La causa inmediata del error es un vicio en el razonamiento (ya sea una falsedad en las premisas, ya sea un defecto en el procedimiento que pretende inferir cierta conclusión a partir de aquéllas). Ahora bien, la causa mediata por la cual los hombres cometen errores cuando emiten discursos o cuando son persuadidos por un discurso ajeno, suele ser la debilidad nativa de nuestra inteligencia, pero también a veces el error tiene una raíz de índole moral. Por ello se habla de “causas morales” del error, que consisten en algún desorden de la voluntad o de los apetitos sensibles.
¿Por qué a veces no se pone la debida atención al considerar los objetos y al discurrir acerca de ellos? ¿Por qué otras veces, en que se hubo puesto la necesaria atención al principio del razonamiento, aquélla no se mantuvo a lo largo del discurso, hasta el final? Ello suele deberse a la fatiga, cuando no podemos conservar la concentración de nuestro espíritu mucho tiempo continuo sobre una cosa. Pero la causa puede ser también la pereza: el hombre suele ahorrarse el esfuerzo que exige la complejidad de las proposiciones, y formula entonces juicios precipitados.
¿Por qué no corregimos nuestros propios errores? ¿Por qué no los advertimos, reflexionando sobre las convicciones que tenemos? ¿Por qué uno se confía en que es verdadero, aquello que cree verdadero? A veces la ignorancia es inevitable, por más diligencia que pongamos, pero otras veces un pertinaz estacionarse en el error procede del orgullo. Algunos se consideran tan excelentes que ni imaginan que pueden estar equivocados, y entonces no revisan sus convicciones; otros, por no dar su brazo a torcer, no examinan sus aseveraciones cuando les asalta la duda, y acaban convenciéndose de que son seguras. También cuando alguno prefiere refutar al adversario más que hacer surgir la verdad, se vuelve ciego para ver las verdades de éste. Actúa aquí la pasión por vencer y rebajar al otro, que también nace de la soberbia. Decía San Agustín: «Para investigar, el primer camino es la humildad; el segundo, la humildad; el tercero, la humildad»[1].
También suele el hombre persuadirse de aquellos errores que están conformes con sus intereses, o con alguna de sus pasiones, como la cólera, el deseo de placeres o de riquezas o comodidad…
Tanto la concupiscencia como la soberbia constituyen un apego excesivo al yo, un exceso de “amor propio”. Aquélla es un desorden en el procurar los placeres sensibles; ésta es un desorden en el ansia de la propia excelencia. Ambos desvían el espíritu de la objetividad, que existe cuando el yo se somete a la verdad de las cosas. A menudo los nombres no aman suficientemente la verdad, porque se aman más a sí mismos que a la verdad[2]. Como enseñaba San Agustín, «el que no ama la verdad no la encuentra».
Asimismo son causas de error el “espíritu de secta” (“sectario” es el seguidor fanático de un partido o de una idea), y la atracción hacia lo nuevo o hacia lo que parece original. Pero esto también es falta de amor a la verdad, porque quien realmente la ama, aprecia más la verdad que la novedad.
[1] Agustín, Epístola 118, n. 22.
Fuente: quenotelacuenten.com
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