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De religión a Cristianismo



La práctica religiosa es tan variada conforme lo es la visión de los hombres sobre Dios y sobre sí mismos. La religión es parte del instinto y quizás una necesidad psicológica, pero el cristianismo está más allá de una religión limitada a estos sentidos. 

Para algunos, «cumplir con las obligaciones religiosas» es la esencia que determina la relación con Dios y la forma para comunicarse con Él. Para ellos, la religión representa participar en algunos ritos, asistir a los oficios y practicar ciertos deberes como el ayuno y las obras de caridad; y al cumplir con ello, el «religioso» consigue una sensación de perfección y de justificación, y goza de unas garantías divinas que, según él, ha logrado y ha merecido. Éste es un ambiente propicio para la formación de leyes religiosas, y con la lógica se interpretan «los derechos de Dios» que nombramos la ley divina. Es entonces cuando esta ley forma una imagen de Dios que lo sustituye; así, Él ya no cambiará su actitud con nosotros mientras nosotros seamos leales a las leyes en las que lo hemos interpretado. Colocamos a Dios bajo nuestro sistema racional, y las exageraciones detallistas llegan a determinar las partículas más minuciosas en la relación y los deberes para con Dios, de tal manera que nosotros ya pensamos en lugar de Dios; más aún, imponemos a Dios nuestra forma de pensar. 

De la misma manera, los judíos perdieron la verdadera práctica de su religión cuando –se sabe por la amonestación del Señor– sustituyeron las leyes de Dios con las suyas: santificaron el sábado y mataron al ser humano, mientras el sábado fue instituido para el hombre y no el hombre para el sábado; las leyes, por cuyo medio es interpretada la voluntad de Dios, se han vuelto más sagradas que la misma voluntad de Dios; el oro del altar, más santo que el altar, mientras éste es el que santifica lo que lleva: el medio asesinó la meta. 

«El espiritualismo interior», para otros, es la verdadera y práctica religión, pues lo importante y esencial para el ser humano es tener una relación ferviente consigo mismo. No necesariamente esta relación incluye deberes religiosos hacia Dios que está «en su cielo», sino de cada uno hacia sí mismo. Entonces la filosofía, la poesía, las artes y, en general, todo lo concerniente a las expresiones del «espíritu», forman el verdadero culto y la religión real: religión sin Dios. Y se varían los métodos y especies de ejercicios espirituales que se pueden practicar. La India y el Lejano Oriente han sido conocidos por esta religiosidad «espiritual» 

La primera religiosidad, la de «cumplir los deberes», si bien considera que Dios es el centro de la vida, lo eleva a un cielo inexistente y lo sustituye con las interpretaciones humanas sobre Él. Este divino sistema religioso asesina a Dios e instituye al hombre como representante de Él, y la Ley es su acta de poder. De esta manera las corrientes Judaicas rechazaron al Señor cuando vino, porque Él ocuparía el lugar de sus interpretaciones. Más tarde, el Islam fue alimentado de estas corrientes. 

Para el espiritualismo interior –la segunda forma–, el centro de la vida es el ser humano, y no hay verdadera necesidad de Dios; la religión depende de la riqueza de las fuerzas sicológicas del interior del hombre. Es una religiosidad que mata a Dios rechazándolo y adorando, en su lugar, las fuerzas humanas. 

La primera forma otorga algo de tranquilidad y de justificación; la segunda, de fervor y éxtasis psicológicos. Esencialmente, ambas formas son variedades de una misma religiosidad sin Dios. La primera expulsa a Dios y apodera al ser humano, y la segunda rechaza a Dios y acentúa el ego. Todas las religiones suelen oscilar entre ambas formas de «idolatría», en que Dios o está ausente o estático; aquí la ley fija toma el lugar de Dios, y allá las fuerzas psicológicas ocupan su territorio práctico. 

El cristianismo –si alegórica e inevitablemente lo consideramos como una religión– junta las dos formas en un santo matrimonio: Dios está presente De religión a cristianismo y es proveedor; nuestras leyes no están para expulsarlo, y la vida interior no se ausenta porque ésta es su morada en nosotros. En este sentido, dice el apóstol san Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí.» Así también entendemos las palabras de Jesús: «El Reino de Dios está en vosotros» y no fuera, «en su cielo». En el cristianismo, Dios participa de nuestra vida y nosotros participamos de la suya. Estas palabras representan para los otros dos métodos extrañeza o blasfemia. En realidad, el Espíritu de Dios habla a nuestro espíritu, así que no hay vida espiritual interior, sino vida del Espíritu de Dios en nuestra existencia. 

En las dos mencionadas formas Dios se ausenta y el ser humano, en la primera, habla consigo mismo farisaicamente (como el fariseo), y en la segunda, desafía sus esfuerzos. Ambas concluyen en un círculo humano, aunque parten de diferentes puntos: la excelsitud de Dios para la primera, y la riqueza del ego para la segunda. Entonces vale concluir que el resultado de ambos caminos de religiosidad es el ser humano que crea a un dios a su imagen: una vez, la imagen consiste en leyes fabricadas humanamente, y otra vez, en energías humanas interiores. Y el diálogo del hombre consigo mismo seguirá en un círculo vicioso farisaica o espiritualistamente. 

La religión en el cristianismo es un diálogo vivo entre Dios y el hombre fuera del círculo del ego; es un discurso dirigido de «yo» a «tú», Dios es interlocutor y está presente en nuestro interior. Los poemas cristianos llaman a la vida interior «tálamo» de encuentro donde el alma se une a Dios en un sublime noviazgo divino y espiritual. «Pongo al Señor ante mí sin cesar»3, dicen los Salmos: eso significa «vive el Señor, mi Dios»4, según el profeta Elías; y significa «permaneced en Mí, como yo en vosotros»5, conforme las palabras de Jesús en el Evangelio según san Juan. 

Cuando Dios se presenta como «tú», eso significa que se presenta como Él es, no como yo quiero. En su relación con nosotros, nos forma a su imagen y «semejanza», lo que llamamos la «divinización». Dios, entonces, no está para exigirnos obligaciones o deberes, ni para acariciar nuestras emociones, sino para cambiarnos: Dios es movimiento y motor, no una idea y, mucho menos, una emoción. 

En el cristianismo, hemos conocido a Dios en una imagen que la razón humana jamás ha esperado: es el Cordero degollado «antes de la creación del mundo»6. Si Dios para las religiones es el fuerte, el justo…, a nosotros ha venido como un «cordero degollado»: vino a cargar con nuestras debilidades y a darnos la vida. La vida cristiana espiritual no surge de nosotros, sino de arriba, es regalo de nuestro Dios. Dios manifiesta su vida y nosotros la recibimos, porque la vida sin Él es imposible. 

La encarnación del Dios Verbo es la imagen del camino religioso ideal, donde Dios vive en el hombre, y éste en Dios. En Jesús se ha realizado hipostáticamente lo que debe realizarse en nosotros moralmente. 

Dios no es ni ideología ni energía: es una Persona viva en cuya presencia vivimos o, más bien, cuya presencia nos vivifica. Por lo que, la meta del cristianismo no es conservar al hombre en cierto estado de virtud, sino que éste procura la ilimitada perfección partiendo siempre de una gloria a otra, hacia la semejanza de Dios. Lo que caracteriza al cristianismo es el cambio en la vida: no hay vida cristiana sin penitencia, y el profundo y verdadero sentido de ésta implica que quien vive no soy yo, el hombre viejo, sino Dios, el que viene a vivir en mí. 

Por eso, la Iglesia no ha sido establecida sobre principios morales y mandamientos divinos nada más, ni sobre caricias de anhelos espirituales, sino sobre el «amor», cuyo molde y canal son los sacramentos, partiendo del Bautismo hacia la Confesión y la Comunión. Son los canales en los que nuestra práctica religiosa fluye como «amor» a Dios y al prójimo. 

El cristianismo es recibir a Dios que se dirige hacia nosotros para cambiarnos, pero su amor nunca rebasa nuestra libertad, aunque sea negativa. Nuestra respuesta al movimiento de Dios hacia nosotros ha de ser arrepentimiento, eso es, retorno hacia Él. La respuesta debe ser «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!». Éste es el cristianismo como vida interior: Dios está en nosotros y no «en su cielo», Él viene a nosotros para llevarnos consigo. «Dios se ha hecho hombre, para que el hombre se haga Dios». El cristianismo es cristianización del hombre y vida de Dios en él, porque en Dios «vivimos, nos movemos y existimos.»

Arzobispo Pablo Yazigy

Publicado por Silvia S.A

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