José (Gen. 41, 25-26). Sueña Nabucodonosor, y su sueño es interpretado por Daniel (Dan. 2, 1). Por último, el más importante: la aparición en sueños del ángel a San José, para anunciarle la concepción divina de María (Mt. 1, 20). El Faraón y Nabucodonosor poseen la imagen profética de un acaecimiento futuro, pero sin entenderla. En cambio, bien lo entiende San José, como son capaces de interpretar (judicium de acceptis), Daniel y el hijo de Jacob. En el sueño profético, bíblico, donde es seguro que interviene la inspiración divina, se trata de imágenes fijadas por la misma inspiración para significar algo. Tal fue el sueño de Jacob.
Para estudiar la tipología de la escala, veámosla: por un extremo fija en la tierra, por el otro toca el cielo. Los ángeles de Dios suben y bajan por sus escalones, vienen del cielo a la tierra o suben de la tierra al cielo.
Los Padres difieren por asignarle unos un sentido alegórico, refiriéndola a la encarnación del Verbo, o un sentido tropológico o moral, significando la vida de las virtudes cristianas y su perfección.
Muchos Padres siguiendo a Filón -dice el P. de Vaux- han visto en la escala de Jacob la imagen de la Providencia (1). Cornelio Alápide asigna esta opinión a Teodoreto, Ben Esra, etc. Es más pro-bable que sea de este último. El famoso Filón, judío alejandrino, en una concepción neoplatónica, pensaba que los escalones eran grados de pureza del alma o etapas en la migración del alma humana de un cuerpo a otro. Orígenes presenta también una interpretación parecida, según la diversa participación en el bien por la virtud o caída en el pecado.
San Agustín deja estas interpretaciones simbolistas para buscar una alegórica, es decir, como tipo profético de una realidad neotestamentaria a cumplirse en Cristo Jesús. En el comentario al Salmo 79, la escala de Jacob significa a Cristo en la Cruz donde recibió a la Esposa, uniéndose con ella.
El cristiano, el hombre bautizado y por el bautismo incorporado a Cristo, debe subir por la Cruz hasta el reino del Padre, siempre unido a Jesús. Contemplado todo el misterio de amor, de redención, de misericordia que representa la Cruz, es la verdadera escala para subir hasta el cielo. Digamos también que es la única forma de subir. El hombre levantó por su cuenta la torre de Babel para llegar hasta el cielo, mas sus proyectos fueron confundidos por Dios. Muchas veces el hombre intentará reedificar la torre, buscará evitar el camino de la Cruz, querrá fabricar con sus manos los medios de salvación. Eso no es sólo del pasado, sino de ahora y de siempre.
Otros teólogos antiguos (mencionados por San Gerónimo) han visto en la escala de Jacob la encarnación del Verbo. Toca la escala la tierra, porque el Verbo se ha encarnado en la tierra, y tocándola en su encarnación la bendijo. Por Cristo es, en definitiva, por quien tenemos acceso al Padre.
En las letanías, la Santísima Virgen, por razón de su mediación, es llamada escala de Jacob.
Tertuliano (Contra Marción, al final), se inclina por una interpretación tropológica o moral. La escala es el camino que el justo dispone en su corazón para subir a lo alto. Por esta interpretación se inclina San Basilio: la subida a la perfección, los escalones son grados de la propia renuncia (in S.I.). Para completar las referencias tipológicas del contexto, digamos que Bethel es la Iglesia: casa de Dios y puerta del cielo, "pues en ella el Señor habita por su presencia, tanto espiritual como real y corporal en la Eucaristía" (Alápide, In Gen., p. 280).
Valdría la pena hacer un estudio más completo de esta tipología; lo haremos, Dios mediante, en otra ocasión. Dios, para suscitar y concretar en parte la fe de Jacob, se identifica como el Dios de Abraham y de Isaac. Así como nosotros identificamos el objeto de nuestra fe, como Dios creador, uno y trino en personas, así para aquellos santos paganos monoteístas, la fe se identificaba en concreto como la fe de Abraham.
Jacob experimenta la presencia de Dios. Debemos descartar que esta experiencia se refiera a la visión de la divina esencia. Eso se da solamente en la visión beatífica, y es constitutiva de la bienaventuranza eterna. En alguna forma (que explicaremos en seguida) tuvo la experiencia de la presencia de Dios y la palabra de Dios. Experiencia y palabra que tuvieron como necesario resultado, concretar más y afinar la fe de Jacob en las promesas mesiánicas hechas a Abraham.
Yahvé le atestigua tres cosas: la promesa de la tierra sobre la que está acostado, la promesa de su descendencia, la promesa de que en su descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra. Por su descendencia: Cristo, la bendición será universal, extendida a todos los pueblos de la tierra.
Dada la importancia que tiene la fe en el misterio de la encarnación de Cristo -del cual dice Santo Tomás: fue necesario que en todo tiempo fuera creído por todos (II-II, 2, 7)- es evidente que el principal objeto de la visión fue suscitar o afianzar en Jacob la fe en su descendiente Jesús de Nazaret, el Mesías.
¿Cómo llega Jacob a la fe en Cristo Salvador o en Dios encarnado?
Según los Santos Padres, acabamos de ver, en la visión de la escala está representada o significada la encarnación del Verbo. ¿Quiere decir esto que la visión llevaría al mismo Jacob a la fe en la Encarnación? Creemos que es muy posible.
Primero, por tratarse de la importancia de la fe explícita, para los "mayores" (esto es, los más santos y doctos), dice Santo Tomás, en el contexto antes mencionado. Pues bien, nadie "mayor" que el patriarca Jacob, el padre de las doce tribus. No hay ningún inconveniente serio -puesto que los Santos Padres ven en la escala de Bethel la encarnación del Verbo- que Jacob, el agraciado con la visión y depositario de las promesas, tuviera allí la revelación del misterio de Cristo, Dios y hombre.
La visión tuvo que llevarle naturalmente a una fe más profunda, más concretada en su objeto, más depurada. La fe más profunda, más concretada, más depurada, no es una fe "en las promesas" que ya poseía; es la fe en la encarnación del Verbo, principio de la justificación.
En el Evangelio, Jesús recuerda y se aplica la profecía de la escala de Bethel: "En verdad, en verdad os digo que veréis abrirse el cielo y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre" (Jn. 1, 51). Esta profecía alude, sin ninguna duda, a la escala de Jacob. Sobre esto el acuerdo es unánime (2).
En el texto se dice: "Junto a él estaba Yahvé..." (Gén. 28, 13). La localización de Yahvé es extrema, pero perfectamente explicable por el contexto del Evangelio: Jacob ha visto al Hijo del Hombre, al Mesías. Avancemos un poco más: si Natanael pudo reconocer en el Rabbí de Galilea al Hijo de Dios (Jn. 1, 49), con mucha más razón el patriarca Jacob podría reconocer a Yahvé en el Cristo.
Al materializarse la visión y concretarse, Jacob es llevado a la fe del Nuevo Testamento. El ve la nueva alianza entre Dios y los hombres; ve que es obra de Dios, que ha puesto todo en manos de su Hijo. Debemos pensar que las aguas del Antiguo Testamento, todas van a dar en el Nuevo. Las visiones, apariciones, hechos relacionados con la historia de la salvación, van a terminar en la fe del Nuevo Testamento, la fe en la Encarnación del Verbo y el misterio trinitario, necesarios para la salvación.
Veamos otro hecho, igualmente significativo. "Abraham -dijo Jesús- vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró" (Jn. 8, 56). Ver "el día" de Jesús fue para Abraham la fe explícita en la encarnación; la fe en el Mesías, Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero. Es la fe del Nuevo Testamento. El profeta Isaías también tuvo la visión del Siervo de Yahvé; ve a Cristo en su sagrada Pasión: "Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta" (Is. 53, 3).
Naturalmente estos personajes "mayores", como dice Santo Tomás, tuvieron la fe explícita en la encarnación. Luego, no es nada raro que también la haya tenido Jacob, el padre de las doce tribus.
Así Jacob ve en sueños la unión restaurada entre los hombres y Dios. Restauración de lo hecho en el Paraíso, cuyas tradiciones conocía muy bien. Dicha unión, por los dones mesiánicos del hombre-Dios, iba a tener en él mismo su punto de partida, aunque no sabía cómo ni dónde. Jacob debió adorar el misterio de Dios que desciende hasta el hombre, para que el hombre suba hasta Dios.
"...te ensancharás a occidente y a oriente, al norte y al mediodía, y en ti y en tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gen. 28, 13-15).
El Apocalipsis nos muestra a los elegidos que rodean el trono del Cordero. Los elegidos de cada una de las doce tribus de Israel: y después, "...vi una muchedumbre grande, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero, vestidos con túnicas blancas y con palmas en sus manos" (7, 9).
Son aquellos los benditos del Señor, quienes han recibido la bendición traída al mundo por el descendiente de Jacob. "Si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn. 12, 32), había dicho Jesús refiriéndose a su muerte. Hoy, después de tantos siglos cristianos, ya podemos ver cumplida esta profecía del Señor, que fue promesa dicha a Jacob y objeto de la visión apocalíptica.
El dilatarse de Jacob, el extenderse la bendición por occidente, oriente, norte y toda la tierra, es el dilatarse de la Iglesia. La Iglesia, la única y verdadera Iglesia de Jesucristo, arraigada en la tierra y elevada hasta el cielo, no puede desaparecer por el desarrollo de la técnica o por una supuesta madurez humana. La Iglesia misma es para una humanidad madura, capaz de recibir el mensaje de salvación y dilatarlo por el mundo.
La palabra y la presencia de Yahvé han consagrado la santidad del lugar, la santidad de la tierra; han separado para Dios y el culto los frutos de la tierra. La orden de cultivar el Paraíso no ha sido derogada, tiene un sucedáneo análogo. Dios quiere en el mundo la Iglesia; quiere un orden sacramental, en que la vida divina corra por el trabajo del hombre y los frutos de la tierra. La tierra, al perder su maldición, se incorpora a la bendición. Es bendita el agua, el vino, el pan; es bendito el aceite, la leche y la miel. Es bendito el trabajo del hombre, que puede pedir los frutos de su labor, y con ellos volver al Paraíso.
NOTAS
(1) Cfr. P. DE VAUX O.P., La Genese, ed. du Cerf, París, 1953, p. 132.
(2) Cfr. P. DE TUYA, Manuel O.P., Evangelios, BAC, Madrid, 1964, p. 993; P. GARCÍA CORDERO O.P., Pentateuco, BAC, Madrid, 1960, p. 266; P. DE VAUX O.P., op. cit., p. 132.
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