LOS PADRES Y LOS DOCTORES DE LA IGLESIA
Se habla de la importancia del magisterio ordinario y universal de la Iglesia como órgano de la tradición viviente en continuidad con la predicación apostólica. De este magisterio los Padres son testigos privilegiados. Obispos y doctores de los primeros siglos predicaron la fe, la defendieron frecuentemente al precio de su sangre contra el paganismo o la herejía y se esforzaron por darle su expresión racional. Individualmente considerados cada uno de ellos no tiene más valor que el de un testigo aislado, al cual la Iglesia, por lo demás, podrá reconocer una autoridad excepcional como en el caso de un San Atanasio, San Basilio, San Cirilo o San Agustín. Pero su testimonio unánime (se entiende unanimidad moral) representa lo que en cada época constituyó la fe común de la Iglesia «lo que fue creído en todas partes, siempre, por todos», dirá en el siglo v San Vicente de Lerins (Conmonitorio, lI, 6); testimonio tanto mas significativo y autorizado cuanto es más antiguo y representa, como en su fuente, la fe y tradición cristiana. Trataremos de dar aquí una visión de conjunto de la literatura patrística, desde sus orígenes hasta el siglo VIII, al mismo tiempo que del desarrollo del dogma cristiano en sus líneas esenciales, para que el lector esté en condiciones de situar históricamente a los Padres cuyos nombres aparecen a lo largo de la obra y reconocer, al mismo tiempo, la aportación de cada uno de ellos al tesoro común de la fe.
I. - LOS PADRES APOSTÓLICOS (siglos I y lI)
Desde el siglo XVII se conoce con este nombre un grupo bastante determinado de autores, de los cuales, al menos los más antiguos, son contemporáneos del fin de la edad apostólica. Sus obras, escritos de circunstancias, sin preocupación teológica o literaria, son el testimonio más precioso de la fe y de la vida de las primeras generaciones cristianas.
SAN CLEMENTE ROMANO, tercer sucesor de San Pedro, escribió hacia el año 96 una carta a la Iglesia de Corinto, agitada por el cisma. Es una exhortación serena y vigorosa a la paz y a la concordia, a la sumisión a la jerarquía y, al mismo tiempo, un documento de la caridad que une a las Iglesias, de la constitución jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros, diáconos), y un índice de la autoridad de la Iglesia de Roma. Una larga oración de acción de gracias (cap. 59-61) constituye un ejemplo de la oración litúrgica del siglo I, todavía muy afín a la oración de la sinagoga. El escrito llamado segunda epístola de Clemente a los corintios es una homilía (romana) que data del año 150, poco más o menos.
SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, martirizado en Roma hacia el año 110, había escrito siete cartas a distintas Iglesias de Asia y a la Iglesia de Roma. Estas cartas, eco de un alma apasionada por Cristo y sedienta del martirio, son quizá el documento más precioso de la antigua literatura cristiana. «Contienen —dice San Policarpo— la fe y la paciencia y toda edificación que se apoye en Nuestro Señor.» Nos suministran una referencia completa acerca de la creencia y de la vida de la Iglesia en los primeros años del siglo II, ya sobre la fe en Cristo, en su doble naturaleza, en su nacimiento virginal, ya sobre la Iglesia y su jerarquía (episcopado monárquico), sobre el bautismo y la Eucaristía, sobre la tradición y la autoridad de la Escritura, sobre la reacción ante las herejías nacientes, finalmente, sobre la Iglesia romana.
Se vincula también a los Padres Apostólicos el Pastor, obra de Hermas, fiel romano de la mitad del siglo II. Las visiones (de la Iglesia, del ángel de la penitencia) y las parábolas contenidas en esta obra obligan a encuadrarla en el género literario de los Apocalipsis. Posee una cristología todavía muy rudimentaria, pero es un eco interesante de las preocupaciones morales de la comunidad cristiana y un documento de los más importantes acerca del problema de la penitencia, que se ofrece al pecador como posibilidad de perdón, según él, una sola vez después del bautismo.
La Doctrina de los doce Apóstoles, DIDAJE, fue considerada durante mucho tiempo como el texto cristiano más antiguo, después de las Escrituras canónicas. La tendencia actual es de colocarla cuanto más hacia el año 150 (dependería de la Epístola apócrifa de BERNABÉ, que se remonta a la época de Adriano, 115-130), e, incluso, algunos la retrasan hasta principios del siglo III. Su autor, desconocido (¿sirio, egipcio?) pudo, por lo demás, hacer uso de documentos anteriores; las oraciones en ella conservadas (cuyo carácter propiamente eucarístico no ha sido plenamente demostrado) son conmovedoras y han sido adoptadas en las liturgias posteriores (anáfora de Serapión, Egipto, s. IV).
II SIGLO SEGUNDO
Los apologistas.
La literatura antignóstica
Los apologistas.
La literatura antignóstica
1. Frente a la oposición creciente a la nueva religión (persecuciones de los emperadores, odiosas calumnias del vulgo, reacción intelectual de los medios cultos) los cristianos se esfuerzan por refutar las objeciones y calumnias, al mismo tiempo que por justificar racionalmente su fe. Se trata de una abundante literatura apologética que procede en gran parte de escritores laicos, con frecuencia filósofos convertidos, que hacen profesión de pertenecer a la escuela del cristianismo, como Justino, «filósofo y mártir».
En sus obras se puede ver, más que una simple réplica a la contraofensiva pagana, bellas exposiciones de la transformación moral operada por la religión de Cristo, de la pureza de las nuevas costumbres, de la caridad de los cristianos. Así, por ejemplo, ARÍSTIDES «filósofo de Atenas» en la época de Adriano, y la Epistola a Diogneto, que quizá tenga por autor a QUADRATUS. Otros, por el contrario, como ATENÁGORAS (Súplica por los cristianos, I77) se entregan a la empresa de demostrar la falsedad e inmoralidad del paganismo, aunque permaneciendo siempre muy acogedores con respecto a la cultura y filosofía griegas. La oposición sistemática al helenismo es relativamente excepcional (TACIANO, HERMAS).
Indudablemente, el más importante de los apologistas del siglo II es SAN JUSTINO, griego originario de Palestina, martirizado en Roma hacia el 165. En sus dos apologías (hacia el 155-161) se encuentran no solamente los temas ya clásicos de la apologética, sino también una exposición de conjunto de la fe cristiana y una demostración de la divinidad de Cristo, según las profecías. En esta obra, documento litúrgico de máxima importancia (descripción detallada de los ritos del bautismo y de la Eucaristía, I, 6I y 65-67, se siente la preocupación de tender un puente entre el cristianismo y la filosofía, merced a la teología del Logos, que en toda su plenitud se ha manifestado en Cristo, pero del cual participa también toda inteligencia humana, poseyendo como un germen de Él. Es éste el primer ejemplo de explotación racional de un dato bíblico merced a un elemento filosófico (en este caso el estoicismo). El Diálogo con el judío Trifón hay que situarlo (después de la Epístola de Bernabé) entre los escritos que intentan demostrar la caducidad del judaísmo, al cual debe ya sustituir la Iglesia de Cristo que llama a sí a todas las naciones.
Los tres libros dirigidos a Autólico por SAN TEÓFILO, obispo de Antioquía, exponen una teología del Verbo, que se desarrolla en dos tiempos: el Logos era al principio inmanente a Dios y se ha manifestado al exterior por medio de la creación del mundo. Teófilo es el primero en emplear el término Trinidad. Refutación del paganismo y demostración ardiente de la divinidad de la nueva religión, preocupación de hacer asimilable a los filósofos el cristianismo, primer diseño de una teología trinitaria: he aquí el balance del esfuerzo de los apologistas. Los siglos siguientes conocerán aún apologías doctas, brillantes y sólidas.
2. La gnosis constituyó para la Iglesia del siglo II un notable peligro. Tratándose de un intento de conocimiento religioso superior a la fe, desaloja todo el contenido de la revelación para sustituirlo, bajo un vocabulario cristiano, por un conjunto de mitos sacados del misticismo greco-oriental. Fundado en un dualismo radical, una oposición entre Dios y el mundo, entre el Dios bueno y el demiurgo malo creador del mundo, establece un sistema de emanaciones y de intermediarios (los eones, cuyo conjunto forma el pleroma), y un mito de caída y reparación en que se desvanece el cristianismo auténtico. La difusión de esta doctrina fue considerable y abundante la literatura sobre ella; pero estas obras han perecido casi enteramente, y apenas nos son conocidas más que por las refutaciones que de ellas se hicieron en el ambiente católico, especialmente por San Ireneo y San Hipólito, en los cuales, se inspiraron, en general, los heresiologos posteriores.
SAN IRENEO es el representante más destacado de la reacción ortodoxa contra los gnósticos y uno de los Padres más importantes de los tres primeros siglos. Originario de Asia Menor y discípulo de San Policarpo de Esmirna, por el cual enlaza con la tradición de San Juan, pasa luego a Roma donde conoce a San Justino y de allí a las Galias donde, después de la persecución del año 177, es consagrado obispo de Lyon. De sus numerosos escritos sólo queda, aparte de la Demostración de la predicación apostólica, breve catequesis, la gran obra Demostración y refutación de la falsa gnosis (Adversus Haereses) distribuida en cinco libros, publicados en varias veces, alrededor del año 180. El texto griego original se ha perdido en gran parte, pero poseemos una traducción latina muy antigua y muy literal.
Con la exposición y refutación de las diversas teologías gnósticas, se hallará en Ireneo la afirmación muy sólida de algunos principios fundamentales del pensamiento cristiano. Por ejemplo, que la tradición viviente de la Iglesia, proveniente de los Apóstoles, es la regla de fe, que la continuidad ininterrumpida de la sucesión episcopal a partir de los Apóstoles, garantiza la fe de las iglesias, según la expresión del credo bautismal; que entre las iglesias locales la Iglesia romana, en razón de su origen, posee la máxima autoridad. La salvación no consiste en una «gnosis» superior, sino en la revelación de Cristo que, consumando la larga pedagogía divina, nos da a conocer al Padre. No hay más que un solo Dios, creador y redentor. La naturaleza humana entera, carne y espíritu, debe ser salvada por el Verbo, que, tomando verdaderamente nuestra carne, «recapitula» en sí toda la humanidad, restaurándola y dándole su plenitud, para divinizarla y presentarla al Padre. Al lado del nuevo Adán, María es la nueva Eva (idea ya expuesta por San Justino).
No cabe exagerar la importancia de Ireneo, el cual, sin ser un teólogo muy personal, es un testigo fiel de la tradición, que bebe en sus fuentes auténticas, y que la expresa en fórmulas vigorosas y originales; a las especulaciones demoledoras de los gnósticos opone la firmeza de su sentido cristiano, de su sentido de Cristo y de la obra de nuestra salvación. La teología cristiana le debe alguna de sus tesis más fundamentales que, a través de Tertuliano, pasarán a Occidente y por Atanasio al Oriente.
II EL SIGLO TERCERO
Las escuelas teológicas
Las escuelas teológicas
En el siglo tercero se dibujan ciertas corrientes de pensamiento que se podrían llamar «escuelas» de teología, con la condición de entender esta expresión en un sentido muy elástico, de corrientes doctrinales y no de instituciones escolares. Los Padres tienen que hacer frente, no ya solamente a una contraiglesia como el gnosticismo que ponía en tela de juicio la esencia misma del cristianismo, sino a ensayos más o menos felices de explicar racionalmente el dogma. Son teologías desafortunadas, no sólo porque emplean un lenguaje todavía balbuciente sino, sobre todo, porque parten de presupuestos falsos; por ello vendrán a desembocar en cismas, en la constitución de pequeñas iglesias, separadas de la gran Iglesia, a la que darán ocasión de formular con mayor rigor su dogma.
Se trata principalmente en este tercer siglo de la teología trinitaria, en la que se intenta conciliar el monoteísmo heredado del Antiguo Testamento con la fe en la divinidad de Cristo.
Un sistema de giro más racionalista ve en Cristo un hombre adoptado por Dios (Teodoto, Artemón), que reaparecerá en Oriente con Pablo de Samosata, y en el siglo v con el nestorianismo.
Otra tendencia que parecía responder mejor a las aspiraciones del alma cristiana, salvaguardaba a la vez la divinidad de Jesucristo y la unidad, la «monarquía» divina, admitiendo prácticamente «dos nombres y una sola persona»: Cristo no es más que una modalidad de Dios. «Cristo -dirá Noeto- es el Padre mismo que nació y que sufrió» (Patripasianismo: Noeto, Práxeas, y más tarde Sabelio).
Contra estos diferentes errores toman posiciones los obispos de Roma (Víctor, Ceferino, Calixto), que afirman de este modo su autoridad doctrinal; los doctores, por su parte, elaboran contra ellos una teología de la Encarnación.
En Roma, SAN HIPÓLITO, personalidad bastante singular: doctor primero cismático y luego mártir, se alza contra el papa Calixto, se separa de la gran Iglesia (217) y muere en el destierro reconciliado con el papa Ponciano (235). Publicó una refutación de todas las herejías (Philosophoumena), otra obra del mismo asunto de que nos queda sólo un fragmento, Contra Noeto, comentarios exegéticos (sobre Daniel, sobre el Cantar), una Crónica, y una preciosa colección canónica y litúrgica, la Tradición Apostólica (en ella se ha conservado el más antiguo texto conocido de la anáfora eucarística). Su teología del Verbo está afectada de las mismas insuficiencias que la de los apologistas; el Verbo no se habría plenamente manifestado como tal más que en el momento de la Encarnación; por otra parte, su reacción contra el «monarquianismo» acusa tendencias adopcionistas que han permitido tildarle de «diteísmo». Frente a las medidas indulgentes de Calixto, profesa una moral de tendencias rigoristas, su actitud representa un momento importante del desarrollo de la disciplina penitencial de la Iglesia.
Hacia el año 250 NOVACIANO, también sacerdote romano y disidente de la Iglesia por su oposición a San Cornelio, escribe en latín el De Trinitate.
2. La Iglesia de Africa (Cartago) conoce en esta época una brillante floración teológica y literaria.
TERTULIANO (que murió de avanzada edad después del 220) es el primer escritor latino cristiano y, por cierto, magnífico, fundador de la teología latina a la que suministra de primer intento un vocabulario seguro (persona, sustancia). Como apologista, renueva los temas tradicionales (el Apologeticum enfoca sobre todo el aspecto jurídico y político de las persecuciones); como polemista, establece vigorosamente, contra las nuevas doctrinas, la primacía y el origen apostólico de la tradición católica (el De praescriptione es una de las obras antiguas más importantes sobre la tradición); moralista severo defiende sin concesiones la pureza de las costumbres cristianas, pero su rigorismo y montanismo(1) le pusieron fuera de la Iglesia. El De pudicicia contra las medidas, que supone innovadoras, de un obispo —¿Calixto de Roma?, ¿Agripino de Cartago?—se opone violentamente a toda reconciliación eclesiástica otorgada al pecador, contradiciendo de este modo las afirmaciones anteriores del De Poenitentia. Tertuliano llegará también, partiendo de aquí, a proscribir en absoluto las segundas nupcias. Como teólogo defiende contra los gnósticos la unidad de la creación, la realidad del cuerpo de Cristo y la resurrección de la carne, la unidad de los dos Testamentos contra Marción(2) y la teología de la Trinidad contra Práxeas. Aunque su teología del Verbo se resiente aún de las imperfecciones de la teología del Logos del siglo II, distingue claramente en Dios la unidad de sustancia y la trinidad de persona, iguales entre sí y, en cuanto a Cristo, la unidad de persona y la dualidad de naturaleza, conservando cada una de ellas sus propiedades. Su tratado De baptismo es un testimonio precioso de la liturgia bautismal de principios del siglo IÍI, y Tertuliano es el primero en esbozar una teología de los sacramentos (De resurr. carn. 6). Escritor brillante y difícil, frecuentemente extremoso, la teología latina le debe el diseño de sus tesis fundamentales (trinidad, encarnación, sacramentos), al mismo tiempo que los primeros elementos de su vocabulario.
SAN CIPRIANO, el gran obispo mártir (muerto en 258), no poseyó el vigor intelectual de su maestro Tertuliano. Era principalmente un pastor y un moralista, cuya correspondencia refleja la vida de una iglesia, las preocupaciones de un obispo de mediados del siglo III: problemas que plantea la reconciliación de los lapsos durante la persecución de Decio (De lapsis), el progreso de la institución penitencial, unidad de la Iglesia afirmada contra los cismas (el De catholicae Ecclesiae unitate es, más que un tratado ex profeso de la unidad de la Iglesia universal, una llamada a la paz y a la unidad de la Iglesia y a la comunión con el obispo que en cada Iglesia es el verdadero fundamento de la unidad); algo más tarde, una teología todavía imperfecta acerca del papel del ministro en la administración de los sacramentos, le llevó a la negación de la validez del bautismo conferido por los herejes y le enfrentó con el papa Esteban.
3. La teología de Alejandría figura como una escuela absolutamente original, escuela propiamente dicha, a partir de Orígenes. Representa uno de los momentos más importantes de la historia del pensamiento cristiano en la elaboración de la fe.
Sabemos muy poco de PANTENO. CLEMENTE (+ antes de 215) pone al servicio de su fe sus extensos conocimientos de la literatura y filosofía griega. Como apologista, demuestra a los griegos que el cristianismo es la verdadera filosofía y que sólo el Logos responde a sus aspiraciones hacia la luz y la verdad (Protréptico), como moralista, expone los principios de la vida nueva en Cristo y su aplicación a los detalles de la vida cotidiana (Pedagogo); como teólogo, intenta elaborar una gnosis cristiana, sabiduría superior, conocimiento de los «misterios» ocultos en la Escritura bajo el velo de la alegoría, esfuerzo de perfección moral que desemboca en la contemplación y en el martirio (Stromata, miscelánea de cosas variadas que reemplaza su anunciada Didascalia). La teología de este pensador, generoso y optimista, escritor entusiasta, si bien frecuentemente impreciso y obscuro, es con frecuencia deficiente (por ejemplo acerca del Verbo); pero no se puede ignorar la importancia de su esfuerzo ni subestimar la influencia que ejerció a través de Orígenes sobre la teología mística de Oriente.
ORÍGENES (185-252) es, después de San Agustín, el máximo representante de la antigua literatura cristiana y, sin duda, el más sabio también de esta época. Transformó la escuela de la catequesis alejandrina estableciendo una enseñanza escrituraria y teológica de altura; pero su doctrina le valió oposiciones que ocasionaron los sínodos de 230-231, en que fue depuesto de su cargo y desterrado. Se refugió en Cesarea de Palestina donde concluyó su larga y fecunda carrera; sometido a la tortura en tiempo de la persecución de Decio murió a causa de las heridas recibidas. Sabio exegeta, asceta severo, místico de gran talla, es, sin discusión posible, una de las figuras más interesantes de los primeros siglos cristianos.
Emprende la obra de establecer un texto crítico del Antiguo Testamento mediante la comparación de la versión de los LXX con el original hebreo y otras versiones (Hexaplas). Comentó casi todos los libros de la Escritura en forma de notas textuales (Escolios) sabios comentarios (Tomos), y sermones populares (Homilías), de sabroso contenido. Fue el primero en formular la teoría del triple sentido de la Escritura, fundado por analogía con la psicología humana: el cuerpo (la letra), el alma y el espíritu. Refutó la obra anticristiana del platónico Celso en una apología (Contra Celso) que constituye una de las más notables obras de este género. Intentó ofrecer la primera exposición sistemática de los Principios de la teología (Peri Arkhon).
Sin ignorar la importancia del sentido literal, su exégesis tiende a abusar de la alegoría; su pensamiento teológico, sobre todo, no se desprende siempre lo suficiente de las concepciones cosmológicas de su tiempo, como son la creación ab aeterno, la preexistencia de las almas (y del alma de Cristo, unida al Verbo por el amor), la subordinación del Hijo al Padre, del Espíritu al Hijo, la restauración final del mundo mediante nuevas existencias (Apocatástasis). Pero esta teología había de tener un eco considerable en el desarrollo ulterior del pensamiento cristiano: Trinidad, Encarnación, sacramentos. Por medio de los Padres capadocios, lo mejor del origenismo pasará al pensamiento y a la mística cristiana; las condenaciones de Justiniano (543-553), que recaerán sobre algunos puntos y tesis peligrosas, no alcanzarán a lo esencial del pensamiento del maestro alejandrino.
4. A comienzos del siglo IV se crea en Antioquia y en torno a SAN LUCIANO, mártir (+ 312), una escuela exegética, cuyas tendencias estrictamente literales se oponen a los alegorismos místicos de los alejandrinos. Proporcionará a la exégesis antigua algunos de sus más grandes nombres (Teodoro-de-Mopsuesta, Juan-Crisóstomo, Teodoreto), pero, en cambio, a ella podrán referirse algunos teólogos de tendencia racionalista (arrianismo, nestorianismo), así como de Alejandría nacerá una teología de tendencia mística (apolinarismo, monofisismo).
De este modo, al despuntar el siglo IV, la Iglesia había ya ampliamente explotado el depósito entregado a su custodia: están fijadas ya las grandes líneas de su teología en lo referente a la tradición y a la autoridad, a la Trinidad y a la Encarnación, al bautismo y a la penitencia. A los siglos IV y V tocará acentuarlas y desarrollarlas.
IV EL SIGLO CUARTO
Después de la persecución de Diocleciano, la «gran persecución» los edictos de Constantino y de Licinio (Milán y Nicomedia, 313) dan la paz a la Iglesia, que goza desde entonces de una situación oficial reconocida y protegida. A últimos de siglo, los edictos de Teodosio obligan a todos los pueblos del Imperio a vivir en la fe cristiana (380) y proscriben el culto pagano (391). La Iglesia ya con libertad de expansión, podrá utilizar ampliamente las riquezas de la cultura antigua, con lo que se verá surgir una cultura y una sociedad cristiana, acompañada de una magnífica floración literaria a lo largo del siglo IV. Los doctores serán excelentes escritores, muy superiores a los autores paganos de su tiempo, merced a la profundidad de su inspiración y a la sinceridad de su fe.
En el plano doctrinal, el siglo lV está dominado por el arrianismo, formidable tentativa del pensamiento helénico de racionalizar el cristianismo. Arrio, sacerdote de Alejandría, discípulo de San Luciano de Antioquía, enseña que el Verbo, ajeno a la sustancia del Padre ha sido por Él sacado de la nada en el tiempo. El Concilio de Nicea (primer concilio ecuménico), convocado por Constantino, condena a Arrio y define que el Verbo es consubstancial (homoousios) al Padre (325).
SAN ATANASIO EL GRANDE, patriarca de Alejandría en 328, será el defensor infatigable de la fe de Nicea; a compás de las fluctuaciones de la política imperial será desterrado cinco veces, gastando en el exilio 17 años de su vida, sin cejar jamás en su resistencia a los obispos arrianos y a sus protectores Constante y Valente (373). Su primera obra, una apología Contra los paganos y acerca de la Encarnación del Verbo, esboza las grandes líneas de su cristología: «El Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros nos hagamos Dios». Aparte de escritos de circunstancias (Apología a Constancio, Apología contra los Arrianos, Apología de su huida, Historia de los Arrianos para los monjes, Los decretos del Concilio de Nicea, Los sínodos...), su obra principal es un tratado en tres libros Contra los Arrianos. En ella discute ampliamente los textos bíblicos en que Arrio pretendía fundamentar su doctrina, volviendo insistentemente a la idea central que domina toda la teología de los Padres: si el Verbo de Dios no es Dios, igual en todo a su Padre, ¿cómo podrá divinizarnos? Al sistema cosmológico (teoría de los intermediarios) opone el misterio de nuestra salvación. Hacia el fin de su vida, diseña una teología del Espíritu Santo en sus cuatro Cartas a Serapión, obispo de Thmuis. Una Vida de San Antonio y un tratado De la virginidad hacen de San Atanasio el doctor del ascetismo y un maestro de la perfección cristiana.
San Atanasio había defendido la fe de Nicea. Corresponde a los grandes doctores de Capadocia, herederos de la tradición de Orígenes, la elaboración de una teología de la Trinidad, sobre todo mediante la determinación del sentido de ciertas fórmulas (persona o hipóstasis, sustancia; una sustancia y tres hipóstasis), empleadas a veces con titubeos por Atanasio, y mediante el establecimiento de una equivalencia entre los vocabularios griego y latino (hipóstasis= persona; ousia= substancia).
SAN BASILIO DE CESÁREA (329-379), retórico, monje y obispo, fue predicador y exegeta (Homilías sobre el Hexamerón), maestro de Ascética y legislador del monacato oriental (Reglas) (3); pero, sobre todo es el teólogo que recuerda a Eunomio el respeto al misterio de Dios, que hace triunfar la fórmula de una sustancia en tres hipóstasis (haciendo progresar la terminología del símbolo de Nicea), que sin osar aún a llamar Dios al Espíritu Santo, establece sin embargo su divinidad y consubstancialidad (De Epiritu Sancto). Es también el moralista que predica enérgicamente sus deberes a los ricos y la función social de las riquezas, y que determina las ventajas y los peligros de la cultura en la formación cristiana (A los jóvenes).
SAN GREGORIO NACIANCENO (329-390), alma contemplativa, llevada a pesar suyo al campo de la acción, fue obispo de Constantinopla (379-381), donde tomó parte en el segundo Concilio ecuménico. Poeta, epistológrafo, interesa aquí especialmente como orador. Particularmente en los cinco Discursos teológicos pronunciados en Constantinopla, predica la fe en la Trinidad (distingue las Personas por sus relaciones de origen) y proclama abiertamente la divinidad del Espíritu Santo. Defiende contra Apolinar, que negaba a Cristo una alma racional, la integridad de la naturaleza humana del Verbo, el cual, «no salva sino aquello que asume». Traza los primeros rasgos de la cristología que se desarrollará en el siglo v.
SAN GREGORIO NISENO (335-394), hermano menor de San Basilio y como él retórico y luego monje, fue por él ordenado obispo de Nisa en Capadocia. Además de orador, filósofo y teólogo es también un gran místico (Contemplación sobre la vida de Moisés, Comentarios sobre el Cantar, sobre las Bienaventuranzas, Tratado de la Virginidad). Ejercerá una influencia profunda que llegará en Occidente hasta Guillermo de Saint Thierry y San Bernardo (mística bautismal, renunciamento, éxtasis de amor, etc.) Su teología trinitaria concebida en oposición a Eunomio y Apolinar, no está exenta de un falso realismo platónico. El Discurso Catequético, que no es una catequesis sino un esquema de toda su teología, constituye el primer ensayo de una teología de la transubstanciación.
Es preciso añadir aquí alguna referencia, a pesar de su distancia de los capadocios, de SAN CIRILO DE JERUSALÉN (+ 386), teólogo antiarriano que, no obstante, evita sistemáticamente el homoousios. Sus Catequesis bautismales son un testimonio precioso de la fe de la Iglesia de Jerusalén. Las cinco últimas, Catequesis mistagógicas (de atribución dudosa), son una iniciación a los misterios dirigida a los neófitos durante la semana de Pascua y constituyen un documento litúrgico de primer orden. Al mismo tiempo que los capadocios elaboran la fe de Nicea y asimilan lo mejor de la tradición de Orígenes en favor de la teología y de la mística cristianas, otros autores, adictos a la tradición de San Luciano, representan en Siria una tendencia distinta: más literal y científica en exégesis y más moralista y racionalista en teología.
DIODORO DE TARSO (+ a fines del s. IV) y TEODORO DE MOPSUESTA (+ 428), fueron englobados en la condenación del nestorianismo con cuyo hecho sus obras quedaron entregadas a la destrucción. Partidarios, como exegetas, de la interpretación histórica y literal de la Escritura, en reacción contra la exégesis alegórica de Alejandría, la teología por ellos elaborada prepara el terreno a Nestorio.
Un discípulo de Diodoro de Tarso, juntamente con Teodoro, es Juan de Antioquía (SAN JUAN CRISÓSTOMO, 354-407), asceta, diácono y luego sacerdote, que fue encargado de la predicación por el obispo Flaviano. Su fama hizo que fuese elegido obispo de Constantinopla (398), pero los celos de los obispos cortesanos, el rencor de la emperatriz Eudoxia, las intrigas de Teófilo de Alejandría motivaron su deposición y destierro (403-404). Muere en el Ponto, desterrado, el año 407. El Crisóstomo es sin duda, al mismo tiempo que el mayor predicador, el mayor exegeta de la antigüedad. Comentó en sus Homilías a San Mateo, San Lucas, San Juan y los Hechos de los Apóstoles y su comentario a San Pablo no tiene rival. De acuerdo con la escuela de Antioquía, su exégesis es al mismo tiempo histórica y doctrinal y rica en aplicaciones morales. Escritor ascético, apologista del monacato y de la virginidad, sabe, no obstante, dirigirse también a los casados para enseñarles a santificar su estado. Como teólogo, recuerda a los amoneos la incomprensibilidad de la esencia divina y la consubstancialidad del Verbo; predica la dualidad de naturalezas en Cristo sin detrimento de su unidad.
TEODORETO DE CIRO (+ 480), adversario de San Cirilo en su lucha contra Nestorio y condenado con Teodoro de Mopsuesta en el segundo Concilio de Constantinopla (553), es autor de un importante tratado contra el monofisismo (Eranistes), de obras apologéticas e históricas; pero, sobre todo, es un exegeta preciso y penetrante que junta a la exégesis literal la interpretación espiritual (Salmos, Cantar, Profetas, San Pablo).
Los Padres latinos de esta misma época ofrecen características bastante diversas. Menos especulativos que los griegos son por ello menos originales. No desconocen a los griegos, cuyas principales obras son traducidas al latín gracias a la ingente labor de Rufino y Jerónimo; con frecuencia, se contentan con adaptar a su auditorio latino la enseñanza de los griegos (v. gr. San Ambrosio). Como exegetas, consiguen aclimatar en Occidente la interpretación espiritual y alegórica de Orígenes; el mismo San Jerónimo no permanece extraño a este influjo que alcanzará también a toda la Edad Media latina. Como moralistas y pastores, se preocupan más de las cuestiones prácticas que los griegos y contribuyen a la elaboración de una teología del estado cristiano y de una sociedad cristiana (Ambrosio Agustín). Dominándolos a todos desde muy alto, sólo San Agustín es absolutamente original.
SAN HILARIO DE POITIERS (+ 367) es el Atanasio de Occidente. Cuando el arrianismo llegó a las Galias, fue desterrado al Asia Menor, donde se puso al corriente de la doctrina de los Padres griegos y compuso el De Trinitate, que defiende con el testimonio de la Escritura la divinidad y la generación eterna del Verbo. La obra ejercerá mucha influencia sobre el De Trinitate de San Agustín A esta misma época pertenecen algunos escritos históricos y polémicos sobre el arrianismo. A su regreso a las Galias, Hilario restauró allí la ortodoxia. En su obra exegética comenta a San Mateo y los Salmos y explica los Misterios del Antiguo Testamento.
SAN AMBROSIO (339-397) fue un alto funcionario imperial elevado a la sede de Milán (el año 373) en condiciones muy conocidas. Es una de las figuras más encumbradas del episcopado de la Iglesia en todos los tiempos. En oposición a un imperio, cristiano de nombre que pretende asumir el régimen de la Iglesia, es el primer teólogo que trata de precisar las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Al mismo tiempo, pone al alcance de sus fieles las enseñanzas de los doctores griegos (De fide, De Spiritu Sancto), comenta la Escritura según los principios de la exégesis espiritual y alegórica (Homilias sobre el Hexamerón, según San Basilio, diversos libros sobre el Antiguo Testamento; Comentario sobre San Lucas, según Orígenes). Adoctrina a sus clérigos acerca de sus obligaciones, inspirándose en Cicerón (De officiis), predica elocuentemente la virginidad y, junto con San Jerónimo, será uno de los primeros defensores en Occidente del culto de María. Inicia a los neófitos en los misterios que acaban de recibir mediante dos series de catequesis, que son para la liturgia occidental tan importantes como en Oriente las catequesis de San Cirilo de Jerusalén (De mysteriis, De sacramentis, la autenticidad de esta segunda colección, de la cual la primera es una simple edición retocada por el mismo Ambrosio, fué durante mucho tiempo discutida, pero hoy es reconocida).
SAN JERÓNIMO (hacia 350-419) fué un asceta y un sabio de vida polifacética. Eremita en el desierto de Siria y secretario del papa Dámaso, discípulo de San Gregorio Nacianceno en Constantinopla y maestro de ascetismo de las damas de la alta sociedad romana vivió retirado al fin de sus días en su monasterio de Belén. Polemista temible y trabajador infatigable, amigo apasionado y susceptible, de una sensibilidad vibrante, es sin duda una de las figuras mas pintorescas y, también, de las más atractivas de la antigüedad cristiana. Traduce del griego cierto número de obras de Orígenes, de Eusebio, de Dídimo; combate ásperamente a los adversarios del ascetismo y de la virginidad. Mantiene contra su antiguo amigo Rufino una larga y penosa polémica a propósito de Orígenes, difunde a través de toda la cristiandad cartas de direción y de controversia, tratados de exégesis o de teología; a petición de Dámaso, emprende una refundición de la traducción latina de toda la Biblia y su traducción se impone a todo el Occidente (Vulgata); comenta los Salmos para sus monjes de Belén, así como una parte del Nuevo Testamento. Su erudición no es quizá muy profunda y su exégesis resulta a veces un tanto pobre y superficial; sus traducciones valen más que sus comentarios. Siempre será, no obstante, el modelo admirable de una vida totalmente consagrada al servicio de la Iglesia y al asiduo estudio de la palabra de Dios.
SAN AGUSTÍN (354-430). El mayor de los Padres latinos es, sin duda alguna, el mayor de todos los Padres de la Iglesia; su pensamiento domina toda la historia de la teología latina. Son conocidas las grandes etapas de su vida. La juventud en Tagaste, en Roma, en Milán, la crisis con el desenlace de su conversión y bautismo (387), el sacerdocio y el episcopado en Hipona (395), la muerte en esta ciudad bajo el asedio de los vándalos (28 de agosto de 430). Heredero de toda la cultura y filosofía antigua, es el principal artífice de la elaboración en Occidente de una cultura y civilización cristianas. Su teología domina toda la teología latina. Fue preponderante hasta el siglo XIII; inspira todavía secciones amplias del pensamiento de Santo Tomás y, aun después de este doctor, su influencia permanece viva en muchos pensadores cristianos que guardan fidelidad a la inspiración agustiniana. Sería preciso estudiar en él al filósofo que asume y cristianiza determinados temas platónicos (conocimiento por participación de la luz divina, sabiduría y contemplación, tiempo y eternidad). Se habría de estudiar también al exegeta que pone al servicio de una mejor inteligencia de la Escritura todos los recursos culturales (De doctrina christiana), que estudia con precisión los problemas que plantea el Génesis (De Genesi al litteram), o la divergencia de los relatos evangélicos (De consenso evangelistarum) y, sobre todo, que comenta incansablemente para sus fieles los Salmos y el Evangelio de San Juan. Sin evitar siempre el abuso de la alegoría, San Agustín ofrece en estos comentarios uno de los mejores ejemplos de interpretación espiritual de la Escritura, al mismo tiempo que un modelo de predicación, a la vez muy sencillo y popular y espiritualmente elevado. En su Enchiridion puede hallarse una exposición general de su teología; en el De vera religione o en el De moribus Ecclesiae catholicae, el eco de sus discusiones con los maniqueos. La controversia contra el cisma donatista absorbió a Agustín hasta el 411 II e inspiró una gran parte de las Enarrationes in Psalmos y del Tractatus in Johannem en los que trata especialmente del valor del bautismo conferido por los herejes y del misterio de la Iglesia y de su unidad. A las Enarrationes se debe acudir para encontrar las mejores páginas de Agustín sobre el cuerpo místico y al Tractatus para conocer su enseñanza sobre los sacramentos, particularmente sobre la Eucaristía. La lucha contra el pelagianismo preocupa a Agustín desde el año 412 hasta el fin de sus días (De gratia Christi et de peccato originali, etc.). A una concepción enteramente humana y racionalista de la gracia opone Agustín su experiencia del pecado (pecado original), de la gratuidad y de la omnipotencia de la gracia; recuerda a los monjes provenzales (a quienes más tarde se llamará semipelagianos), que la iniciativa de nuestras, buenas acciones y de la misma fe viene de Dios (De gratia et libero arbitrio, De praedestinatione sanctorum). La controversia se prolonga durante el siglo v; Próspero de Aquitania, Fulgencio de Raspe en África, defenderán las tesis agustinianas contra Casiano, Vicente de Lerins (4), Fausto de Riez y otros galos, hasta que el concilio de Orange, reunido en 529 por San Cesáreo (+ 542), sanciona la teología agustiniana de la gracia, rehusando aceptar, sin embargo, algunas rigideces de su pensamiento (predestinación, reprobación) que darán más tarde origen a burdos errores.
Todavía debemos señalar la importancia concedida por Agustín a las cuestiones morales y ascéticas (virginidad y matrimonio); de él proviene la teología clásica acerca de los «bienes del matrimonio». Finalmente digamos también una palabra de las dos obras mayores de San Agustín. El De Trinitate (400-416) es al mismo tiempo una exposición completa de la teología latina sobre la Trinidad y un ensayo para encontrar en la psicología humana una imagen de la Trinidad: conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría, he aquí los grandes temas agustinianos que en esta obra se desarrollan. La ciudad de Dios (413-426) es toda una teología del Estado y de la historia, de la inserción del reino de Dios en el mundo y de su necesaria distinción. Sienta las bases de la noción cristiana y medieval del Estado.
La obra de San Agustín representa el esfuerzo más extracrdinario de la fe en busca de la inteligencia (la fórmula de San Anselmo fides quaerens intellectum, se inspira en él), «inteligencia espiritual» que florece en sabiduría.
V EL SIGLO QUINTO
Fin de la edad patrística
La literatura patrística del siglo v es mucho menos rica, ya que no menos abundante, que en las edades precedentes. La decadencia de la cultura se acentúa rápidamente, el imperio se disgrega ante las invasiones bárbaras; se abre una sima entre Oriente y Occidente, el Oriente está dividido por controversias teológicas mezcladas de rivalidades políticas y nacionales que preparan la escisión de la cristiandad y su decaimiento ante el Islam. Sin embargo, no se puede desconocer la importancia dogmática y espiritual de los problemas que se plantean y de las soluciones aportadas.
Al mismo tiempo que se enfrentan dos grandes patriarcados Alejandría y Constantinopla, se oponen también dos teologías y dos espiritualidades. Más atentos a las realidades históricas del Evangelio, los teólogos de Antioquía se inclinan a una distinción más radical en Cristo entre lo que es del hombre y lo que es de Dios y a no reconocer entre uno y otro más que una unión puramente moral. Nestorio, patriarca de Constantinopla, rehuirá siempre hablar de unión «física» o hipostática en el sentido establecido por San Cirilo y negará, en consecuencia, que María, madre de Cristo, fuese «madre de Dios» (Theotokos). Fue depuesto por el concilio de Efeso (431). La reacción monofisita subsecuente llevó al emperador Marciano a convocar en Calcedonia un nuevo concilio (451), que, reunido en sesión bajo la presidencia de los legados del Papa San León, canonizó la carta de éste a Flaviano de Constantinopla (Tomo a Flaviano) y definió la existencia en Cristo de dos naturalezas distintas y perfectas, unidas sin confusión ni mezcla en una sola persona o hispóstasis, el Dios Verbo, Hijo único de Dios. La teología antioqueno-romana salió vencedora de la teología alejandrina. En Calcedonia, la resistencia del monofisismo sirio y egipcio engendraría interminables disputas, la desmembración de la unidad del Oriente cristiano y la constitución de Iglesias separadas (nestoriana, jacobita) que todavía hoy siguen irreconciliables.
Dos grandes figuras dominan todas estas disputas: San Cirilo de Alejandría y San León Magno.
SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA (+ 444), el «sello de los Padres» cierra gloriosamente la edad de oro de la literatura patrística en Oriente. Adversario acérrimo de Nestorio, a quien hizo condenar en Efeso, es el gran teólogo de la unión hipostática. La imprecisión de su vocabulario, en el que se deslizan inconscientemente fórmulas apolinaristas, impidió durante largo tiempo a los teólogos orientales (Teodoreto) incorporarse a su doctrina. Habrá que esperar a Calcedonia para que se logre la uniformidad de vocabulario. Además de ser el defensor del Verbo Encarnado y de la maternidad divina de María, es también un gran teólogo de la Trinidad, un exegeta de valor considerable (su Comentario sobre San Juan es uno de los mejores que existen) y un maestro de la vida espiritual, que concibe al cristiano divinizado por el Verbo Encarnado y por el Espíritu Santo. Los doce Anatematismos contra Nestorio resumen lo esencial de su teología. Provocaron largas controversias y, a pesar de que no obtuvieron la canonización oficial del concilio de Éfeso, fueron sancionados en documentos posteriores del Magisterio.
El misterioso desconocido que hace pasar sus extraños escritos bajo el nombre de DIONISIO EL AREOPAGITA está vinculado, sin duda a los medios monofisitas siríacos de fines del siglo v. Fuertemente influida por el neoplatonismo (Proclo), su doctrina es una teología de la participación y de la jerarquía (Jerarquía celeste, Jerarquía eclesiástica), es también una teología del conocimiento negativo de Dios y de la pasividad y el éxtasis (Teología sofistica). Esta obra, aceptada universalmente desde el siglo VI como de origen apostólico y traducida al latín por Scoto Eriúgena (850), ejerció una influencia considerable, tanto en Occidente como en Oriente (teología del conocimiento de Dios, de los ángeles, de los sacramentos, del episcopado, de la vida contemplativa).
El monofisismo tuvo en el siglo VI algunos importantes teólogos SEVERO DE ANTIOQUÍA y JULIÁN DE HALICARNASO, su principal adversario fue LEONCIO DE BIZANCIO, que dio un impulso considerable a la teología de la Encarnación, mostrando que la naturaleza humana de Cristo subsiste en la hipóstasis del Verbo.
En el siglo VII, SAN MÁXIMO EL CONFESOR (+ 662) es adversario de los monotelitas (rama derivada del monofisismo que defiende darse una sola voluntad en Cristo), y sobre todo, un gran escritor místico (Centurias sobre la caridad).
Finalmente, SAN JUAN DAMASCENO (+ 749) clausura el período patrístico. Su obra principal La fuente del conocimiento, resume en su tercera parte (De fide orthodoxa) toda la teología griega; fue el manual de teología dogmática de la Iglesia bizantina y eslava; traducida al latín en el siglo XII, fue el medio de transmisión al Occidente de todo lo esencial de la herencia de los Padres.
En Occidente, SAN LEÓN EL MAGNO, Papa de 440 a 461) es, después de Damaso e Inocencio I y antes de Gelasio, el primero entre los pontífices grandes escritores, teólogo sólido y al mismo tiempo un defensor civitatis (sale al encuentro de Atila el año 425). Sus Sermones son modelo admirable de predicación litúrgica y dogmática, al mismo tiempo que de sobriedad y concisión romanas. Sus cartas constituyen importantes documentos históricos teológicos y disciplinares. Ya hemos hablado de la importancia de su epístola dogmática a Flaviano de Constantinopla (Tomo a Flaviano 449) que expresa en fórmulas decisivas la teología occidental de la Encarnación y servirá de base a la definición de Calcedonia (dos naturalezas perfectas en una sola persona). SAN CESÁREO DE ARLES (+ 542) adapta a las costumbres de una población todavía pagana los sermones y la doctrina de San Agustín. Es uno de los mejores predicadores populares de la antigüedad latina.
Coetaneo de San Gregorio es el gran Padre español SAN ISIDORO DE SEVILLA (560-636), una de las figuras que mayor influencia ejercieron en todo el medioevo latino. Arzobispo de Sevilla, luchó denodadamente por la unidad del reino godo y por la extirpación total del arrianismo en España, promoviendo para ello concilios nacionales. En los veinte libros de que se compone su obra conocida con el nombre de Etimologias, el santo doctor reunió todo el saber de su tiempo, contribuyendo así poderosamente a transmitir a la posteridad el gran acervo de cultura clásica y patrística en trance de perecer. Esta obra y otras de su incansable pluma, como el escrito histórico De viris illustribus y el teológico-litúrgico De ecclesiasticis officiis, fueron muy leídas durante la Edad Media. San Isidoro de Sevilla merece indiscutiblemente un puesto destacado entre los doctores que cierran la época patrística. Al término de la antigüedad y en la aurora de la Edad Media un gran papa, SAN GREGORIO EL MAGNO (590-604), recoge toda la herencia de la antigüedad cristiana y de una cultura ya en vías de decadencia y sienta las bases de la cristiandad medieval. Sus cartas son el reflejo de su actividad pastoral, mientras que el Líber regulae pastoralis explica su ideal del sacerdote y obispo, sus comentarios sobre Job (Moralia), sus homilías sobre el Evangelio, sobre Ezequiel, donde el alegorismo medieval se cebó sin medida, ofrecen una rica enseñanza moral y espiritual y constituyen una de las fuentes de la espiritualidad medieval (vida contemplativa).
VI LOS DOCTORES DE LA IGLESIA
Entre los Padres, algunos adquieren un destacado relieve por haber iluminado ampliamente todo el campo de la revelación y abierto nuevos caminos a la teología de los siglos posteriores; el ejemplo más eminente es San Agustín, cuya autoridad excepcional fue reconocida inmediatamente después de su muerte por el Papa Celestino I. La Iglesia reconoce en ellos los intérpretes autorizados de su doctrina.
Su lista se constituyó lentamente. Desde el siglo VIII, la Iglesia latina reconoce como tal a San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio, mientras que la Iglesia griega reconocía tres grandes «doctores ecuménicos» en San Basilio, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo; la tradición latina posterior añadirá a éstos el nombre de San Atanasio, con lo que se tendrán cuatro doctores griegos como se tenían ya cuatro doctores latinos.
El título de doctor de la Iglesia recibió de Bonifacio VIII (1298) una primera consagración oficial y litúrgica; al igual que los apóstoles y evangelistas, los cuatro doctores latinos tienen oficio de rito doble con Credo en la misa.
Esta lista se ha engrosado considerablemente en los tiempos modernos. En 1567, el dominico San Pío V otorga el título de doctor a Santo Tomás de Aquino, y, en 1588, el franciscano Sixto V hace lo propio con San Buenaventura. En nuestros días han recibido el título y oficio de doctor, entre los Padres de la Iglesia, los siguientes: San Atanasio, San Hilario, San Basilio, San Cirilo de Jerusalén, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría, San Pedro Crisólogo, San León, San Isidoro de Sevilla, San Juan Damasceno; entre los teólogos de la Edad Media y de los tiempos modernos, después de Santo Tomás y San Buenaventura lo han recibido San Beda (+ 735), San Pedro Damián (1072), San Anselmo (1109), San Bernardo (1153), San Antonio de Padua (1231), San Alberto Magno (1280), San Juan de la Cruz (1591) San Pedro Canisio (1597), San Roberto Belarmino (1621), San Francisco de Sales (1622) y San Alfonso María de Ligorio (1787). Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Jesús y Santa Teresa del Niño Jesús.
El título de doctor representa, además del oficio litúrgico, la recomendación de su doctrina, sobre todo en orden a la enseñanza.