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Artículo especial: la Virgen María en Éfeso

DESDE FIDES ET RADIO

Ana Catalina Emmerich nació en Alemania en 1774 en el seno de una familia muy humilde. Fue bendecida por Dios de una manera particular, ya que se sabe que poseía uso de razón desde su mismo nacimiento y que podía comprender el latín litúrgico desde su primera Misa.

Ingresó en la Orden Agustina en Dulmen en su país natal; sin embargo, numerosas enfermedades limitaron su capacidad física, hasta llevarla a su real postración. Durante los últimos 12 años de su vida sólo ingería agua y, como único alimento, la Sagrada Eucaristía.

Acaso además de su conocida condición de estigmatizada, el dato más sorprendente de la hermana Emmerich haya sido sus visiones místicas. En los últimos años de su vida y hasta su muerte en 1824, Catalina recibió visiones de la vida de Cristo, de la Virgen María, de los patriarcas del Antiguo Testamento, e incluso de acontecimientos para ella futuros (el Muro de Berlín, el Concilio Vaticano II, los ataques de la masonería contra la Iglesia, etc)

El componente histórico de sus visiones permitió, entre otros, el descubrimiento del sitio exacto de la antigua Ur, en la Mesopotamia asiática, o de los pasadizos bajo el templo de Jerusalén.

Más allá de los aspectos biográficos de Catalina transcribiremos a continuación lo concerniente a la casa donde María Santísima vivió en Éfeso después de la Resurrección de Jesús. Recordemos que estas visiones son de principios del siglo XIX y que el sitio fue confirmado por arqueólogos más de 100 años después.


« ... María no moraba en Éfeso, sino en las cercanías, donde se habían establecido ya varias mujeres. Su casa estaba situada a tres leguas y media de ahí, en la montaña que se veía a la izquierda viniendo de Jerusalén, y que descendía en pendiente hacia la ciudad. Cuando se viene del sureste, Éfeso parece reunida al pie de la montaña; pero a medida que se avanza, se la ve desplegarse todo alrededor. Ante Éfeso se ven hileras de árboles bajo los cuales frutos amarillos se encuentran por el suelo. Un poco hacia el mediodía, estrechos senderos conducen sobre la montaña, cubierta de un verdor agreste. La cumbre presenta una planicie ondulada y fértil de una media legua de contorno: es ahí donde se estableció la Santa Virgen. Es un lugar muy solitario, con muchas colinas agradables y fértiles, y algunas grutas excavadas en la roca, en medio de pequeños lugares arenosos. El país es agreste, sin ser estéril; hay por aquí y por allí muchos árboles en forma piramidal, cuyo tronco es liso y cuyas ramas dan una amplia sombra.

Antes de conducir a la Santa Virgen a Éfeso, Juan había hecho construir para ella una casa en ese lugar, donde ya muchas santas mujeres y varias familias cristianas se habían establecido, antes incluso de que la gran persecución estallara. Permanecían en tiendas o en grutas, hechas habitables con la ayuda de algunos entablados. Como se habían utilizado las grutas y otros emplazamientos tal y como la naturaleza los ofrecía, sus habitáculos estaban aislados, y a menudo alejadas un cuarto de legua unas de otras; esta especie de colonia presentaba el aspecto de una villa cuyas casas estuvieran dispersas a grandes intervalos. Tras la casa de María, la única que era de piedra, la montaña no ofrecía hasta la cumbre, más que una masa de rocas desde donde se veía, más allá de las copas de los árboles, la villa de Éfeso y el mar con sus numerosas islas (...). El lugar estaba más cercano al mar que Éfeso mismo, que estaba a una cierta distancia. El entorno era solitario y poco frecuentado. Había en las cercanías un castillo donde residía un personaje que era, si no me equivoco, un rey desposeído. San Juan lo visitaba a menudo, y él le convirtió. Este lugar fue más tarde un obispado. Entre esta residencia de la Virgen y Éfeso, serpenteaba un río que hacía innumerables meandros.

La casa de María era cuadrada; la parte posterior se terminaba en redondo o en ángulo; las ventanas estaban hechas a una gran altura; el tejado era plano. Estaba separada en dos partes por el hogar que se situaba en medio. Se encendía el fuego frente a la puerta, en la excavación de un muro, terminado por los dos lados por una especie de escalones que se elevaban hasta el tejado de la casa. En el centro de este muro, corría, a partir del hogar hasta arriba, una excavación semejante a un medio cañón de chimenea, donde el humo subía y se escapaba después por una apertura practicada en el tejado. Encima de esta apertura, vi un tubo de cobre oblicuo que sobrepasaba el tejado.

Esta parte anterior de la casa estaba separada de la parte que estaba tras el hogar por cortinas ligeras en encañado. En esta parte, cuyos muros estaban bastante groseramente construidos y un poco ennegrecidos por el humo, vi a los dos lados pequeñas celdas formadas por tabiques hechos de ramas entrelazadas (cuando se quería hacer una gran habitación, se deshacían estos tabiques que eran poco elevados y se los ponía a un lado. Era en esas celdas en cuestión donde dormían la sierva de María y otras mujeres que le visitaban.

A derecha y a izquierda del hogar, pequeñas puertas conducían a la parte posterior de la casa, que estaba poco iluminada, terminada circularmente o en ángulo, estaba muy limpia y agradablemente dispuesta. Todos los muros estaban revestidos de madera, y el techo formaba una bóveda. Las vigas que la sostenían, unidas entre ellas por otros solivos y recubiertas de follaje, tenían una apariencia simple y decente.

La extremidad de esta pieza, separada del resto por una cortina, formaba la habitación de dormir de María. En el centro de la pared se encontraba, en un nicho, una especie de tabernáculo que se hacía girar sobre si mismo por medio de un cordón, según se quisiera abrir o cerrar. Había una cruz de la largura aproximada de un brazo, con la forma de una Y, así he visto yo siempre la cruz de Nuestro señor Jesucristo. No tenía ornamentos particulares, y a penas estaba entallada, como las cruces que vienen hoy en día de Tierra Santa. Creo que san Juan y María la habían dispuesto ellos mismos. Ella estaba hecha de diferentes especies de madera. Se me dijo que el tronco, de color blanquecino era ciprés; uno de los brazos, de color oscuro, en cedro; el otro brazo tirando a amarillo, en palmera; finalmente, la extremidad, con la tablilla, en madera de olivo amarilla y pulida. La cruz estaba plantada en un soporte de tierra o en piedra, como la cruz de Jesús en la roca del Calvario. A sus pies se encontraba un escrito en pergamino donde estaba escrito algo: eran, creo yo, palabras de Nuestro Señor. Sobre la cruz misma, estaba la imagen del Salvador, trazada simplemente con líneas de color oscuro, con el fin de que se la pudiera distinguir bien. Tuve también conocimiento de las meditaciones de María sobre las diferentes especies de madera de la cual estaba hecha esta cruz. Desgraciadamente, he olvidado estas bellas explicaciones. No sé tampoco si la cruz de Cristo estaba realmente hecha de estas diversas especies de madera; o si esta cruz de María había sido hecha así para proveer un alimento a la meditación. Estaba situada entre dos vasos llenos de flores naturales.

Vi también un paño posado cerca de la cruz, y tuve la sensación de que era aquel con el que la Virgen, tras el descendimiento de la cruz, había limpiado la sangre que cubría el sagrado cuerpo del Salvador. Tuve esta impresión, porque a la vista de ese paño, este acto de santo amor maternal me fue presentado ante mis ojos.

Sentí, al mismo tiempo, que era como el paño con el que los sacerdotes purifican el cáliz cuando han bebido la sangre del Redentor en el Santo Sacrificio; María, limpiando las heridas de su Hijo, me pareció que hacía algo semejante; y, por lo demás, en esta circunstancia ella había tomado y plegado de la misma manera el paño con el que se servía. Tuve la misma impresión viendo este paño cerca de la cruz.

A la derecha de este oratorio, estaba la celda donde reposaba la santa Virgen y, frente a esta, a la izquierda del oratorio, otro pequeño reducto donde estaban dispuestos sus vestidos y sus enseres. De una a otra de las celdas, se había extendido una cortina que ocultaba el oratorio situado entre ellas. Era ante esta cortina donde María tenía la costumbre de sentarse cuando leía o trabajaba.

La celda de la santa Virgen se apoyaba por detrás en un muro recubierto de un tapiz; los tabiques laterales eran de encañado ligero, que semejaba a una obra de marquetería. En medio del tabique anterior, que estaba cubierto de una tapicería, se encontraba una puerta liviana, con dos batientes, que se abrían hacia el interior. El techo de esta celda era también un encañado que formaba como una bóveda en el centro de la cual se hallaba suspendida una lámpara con varios brazos. La cama de María era una especie de cofre vacío, de un pie y medio de altura, de la largura y anchura de una cama ordinaria de pequeñas dimensiones. Los lados estaban cubiertos de telas que descendían hasta el suelo y que estaban bordadas con franjas y borlas. Un cojín redondo servía de almohada, y un paño marrón con cuadros de cubierta. La casita estaba al lado de un bosque y rodeada de árboles con forma piramidal. Era un lugar solitario y tranquilo. Los habitáculos de otras familias se encontraban a alguna distancia. Estaban dispersados y formaban como un pueblo.


La santa Virgen vivía sola con una persona más joven, que la servía y que iba a encontrar los pocos alimentos que les eran necesarios. Ellas dos vivían en el silencio y en la paz profunda. No había hombres en la casa. A menudo, un discípulo de viaje venía a visitarlas.

Vi frecuentemente entrar y salir a un hombre que siempre he creído que se trataba de san Juan; pero ni en Jerusalén ni aquí, él no estaba durante mucho tiempo entre esas personas. Él iba y venía. Se vestía de distinta manera que cuando vivía Jesús. Llevaba una túnica con largos pliegues, de un tejido ligero de un color blanco grisáceo. Era muy esbelto y muy ágil, tenía una bella figura alta y delgada; su cabeza iba desnuda, y su largo cabello rubio caía tras las orejas. Por comparación con los otros apóstoles, tenía algo de femenino y de virginal.

Vi a María, en los últimos tiempos de su vida, cada vez más silenciosa y más recogida; ya casi no tomaba alimento. Parecía que sólo su cuerpo estuviera sobre la tierra, y que su espíritu estuviera habitualmente fuera. En las semanas que precedieron a su fin, la vi débil y envejecida; su sirvienta la sostenía y la conducía en la casa...»

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