La Vida Eterna: ¿Todavía existe? ¿Estamos perdidos?Así se titula uno de los capítulos del libro del Papa Juan Pablo II, "Cruzando el Umbral de la Esperanza".
Las prédicas antes del Concilio solían recordar nuestro futuro después de la muerte: "Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos". Según Juan Pablo II, "Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesionario, producían en él una profunda acción salvífica" (JP II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, 1994).
Entre los predicadores de las cosas últimas han habido muchos Santos. Por ejemplo:San Vicente Ferrer, a fines del siglo XIX tomó el tema del Juicio Final como centro de su predicación y con ello conmovió a Europa entera. San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, a mediados del siglo XVI predicaba también en Europa sobre el final y sus predicaciones fueron recogidas por escrito en un libro titulado "Las últimas cuatro cosas: muerte, juicio, cielo e infierno".San Alfonso María de Ligorio, libro: Preparación para la Muerte: "Mas ya comienza el Juicio, se abren los procesos, que serán la conciencia de cada uno. Sentóse a juzgar -dice Daniel- y se abrieron los libros (Dn. 7, 10) ... Testigo será, finalmente el mismo Juez, que ha presenciado todos los ultrajes que le ha hecho el pecador. Yo soy Juez y también testigo, dice el Señor (Jer. 29, 23). Y San Pablo añade que el Señor en aquel momento sacará a la luz las cosas escondidas en las tinieblas (1 Cor. 4, 5). Hará público delante de todos los hombres los pecados de los condenados, aun los más secretos y vergonzosos ... Descubriré tus infamias ante tu misma cara (Nah. 3, 5). Opina el Maestro de las Sentencias (Pedro Lombardo, siglo XII) y con él otros teólogos, que los pecados de los elegidos no serán entonces declarados, sino que permanecerán ocultos, como dice David: "Bienaventurados aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido encubiertos (Sal. 31, 1)".
El autor de Imitación de Cristo trata así el tema del Juicio: "Mira al fin en todas las cosas, y de qué suerte estarás delante de aquel Juez justísimo, al cual no hay cosa encubierta, ni se amansa con dádivas, ni admite excusas, sino que juzgará justísimamente. ¡Oh ignorante y miserable pecador! ¿Qué responderás a Dios, que sabe todas tus maldades?".
El Concilio Vaticano II (1960-1965) no se queda atrás al tocar las realidades últimas. La cita del Concilio que el Papa menciona a Messori se titula "Indole Escatológica de la Iglesia Peregrinante y su unión con la Iglesia Celestial" (LG 48). De este capítulo extraemos algunas líneas: "La Iglesia ... no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cr. Hech. 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera ... será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef. 1, 10; Col. 1, 20; 2 Pe. 3, 10-13) ... Y como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Heb. 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt. 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt. 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt. 25, 41) a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt. 22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el Tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal (2 Cor. 5, 10); y al fin del mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron mal para la resurrección de condenación (Jn. 5, 29; cf. t. 25, 46)".Sin embargo, a pesar de lo claro que ha sido el último Concilio con respecto de las cosas últimas, el Papa no duda en afirmar lo siguiente: "El hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las 'cosas últimas' ... La escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al hombre contemporáneo". ¿Estamos perdidos?"El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de 'amenazar con el infierno'. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo". (JP II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, 1994).
Con todo lo expuesto a lo largo de estos capítulos, hemos tratado de dar a nuestra vida en la tierra su justa significación y su justa medida para no "estar perdidos" ni en el tiempo, ni en el espacio. Decíamos en uno de los capítulos iniciales que los hombres y mujeres de hoy parecemos andar por esta vida sin rumbo y sin medida del tiempo, ya que no sabemos hacia dónde vamos al final de esta vida en la tierra y, además, no sabemos medir el tiempo de aquí con reloj de eternidad.
En efecto, la vida en la tierra es sólo una preparación para la otra Vida, la que nos espera después. Y esa preparación es muy corta, cortísima, si la comparamos con la medida de la eternidad, la cual es infinita. Y como preparación que es esta vida, debe servirnos justamente para eso: para prepararnos. Y estar preparados significa, como decía San Francisco de Sales: vivir cada día como si fuera el último día de nuestra vida en la tierra. Pensar que en cualquier momento de cualquier día, puede sobrevenirnos el final: el momento de presentarnos ante Dios a dar cuenta de los pensamientos, palabras, obras y omisiones que tuvimos durante nuestra vida aquí en la tierra.
Nuestra esperanza es llegar al Cielo y a la resurrección para la Vida, prometida por Cristo para aquéllos que le amen y hagan la Voluntad del Padre. Debemos, entonces, vivir cada día haciéndonos merecedores de esa esperanza de Cielo y de resurrección, de manera que cuando nos llegue el día más importante de nuestra vida -aquél de nuestro encuentro definitivo con el Señor- podamos ser contados entre sus elegidos. Que así sea.
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