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La atención


Se ha hecho caso omiso de verdades luminosas e importantes, que se han dicho o escrito, que habrían sido salvadoras, si se les hubiera prestado alguna atención, en vez de los oídos sordos. 


Es infrecuente que se preste atención al enorme papel que la atención tiene en nuestras vidas. Creo que condiciona la significación que casi todo adquiere para nosotros, y es por tanto un factor decisivo en la configuración del mundo, en la ordenación del tiempo vital, en la estructura de nuestros proyectos. 

Es notoria la gran diferencia de la memoria entre las personas. Se suele atribuir a las condiciones biológicas, al funcionamiento de lo que se llama, con cierta vaguedad, las "neuronas", y sin duda tienen un papel considerable. Pero mi impresión es que se trata primariamente de la atención. Cuando se resbala distraídamente sobre las cosas, se las olvida; si se atiende a ellas, permanecen, acaso durante toda la vida. A veces me sorprende recordar con vivacidad y precisión momentos remotísimos de mi vida, enseñanzas que aprendí hace setenta años, lecturas que datan de mi niñez. Lo interesante es que estos recuerdos surgen acompañados de otros: la atención con que fueron vividos.

Los que se dedican a la enseñanza se quejan con amargura y desaliento de que los alumnos no se enteran de lo que se explica, no entienden lo que leen. No logran atraer y fijar la atención. Tengo un recuerdo -excepcional en mi experiencia personal, pero muy revelador-. Hablaba en una clase, en mi juventud, de los autores españoles preferidos, de los que suscitan mi entusiasmo. Leí pasajes de algunos de ellos, ante unos estudiantes inertes, pasivos, y al cabo de un rato, no sólo me sentí estúpido, sino que pareció que participaban de esa condición los prodigiosos autores a quienes estaba leyendo. La desatención empañaba todo aquello, lo envolvía en un velo de neblina, indiferencia, insignificancia. 

La escasez de lectura, el predominio de la televisión y los "juegos" informáticos, son factores de la disminución de la atención. Cuando se lee, hay que atender al texto, y si no se hace, éste se evapora y se advierte que no se está entendiendo. Ante una pantalla es fácil la absorción de imágenes que se van deslizando sin respuesta activa, sin esfuerzo, y que se van borrando. Esto disminuye el efecto, por lo demás inmenso, de la televisión, que se ha convertido en un pavoroso instrumento de manipulación a corto plazo; lo que mitiga su importancia es que no provoca la fijación duradera de sus efectos, lo que, dada la calidad de gran parte de sus contenidos, es tranquilizador. 

Una de las causas del descenso de la atención es el increíble número de "impactos" que recibe cada día el hombre de nuestro tiempo. Se suceden sin interrupción, por diferentes vías, y no hay tiempo para recibirlos con alguna intensidad, no digamos para reaccionar personalmente a ellos, para ponerlos en conexión con los demás componentes de nuestra vida. 

Esto es decisivo. He observando entre mis compañeros de estudios un hecho sorprendente: los que estudiaban árabe, lo aprendían fácilmente y muy bien -en mis años de Universidad, con aquel fantástico maestro que era don Miguel Asín Palacios- ; los que seguían cultivando esa lengua profesionalmente, la conservaban; los que no lo hacían, al poco tiempo la habían olvidado enteramente, ni siquiera podían leer un texto escrito. Los que estudiaban griego podían tenerlo "oxidado" si no lo practicaban, pero conservaban el conocimiento, si bien atenuado de la lengua. ¿Por qué? El árabe quedaba aislado del resto de sus vidas, de sus lecturas, sin conexiones con lo restante; el griego quedaba ligado a una porción considerable de lo que seguían viviendo y pensando. 

Los aciertos y los errores dependen en grado extraordinario de la atención. Me pregunto a veces cómo se ha podido aceptar, en la vida colectiva, en la política, dislates incomprensibles. Se han tragado pasivamente las falsedades más notorias, que se podían descubrir con un mínimo de atención, simplemente al tomar conciencia de lo que se decía. 

Se ha hecho caso omiso de verdades luminosas e importantes, que se han dicho o escrito, que habrían sido salvadoras, si se les hubiera prestado alguna atención, en vez de los oídos sordos. 
Ahora, por medio de la televisión, además de oír o leer, antes que eso, se ve. ¿Se ve realmente? No estoy seguro. La cara humana es lo más revelador que hay, lo más inteligible. Especialmente la cara viva, en movimiento, con expresión, acompañada de la palabra. Aunque no se entienda lo que se dice, si se habla en una lengua desconocida, el rostro mismo es suficiente para entender, para ver "quién" es el que habla, si es admirable, si es repulsivo, si se puede confiar en él -o en ella-. ¿Cómo es posible dejarse engañar por el que visiblemente está mintiendo, por el que respira odio, malevolencia, ánimo destructor? Si se mira lo que se está viendo, si se presta alguna atención y se extraen las consecuencias inmediatas, es casi seguro el acierto, la evitación del engaño, el error, la entrega a lo indeseable. 

En mi larga experiencia he aprendido a no confiar más que en la cara de las personas. Esto me ha hecho tener un razonable grado de acierto; tengo la convicción de que mi "mundo" particular y privado, el que me rodea más de cerca, el que he buscado, es superior al conjunto circundante. Las escasas decepciones que he tenido han coincidido con no haber hecho caso de lo que había visto desde el principio, haber cedido a la "opinión ambiente", a lo que en medios próximos circulaba como interpretación válida. He pensado que lo que estaba comprobando lo había percibido mucho tiempo antes y no lo había tomado en serio. 

No es fácil confiar en lo que se ve cuando se es joven; hace falta cierta acumulación de experiencia. La adquieren los individuos; la consiguen, algunas veces, pueblos afortunados, que cruzan la historia por un camino con más aciertos que fracasos. En otros casos, se descubre una interminable serie de errores. 

El núcleo de todo esto es la actitud ante la vida, el modo como ésta, en lo más personal, se realiza. Las diferencias son enormes, y resultan sobrecogedoras. Los grados de la atención vital, diríamos biográfica, son múltiples. Hay personas que se deslizan pasivamente por la vida, sin prestarle atención a sus contenidos cotidianos, a los días o las horas que las componen. A medida que van pasando, se van desvaneciendo, sin componer una melodía que pueda ser inteligible. En el otro extremo, algunas personas viven "atentamente", dando a cada fase de la vida lo que reclama para ser poseída, para que pueda incorporarse a una trayectoria coherente. 

Es esto más importante de lo que parece, porque se trata de la "intensidad" de la vida. Si hay una medida de ella, sería la atención, el valor que se concede a cada fragmento, a cada instante, y por supuesto a la manera como se van engarzando en algo que se prolonga hasta la muerte y se proyecta más allá de ella, hacia un horizonte que, no por ser incierto, deja de ser inevitable. Su omisión es el grado máximo de la falta de atención. 

Julián Marías, de la Real Academia Española
Publicado en el diario ABC de Madrid, el 16 de septiembre de 1999 


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