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Dios te salve, María... la primera parte del avemaría


Un artículo de fr. Jorge Cuadros Pastor, O.P., publicado en La Rosa del Perú

Dios te salve.- A imitación del Angel Gabriel, saludamos a la Virgen; le expresamos nuestra felicitación. ¡Alégrate Virgen María! Ella misma lo manifiesta en el “Magníficat”: glorifica al Señor; “Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”. Tiene derecho a que los ángeles la saluden y que también nosotros, sus esclavos e hijos felices, la saludemos. Reconoce que “todas las generaciones la llamarán bienaventurada” por toda la eternidad.
Han pasado dos mil años y hoy, al comienzo del 2011, en cientos de pueblos, en miles de hogares, en millones de labios brota la exclamación angélica: Ave, Dios te salve, María! ”. Reconocemos en ella a la Reina de cielos y tierra; podemos descubrir en ella a aquella mujer misteriosa del Apocalipsis, vestida de sol, adornada con la luna y las estrellas (Ap. 12, 1), pues María nos dio al Hijo encarnado y con Él participó en nuestra redención, al sentir desgarrado su corazón al pie la cruz de su Hijo.

María- Al narrar las diversas circunstancia que rodean al acto más trascendental de la historia, la Encarnación del Hijo de Dios, el Evangelista Lucas señala: “El nombre de la virgen era María “. En la Biblia aparecen varias mujeres con este nombre, como la hermana de Moisés.
Pero el término verbal “era” y su relación con el Verbo eterno, del cual S. Juan nos dice que: “el Verbo era Dios”, nos expresa una dimensión trascendente y nos hace descubrir en la existencia de la Virgen el cumplimiento de una decisión divina. El nombre de María asume una importancia trascendente: como también lo es el nombre de Jesús en la persona del Mesías. Ella es la mujer por excelencia, la Señora, la Estrella: El nombre Miriam significa todas estas cualidades.


Llena eres de gracia.- En la oración castellana usamos esta frase, traducida exactamente de la Biblia latina: pero en otras traducciones de la Biblia, a veces, usan otros términos, como “la favorecida”, “la amada”, “la favorecida de Dios”. De todos modos, este saludo expresa algo especial y exclusivo de María, un privilegio único, “la totalmente agraciada ante Dios”. Implica un favoritismo total, mucho más absoluto que el manifestado en la figura de la reina Ester, pues el favor de Dios para la Virgen María empieza desde el instante de su concepción inmaculada hasta su asunción gloriosa al cielo. Por esto con toda razón la aclamamos la llena de gracia.

Gracia significa una cualidad: hermosura, belleza, simpatía. Expresa también un hábito sobrenatural que impregna toda la naturaleza humana y la hace partícipe de muchos dones divinos. Por ejemplo, nos hace hijos de Dios y por lo tanto partícipes de la divina naturaleza, según indica S. Pedro Apóstol; o la posibilidad de ver a Dios, y ser semejantes a Él, como indica S. Juan Apóstol; o la posibilidad que resucite incorruptible lo que es corruptible, según S. Pablo… y así miles de gracias, que por la caridad van transformando las almas. Hay, así mismo, otras gracias que son acciones, que por la Fe y el Espíritu Santo, van impulsando y guiando a las almas fieles y obedientes. Con estas gracias las almas son bellísimas, luminosas y gratas a Dios: Son los ángeles y los santos del cielo y también de la tierra.
Podemos añadir que la Santísima Virgen mientras estaba en la tierra, aunque llena de gracia, podía ir aumentando sus virtudes y sus méritos. Recordemos sólo aquellas virtudes que nos narran los evangelios. Cuán intensa sería su fe, viviendo en unión con su divino Hijo y participando conscientemente la historia de la salvación. Con razón Isabel le dijo: “Feliz tú que haz creído”. Asimismo, cuán profunda sería su humildad, vacía totalmente de si, para ser totalmente de Dios: He aquí la esclava del Señor”. De igual modo se nos revela su amor por el prójimo cuando visita y atiende a Isabel, o cuando manifiesta a su Hijo el problema de los novios en Caná de Galilea. Y sobre todo cuán intenso sería su amor y gratitud para con el Padre Dios, como podemos percibirlo en su ferviente cántico el Magníficat.


Pues bien, María es la llena de gracia. En cada avemaría proclamamos y reconocemos que ella es la llena de gracia más que todos los ángeles y santos, porque Dios preparó su digna morada. Libre de toda mancha y de la mínima sombra de pecado, para que fuera la nueva Eva. Para que el Hijo de Dios se encarnara y se cumpliera la voluntad de Dios se requerían dos plenitudes: La plenitud del tiempo y la plenitud de la Madre, la llena de gracia; esta plenitud es como el nombre propio de la Virgen María. Sin embargo, la plenitud de gracia en la Virgen María, a la que se refiere el Ángel Gabriel, no es absoluta y final; fue creciendo admirablemente en los constantes actos de amor materno, por ejemplo, cuando nace Jesús, cuando lo busca afanosamente, cuando lo acompaña al pie de la cruz, cuando desciende el Espíritu Santo en Pentecostés. Teológicamente hablando, María hasta su muerte era una persona “peregrina” en la tierra; seguía espiritualmente creciendo y mereciendo por sus actos de fe y caridad. En dos palabras, esto se explica porque la gracia es un don que nos hace partícipes de Dios y Dios es infinito. El alma, en la tierra, aunque esté llena de gracia, puede recibir nueva plenitud; recibe nueva capacidad para nuevas gracias. Se agota la capacidad cuando ve a Dios. Sto. Tomás dice que se podría decir que se agota la omnipotencia de Dios respecto al don para las almas en el momento de la visión beatífica, pues termina en Dios mismo.

El Señor está contigo: He aquí otra característica mariana. Dios, ciertamente, está en todas partes y con todos; especialmente con los justos: “vendremos a él y haremos nuestra morada”, promete Jesús. Pero especialmente Dios vino a estar con nosotros por Cristo: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, es el Enmanuel: “Dios con nosotros”. Para lo cual, es decir para realizar este acercamiento sustancial, debía tomar nuestra naturaleza humana, y asumirla como verdadero hombre. Dios que creó maravillosamente al hombre, encontró un medio más maravilloso para redimirlo. El profeta Isaías le dijo a Acab que busque algo más grande en el cielo y en la tierra y al rehusarse a pedirlo, el profeta le pronostica: “He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo“ (Is 7,14) el Mesías, el hijo de David. María era la señalada para este fin… Y María dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase su voluntad”. En ella el Verbo se hizo hombre. Con nadie estuvo más cerca, más íntimo, más vital que con la Virgen María. Dios la eligió para estar con ella. Es decir para que descienda a ella la GRACIA de las gracias. La concepción en el vientre virginal de María termina en algo infinito: en la Persona del Hijo de Dios hecho hombre. El Señor está contigo, María, porque de tu carne el Señor ha tomado su carne, en ti ha asumido íntegra la naturaleza humana; tú has sido durante nueve meses el único real santuario de Jesucristo!

“Bendita tú entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después de las palabras de saludo del ángel, el avemaría contiene las palabras de saludo y admiración de Isabel, su pariente. Narra S. Lucas (Lc 1, 39-56) la visita de María, cuyo saludo llenó de gracia a Isabel y al hijo, que en su vejez estaba esperando: “¡e Isabel movida por el Espíritu Santo exclamó: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” Ella intuyó que aquella jovencita pariente que la saludaba era la Madre del Señor, el esperado de Israel. El anhelo de siglos, las promesas a Abrahán, Isaac y Jacob se estaban realizando en María; ella era aquella mujer vislumbrada en el paraíso entre las lágrimas de Adán y las angustias de Eva; la bendición a Judá, el consuelo del convertido David, la esperanza de todo un pueblo; la ilusión de las descendientes de David; todo se cumplía en María. Era la plenitud de los tiempos. Con razón escribe S. Pablo: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos vino el Mesías, nacido de mujer” (Gal. 4, 4). Cómo no vamos a proclamarla bendita si ella nos trajo la más grande bendición; cómo no ha de ser bendita entre todas las mujeres, si en ella se reparó la debilidad, la imprudencia de la primera mujer. Con todo derecho, una mujer del pueblo no encontró mejores palabras para alabar a Jesús que proclamar con fuerte voz y en medio de la multitud: “Bendito el vientre que te llevó y los senos que te alimentaron” (Lc 11, 27). Con mayor razón, proclamamos: con Isabel: Bendito el fruto de tu vientre Jesús”.

El es la causa, la razón, el principio de toda bendición. San Pablo nos dice: Dios, desde la eternidad, nos bendijo con toda clase de bendiciones en Cristo…” (Ef 1, 1 ss.). El es la Santidad, la Gloria, la Bendición, la Gracia substancial. Por esto terminamos esta primera parte del avemaría con el nombre de JESÚS. Pues él es nuestro Salvador, Salvador de todos los hombres y de cada uno; es el nexo de unión con Dios, pues Él restauró la unión y amistad entre el cielo y la humanidad y fue tan gran amigo que dio la vida por nosotros.

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