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Santa María, Madre de Dios… la segunda parte del avemaría



Un artículo de fr. Jorge Cuadros Pastor, O.P., publicado en La Rosa del Perú de Abril-Mayo-Junio 2011

Santa María, Madre de Dios…” se añadió al avemaría muy posteriormente; quizá fue hacia fines del siglo XIV. Sin embargo, la invocación separada era ya conocida desde muchos siglos. La tradición fija su origen, como exclamación popular, el año 431, durante el Concilio Ecuménico de Éfeso, en el cual se definió el dogma de Una sola Persona en Cristo: La Persona del Hijo de Dios; a ella se atribuye las acciones, pasiones, cualidades, etc. de las dos naturalezas en Cristo, la divina y la humana. Cuando Jesús llora o tiene sed, podemos decir Dios llora, Dios tiene sed; cuando Jesús murió, sabemos que fue en su cuerpo humano, sin embargo decimos: Dios murió. Y así también al nacer Jesús decimos María es Madre de Dios. Cuando los Padres del Concilio de Efeso declararon esta verdad, todo el pueblo expectante salió por las calles de aquella ciudad clamando: Santa María, Madre de Dios!... Desde entonces fue muy común esta invocación.”Teotokos” “Deigenitrix”.
Veamos por qué creemos que es Madre de Dios y cómo es madre de Jesús-Dios. Hay algunas iglesias, que se titulan cristianas, que niegan la maternidad divina de la Virgen e insisten que María es Madre de Jesús, pero que no debe decirse Madre de Dios. Mas la Iglesia desde los primeros tiempos afirmó la unidad personal en Jesús, como lo definió hace dieciséis siglos el Concilio de Efeso. Son numerosos textos de los Evangelios, que con toda claridad manifiestan la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la persona de Cristo: “El Verbo se hizo carne” ( Jn 1, 14); “Yo y mi Padre somos uno solo” (Jn 10, 30); “Les aseguro, antes que Abrahán existiera, yo soy” (Jn 8, 58), etc. Es el mismo que cansado por la caminata y el calor del mediodía, se sentó al borde del pozo de Jacob y le pidió a la Samaritana darle de beber (Jn 4, 7); el mismo que dio la vida por sus amigos, que fue azotado, crucificado y murió exclamando: “Todo está cumplido” (Jn. 19, 1-42). Con toda razón la Iglesia con amor y gratitud afirma: Dios murió. Toda la grandeza de la redención infinita, de la satisfacción por nuestros pecados se descubre a la luz de muerte de todo un Dios en su naturaleza humana. Se deduce de esta verdad, la maternidad divina de María. Jesús, el Verbo, hijo de Dios por su divinidad, es hijo de María por su humanidad. Con gran intuición, Sto. Tomás de Aquino, cuando trata de la Omnipotencia de Dios en la Suma Teológica, indica que uno de los sucesos en los cuales se agota la omnipotencia de Dios es la maternidad divina de María.

Así lo intuyó Isabel cuando al recibir a María, exclamó con gran alegría: ¿Quién soy yo para que venga a visitarme la Madre de mi Señor? (Lc 1, 43). Confiesa abiertamente Isabel que María es la madre de Dios, pues el “Señor” a quien se refiere es su Dios.

¿Qué incluye esta maternidad?

Para valorarla mejor conviene tener muy presentes la plenitud de gracia en María y su virginidad; además la acción extraordinaria del Espíritu Santo. De parte humana, sólo participa María en la formación del cuerpo de Jesús; participa con plena aceptación: “He aquí la esclava del Señor”. Y a medida que pasaban los meses y los años tomaba más conciencia de su participación; con razón Isabel le dice: “Feliz tú que has creído”; la fe motivaba todas las actividades y servicios respecto a su Hijo, de tal modo que S. Lucas escribe que María conservaba los recuerdos meditándolos en su corazón, es decir la fe de María estaba rodeada de su ternura materna; el amor que sentía por su Hijo superaba el amor de otras madres y de otras santas; participó más en la vida de Jesús y se identificó más profundamente con su pasión y muerte.

En cuanto a la maternidad física, ¡qué intimidad más prodigiosa entre María y el niño que se formaba en sus entrañas!, la misma sangre, las mismas pulsaciones, la participación en la misma vida. La que, como ser humano, fue formada a imagen de Dios, ahora forma a su Dios a su imagen: De María recibe su historia genética, sus rasgos faciales, el color de sus ojos, el perfil de su sonrisa: Jesús es consanguíneo de María. María infunde en aquel ser toda la fuerza de su maternidad y todo el amor de su santidad.
El Evangelio nos narra con toda sencillez: “Dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo colocó en un pesebre.” María le da todo lo que tiene: Le da la vida, le da ternura, le da su pobreza. Madre e Hijo para siempre unidos. Así los verán los pastores, los magos, los ancianos Simeón y Ana, los doctores en el templo, los apóstoles en el camino de Galilea. De igual manera se los verá unidos en el dolor más grande en el calvario. Y ahora nuestra Fe contempla a María participando del gozo de su Hijo; ella que fue templo de su Hijo en la tierra está revestida de la plenitud de la divinidad de Jesucristo.

Me parece que el texto bíblico que mejor enfoca y visualiza el sentido y la función de María como Madre de Dios es el siguiente: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, fue sometido a la Ley, para que liberara a todos los que estaban sometidos: y así lleguemos a ser hijos adoptivos de Dios” (Gál. 4, 4-5). La Vulgata latina usa términos más explícitos para mostrar este origen: “natus o factus ex muliere”: la preposición “ex”, es más explícita que “de”, pues expresa “ origen de naturaleza”: tomó la carne del cuerpo de María. En este texto paulino encontramos otras referencias a la Virgen María. Dios la eligió para que su existencia fuera el inicio de la plenitud de los tiempos y la preparó llena de gracia y , mediante la proposición del Ángel Gabriel, esperó el sí de María: He aquí la esclava del Señor! Y, como consecuencia, en este texto de San Pablo podemos también descubrir nuestra adopción de hijos de María, así como somos hijos adoptivos del Padre. Con toda razón, al finalizar el Concilio Vaticano II, el Papa Paulo VI proclamó a María Madre de la Iglesia.

Con confianza podemos, pues, continuar nuestra avemaría y elevar nuestro ruego a María: “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Ella, la llena de gracia, la traspasada por una espada de dolor a la muerte de su Hijo, mereció ser la intercesora ante Nuestro Señor Jesucristo. Ella, que supo de angustias y dolores, sabrá valorar y comprender nuestras debilidades y necesidades. Ella, sobre todo, que presenció las tres horas de extremo dolor en la agonía de su Hijo, nos puede sostener, consolar y proteger en la hora de nuestra muerte. Es la súplica filial que brota con confianza hacia aquella que es nuestra madre y quien, después de Jesús nuestro Dios y Salvador, es vida, dulzura y esperanza nuestra.

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