Entregar a otros lo contemplado
El quehacer literario se inscribe en la línea de la vocación teorética del hombre. El goce estético ejerce un efecto benéfico y perfectivo sobre el lector, pues lo mueve a salir de la clausura de su yo para abrirse a la obra, en la medida en que ésta es portadora de sentido y de valores. Una recta lectura es, pues, "sanante", en cuanto actualiza la vocación contemplativa.
La verdadera obra de arte no es mera evasión sino, por el contrario, penetración y develamiento de lo real. Una actitud viciada frente a la obra produce vacío y frustración. Vacío en la obra, si el vicio está en el autor, y frustración en el lector, si no se acerca a la obra con la disposición debida. Tendremos así literatura y lectores "enfermos", fracasados en cuanto artistas y contempladores.
"Todo arte es realista, en el sentido de que apunta hacia la realidad, y no puede hacer sino un uso restringido de las invenciones y de las construcciones abstractas" (W. Weidlé, Ensayo sobre el Destino Actual de las Letras y de las Artes).
Cuando pensamos en el tema que nos ocupa, de inmediato nos viene a la mente la cuestión de la catarsis en la tragedia griega. En su Poética, Aristóteles registra el efecto saludable de la tragedia en el ánimo del contemplador: la catarsis, o rectificación de las pasiones (1). De algún modo, análogos efectos se dan en toda recta lectura de una obra literaria lograda. Esto podría parecer una generalización aventurada, si omitimos precisar sus alcances.
En efecto, es un dato de nuestra experiencia casi cotidiana que hay libros que "hacen bien" y hay otros que no. Sin embargo, nos movemos en un terreno muy resbaladizo y en el que existe sobre todo una gran confusión. Confusión originada en la falta de una perspectiva más amplia desde la cual considerar el hecho literario, y agravada por polémicas en las que, más de una vez, no se encuentran soluciones porque no se plantean los problemas de un modo claro y radical.
Lo primero que debemos recordar es que la literatura no es un lujo superfluo, algo prescindible, ni una suerte de elemento meramente decorativo, sino que responde a exigencias profundas de nuestra naturaleza humana. Es uno de los alimentos de nuestro espíritu. Pero así como el buen alimento fortalece y hace crecer, el falso o inadecuado intoxica, envenena y mata.
El hombre está llamado a la contemplación, en la que se encuentra su plenitud y felicidad. Es esta vocación contemplativa la que late en el fondo del quehacer literario. La obra es el punto de encuentro de dos contemplaciones. De tal modo, podríamos llamar "sanante" a la actividad literaria en cuanto resulta escuela de theoria y "enfermante" en cuanto impide, obstaculiza o distorsiona la visión de lo real.
El arte no tiene por función disfrazar la realidad ni alejarnos de ella, sino, antes al contrario: ayudar a nuestra reconciliación con las creaturas y con su Creador por caminos a veces sorprendentes. El escritor (poeta, novelista, etc.) es quien, habiendo captado el sentido profundo en alguna parte de lo real, es capaz de comunicarlo por medio de la palabra. Podemos aplicarle la sentencia tradicional: su tarea es contemplata aliis tradere: entregar a los otros lo contem-plado. Para eso ha recibido el talento que le es propio. El escritor debe mostrar, iluminar, llevar las cosas a los lectores y los lectores hacia las cosas. Para lo cual debe primeramente mirar (momento contemplativo), y poder luego plasmar en palabras (como el músico en sonidos o el pintor en líneas y colores) su experiencia (momento específicamente poético).
Así las cosas son "celebradas" por el poeta, quien las incorpora al ámbito del hombre, y las integra armónicamente en nuestra vida. Francisco Luis Bernárdez expone este pensamiento en un soneto cuyo título es precisamente Las cosas, y dice en sus tres últimos versos:
"...Porque sólo en la voz que las asume
tiene la piedra toda su firmeza,
tiene la rosa todo su perfume."
El artista nos ayuda a descubrir las cosas, y nos las entrega para que las miremos junto a él. El arte no oculta sino revela, como tan bien dice George Mac Donald:
"...Pero, ¿no es más bien que el arte rescata la naturaleza de la tediosa y hastiada percepción de nuestros sentidos, y de la degradante injusticia de nuestra ansiosa vida cotidiana, y, apelando a la imaginación, que mora aparte, revela la naturaleza en algún grado como ella realmente es, y como ella se presenta al ojo del niño, cuya vida, sin temores ni ambiciones, encuentra la verdadera importancia del mundo lleno de maravillas a su alrededor, y se regocija en él sin desconfiar?" (2).
En este sentido, el artista nos despierta, nos arranca de nuestra actitud utilitarista y miope, nos convoca a la admiración y a la alabanza, o a la reflexión profunda y buscadora de sentido, de un sentido que no depende de nuestro capricho, sino que está ahí, fuera de nosotros, y que no percibimos a causa de la pobreza de nuestra mirada, oscurecida por una postura despótica frente a lo otro. Como el personaje de Chesterton en Hombre-vida, el artista nos grita: "¡Déjense de comprar y vender y empiecen a mirar!". Así la literatura nos cura, ejerce un influjo sanante.
Ahora bien, si en alguno de los dos momentos de su quehacer el escritor falla, la obra se resiente. Si fracasa en el momento "poético", en plasmar su experiencia en palabras, no se da el tradere, la entrega, o se da de un modo insuficiente. Y si falló en el momento teorético no habrá nada que entregar, no hay contemplata. Puede haber magia verbal, fuegos de artificio llamativos, pero nada más. Si no contempló, ejercerá sobre nosotros una violencia, pues sólo querrá movernos en determinado sentido, aunque fuera únicamente a lo que admiremos por su habilidad, que él considerará genio. Ya no querrá decir, sino mandar. Su obra no servirá más que para el regodeo de especialistas o de "exquisitos".
En esto conviene detenerse. Se puede escribir muy bien aun cuando se adopte una postura despótica frente a lo real, ciega para el sentido de las cosas (3). Pero seguramente esto no resultará sanante ni enriquecerá al lector, salvo en el solo hecho de permitirle gozar de un ejercicio de estilo y conocer un talento malogrado, o de ayudarlo "por el absurdo", mostrando "el revés", adónde puede conducir una actitud viciada. En un buen escritor, esto puede ser digno de consideración. Lo desgraciado es cuando se conjugan las fallas en ambos momentos: no hay contemplata ni tampoco nada valedero en el tradere. Los otros, los lectores, el tercer término en la fórmula tomista, se transforman entonces en meros consumidores, en objetos de manipulación. Esto es hoy, por desgracia, demasiado frecuente. Hay alguien que no tiene nada que decir, y tampoco sabe bien cómo. ¿Para qué escribe, entonces? Hay muchas razones: ganar dinero, inflar el currículo, imponer una idea, o las tres cosas juntas. Esta literatura generará vacío y malestar en el lector, quien no gozará, pero podrá decir que ha leído, aumentará su status intelectual, o habrá matado el tiempo, algo bastante grave si consideramos que el tiempo no es un enemigo por destruir sino un don para emplear sabiamente.
La literatura, de diversos modos, refleja al hombre. La literatura enferma puede servir como síntoma para descubrir un mal, y poner el remedio. Pero puede también difundir ese mal. Y aquí llegamos al espinoso tema de la relación entre Arte y Moral, Arte y Bien, en fin, entre el Arte y lo supra-artístico. Y aquí es donde la confusión cunde. Parecen predominar dos posiciones insuficientes: la del Arte como Absoluto y la del Arte comprometido, o Arte al servicio de algo. Ambas, llevadas al extremo, resultan erróneas. Planteada la cuestión en esos términos, nos veríamos obligados a optar entre un arte como mero maquillaje de un contenido religioso, político, etc., y una especie de Religión de la Belleza, o Sacerdocio del Arte u otras cosas por el estilo. Ninguna de las dos posiciones responde satisfactoriamente. El problema se aclara en otro ámbito, a la luz de la doctrina escolástica de los trascendentales, y en la ubicación del hecho artístico (en cuanto facere, amoral en sí) dentro del contexto del obrar humano, agere (4). La falta de atención por estos temas se traduce en la perplejidad de tanta buena gente frente a la ola de pornografía y corrupción que nos invade, para lo que no hay respuesta válida si no se la formula a la luz de los principios iluminadores. Lo acuciante de todo esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en la polémica sobre la censura. ¿En nombre de qué se puede censurar o permitir? ¿Cuáles son los derechos de la autoridad en este campo? Si no aclaramos lo fundamental, se incurrirá en constantes contradicciones y oscilaremos entre tijeras desorientadas, pacatas tiritas negras y diversas versiones criollas del "destape".
El Arte es algo grande, sin duda. Puede hacer mucho bien, tanto como sus falsificaciones mucho mal. Por eso su corrupción es tan dañina.
"La Belleza, que es el objeto del Arte, tiene que ver con la Verdad y el Bien ontológicos, que son dos nombres de Dios; y cuya búsqueda no es peligrosa, al contrario; pero la Belleza es el resplandor de hechos trascendentales a través o por medio de las cosas sensibles; y el Hombre está demasiado apegado a lo sensible, y sus sentidos están desordenados..." (5).
El Arte no puede ser enderezado simplemente a fuerza de decretos, pero tampoco debe ser adorado, pues no es Dios.
Es algo apasionante y riesgoso. No le pidamos lo que no puede dar. Porque frente a nuestra actitud injusta responderá mal. Si buscamos lo bello en forma hedonística terminaremos matándolo.
"...La persecución directa y continua de lo bello, lo pintoresco, lo interesante... acaba por deshacer la vida; y lo que es más curioso, al Arte misma -decía Baudelaire" (6).
Esto parece estar ocurriendo, en forma cada vez más acelerada. El endiosamiento del artista que se transforma de contemplador en demiurgo lo lleva a traicionar su misión, y lo convierte en agente de enfermedad. En lugar de iluminar, entenebrece, confunde. La realidad deja de tener sentido, para transformarse en una arcilla moldeable según capricho.
"...El mundo no es sino un caos en el cual sólo el artista puede establecer un orden y dar significado" (7).
Poseído por esta soberbia, el artista será ya la sal que no sala, el ciego que guía a otros ciegos. No curará, sino contagiará.
La perspectiva del lector
No sólo en el autor o en la obra sino también en el lector se pueden constatar actitudes "sanas" o "enfermas". Lo que se recibe, se recibe según el modo del recipiente, nos enseña la Filosofía. El mejor libro, abordado con mal espíritu, resulta inútil o perjudicial. La actitud teorética, de otium, es requisito indispensable de salud en la vida intelectual. Nuestra lectura será sanante en cuanto nos interese conocer y gozar la obra, en cuanto concentremos nuestra atención en ella y no en nuestro propio acto de lectura. "¡Qué bueno es esto!" es lo saludable. "¡Qué culto que soy, pues estoy leyendo esto"! es lo nocivo. En estos casos en el pecado está la penitencia, pues la lectura se torna una penosa tarea. No hay interés para la obra en sí. Hay otros intereses: prestigio personal, estar a la moda, poder opinar en tertulias intelectualoides, no quedar "fuera" de algún cenáculo ni parecer desactualizado. El libro es un peldaño para la "trepada", y no objeto de contemplación. C. S. Lewis compara esta clase de lectores con aquellos que practican un deporte con el solo fin del ejercicio físico, para "mantener la línea". Ya no hay juego, sino sólo "ejercicio" (8).
Y sobreviene pronto el aburrimiento. El hastío, el tedio que tantas veces vemos en los "profesionales de la cultura", proviene de esta violencia ejercida sobre la obra de arte a la que no se la trata como ésta merece.
La tiranía de las "modas" intelectuales, el terrorismo intelectual al que nos vemos sometidos hoy termina formando esa larga fila de consumidores de lo último, que viven corriendo un tren que se les escapa siempre. G. Thibon trae una típica anécdota al respecto:
"Mis lectores recuerdan sin duda a Papillón, presidiario evadido, cuyas 'Memorias', noveladas descaradamente, fueron un best sellers internacional. En el momento en que este éxito estaba en la cumbre, un hombre 'a la última' me dijo con un acento en el que se mezclaba el reproche y la compasión: ¡cómo! ¿aún no ha leído a Papillón? Repliqué que mi cultura general no sufría, de momento, por esta laguna. Los días han pasado y el pobre Papillón, debidamente desmitificado, ha entrado en la sombra y el silencio. Finalmente me decidí a leerlo en plena contramarea, lo que me valió esta exclamación no menos indignada de otro virtuoso del último grito: ¡cómo! ¿aún lee a Papillóm?"
Una sana lectura no puede estar sometida a estas premuras y vaivenes absurdos. Y, lamentablemente, esto no ocurre solamente entre lectores de los best sellers, sino también en niveles donde resulta mucho más alarmante. Y esta forma de leer no comunica sino desasosiego, fatiga y aridez. Contribuye enormemente al aumento de la "enfermedad".
NOTAS
(1) Cfr. especialmente en la Nota preliminar de José María de Estrada, p. 20: "Esta expurgación de las pasiones consiste en la armonización anímica del artista o contemplador, como consecuencia de la presencia de la armonía de la obra de arte". Buenos Aires, EMECÉ, 3a edic., 1963.
(2) MAC DONALD, George: Phantastes, Michigan, Grand Rapids, 1979, p. 94.
(3) FUTTEN de la COLINA de CASSAGNE, Inés: James Joyce: una concepción demiúrgica de la literatura, en Universitas, Nº 27, Buenos Aires, 1972, y La calle infinita de Bloom, en Universitas, Nº 35, Buenos Aires, 1974.
(4) PIEPER, J., El Concepto del Pecado, Barcelona, Herder, 1979, pp. 29-37.
(5) CASTELLANI, L., Doce parábolas cimarronas, Itinerarium, Buenos Aires, 1960, pp. 162-163.
(6) Ib. 158.
(7) WEIDLÉ, W., Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes, Buenos Aires, EMECÉ, 1943, p. 69.
(8) LEWIS, C.S., An Experiment in Criticism, Cambridge, 1969, cap. II.
(9) THIBON, G., El equilibrio y la armonía, Madrid, Rialp, 1978, p. 102.
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