Hieromonje Diego Daniel Flamini
Pregunta:
El archimandrita Sophrony en su libro “Ver a Dios como Él es” nos dice lo siguiente:
“Nada en la naturaleza es una repetición absolutamente idéntica. Y esto vale sobre todo para la realidad de los seres racionales. Cada hombre posee un corazón creado ‘aparte’ por Dios (cf. Sal 32, 15): es el corazón de una persona-hipóstasis dada y, en cuanto tal, irrepetible. En su realización última, cada persona recibirá ciertamente para siempre un nombre, conocido sólo por Dios y por quien lo reciba (cf. Ap 2, 17). De este modo, por más que la vida de todos los salvados sea una, como es uno el reino de la santa Trinidad (Jn 17, 11.21-22), el principio personal de cada uno de nosotros será irreductible al de otro.”
¿Debemos entender entonces que de acuerdo a la tradición cristiana, en contraposición a lo que pregonan diversas corrientes pseudoespirituales sobre la aniquilación de la persona, los santos, es decir, aquellos que por la deificación han llegado a ser dioses por participación, mas no por naturaleza, preservan una singularidad irreductible en su estado de bienaventuranza?
Respuesta por Hieromonje Diego:
Entonces me preguntabas si lo que Sophrony habla de esta condición de persona irreductible es verdaderamente así en la Revelación que Dios ha hecho en nosotros, contrariamente a cómo se plantea en las visiones paganas de una aniquilación del yo. Bien, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Por creado a imagen y semejanza los Padres comprenden que es creado “persona”, imagen, y “semejanza” de acuerdo al hacer de Dios. La semejanza, la vida de la gracia, se perdió por el pecado y la recuperamos por Jesucristo. Recuperar la semejanza por Jesucristo, también implica una reforma de la imagen de acuerdo al Original, ya no la deformidad que tiene la imagen, la persona humana, de acuerdo al pecado, sino a la Voluntad benéfica, siempre benéfica, de Dios que nos ha creado, y nos ha creado para hacernos participar de su amor. Entonces, este camino de vuelta, este camino de vuelta hacia el Padre, este regreso hacia el Padre, salidos de la nada, creados en el vientre de nuestra madre, va tomando distintas etapas: en primer lugar, la adopción que recibimos en Jesucristo en el Bautismo, pasamos a ser hijos del Padre, pasamos a ser morada del Espíritu, somos también imagen del Hijo, porque el Padre ve en nosotros al Hijo, al Hijo por medio del cual hizo todas las cosas.
La principalidad de este camino nunca cambia; la acción de Dios está siempre dirigida a que seamos más lo que hemos de ser en su plan, su plan lleno de sabiduría; nosotros salimos de la nada y somos llevados por Dios e invitados a participar, a cooperar con la gracia, con nuestras potencias limpias del pecado. Nos vamos acercando por el camino de la santidad, por el camino de la deificación, la theosis, y lo vamos haciendo siguiendo las huellas del Hijo, siendo dóciles al Espíritu, es decir que caminamos hacia el Padre llevados justamente por el Espíritu y por la Verdad. El verdadero culto, dice el Señor, ya no será en tal o cual lugar, sino que será en un modo en particular, esto es, en Espíritu y en Verdad, y no podemos separar el verdadero culto del camino de la deificación; el que seamos transformados en dioses por participación en ningún modo nos desvía de la centralidad de este culto al Padre, culto al Padre a quien conocemos en Jesucristo por medio del Espíritu Santo.
Esta deificación, lejos de borrar en nosotros lo que somos, lejos de asimilarnos a algo que nos supera y que nos desdibuja, muy por el contrario, hace crecer en nosotros las semillas de la gracia, las semillas de la Bondad de Dios y sus dones, y de esa misma manera crece en nosotros lo que Él sembró y nos transformamos en lo que Él quiere. Alcanzamos nuestro propio bien y podemos decir que nuestra persona se reconcentra en torno al querer de Dios que hace a todos y cada uno distintos dentro de un plan que supera nuestra mente y que conocemos como excelente, como bueno, porque todos los caminos del Señor distan de nuestra voluntad como la Tierra del Cielo. Nosotros nunca dejaremos de ser humanos, pero seremos transformados en la gracia, en la medida de la Voluntad de Dios, y somos asimilados a un orden superior que no nos desdibuja, sino muy por el contrario, son liberadas a una escala infinitamente por encima de nuestras posibilidades las energías divinas que actúan en nosotros, la gracia de Dios, de modo que vemos, inclusive nosotros los que caminamos en la tierra, cómo los santos participan de ese misterio redentor; ese misterio redentor que desempeñan los santos, cada cual distinto, irreemplazable, es uno también con su ministerio de la Tríada de Dios; ellos están divinizados plenamente y sin embargo interceden; adoran al Padre y también son morada evidente del Padre, es una sola cosa.
Cuando el hombre contemporáneo de alguna manera mira con deseo esos caminos de aniquilación, en verdad está revelando su estado interior de vacío, de autosaciedad, de autocomplacencia, que lleva justamente a un deseo de aniquilación. Hay una ley espiritual que hace que cuando nosotros nos erigimos en Dios de nuestro propio mundo, también se vuelven contra nosotros las obras que creamos. El Apóstol San Pablo lo dice inclusive hablando de aquéllos que evangelizan: "Algunos construyen con oro, otros con piedras, otros con paja, todo será probado por el fuego y algunos salvarán su vida como quien la salva de un incendio. Cada cual inspeccione con qué construye". Ahora, cuando el Apóstol habla de construir no está obviamente hablando de ninguna construcción material, ni siquiera está hablando directamente de la construcción de una comunidad de piedras vivientes, sino que en primer lugar está hablando de la construcción de la vida de la fe: cómo se edifica en nosotros el hombre nuevo. En la carta a los Colosenses aparece delineado muy bien cuál es el camino del hombre que llevado por sus propios deseos llega al precipicio de desear el abismo, el abismo que suprima su orgullo, el abismo que compense el tremendo peso de querer cargar el mundo sobre los hombros, de querer dirigirlo todo, de querer dominar. Un dominio sin Cristo es un dominio contra Cristo, "El que no junta conmigo, desparrama", dice el Señor. De manera que tal como se plantea la civilización hoy, es una civilización construida contra Cristo, buscando inclusive suplantarlo, que es el verdadero significado de la palabra Anticristo, es un falso Cristo. Con falsas fuerzas buscamos suplir la fe. Creemos que los avances de la medicina hacen menos necesaria la fe, y si no fijémonos en qué punto recurrimos a Dios: si cuando perdemos la esperanza en los médicos o cuando nos es comunicado el primer diagnóstico. Cada cual inspeccione con qué construye; con qué construye, es decir, con qué coopera para la obra de Dios, si es dócil al querer de Dios, si lo es plenamente, si lo es vanamente, porque escucha y no cumple, si es abiertamente contrario al mandamiento de Dios.
Por eso, debemos inspeccionar en nuestro corazón qué cosas están impidiendo que sea edificado en nosotros el hombre nuevo, aquel que avanza constantemente renovando esa imagen de Cristo, ese hombre nuevo en cuyo corazón habitan riquezas insondables que son derramadas sobre nosotros. Pensemos el misterio escandaloso de la fe, de la fe verdadera tal como el Señor se ha revelado, que nos dice que Dios se ha hecho hombre y que no ha dejado de serlo, y el segundo misterio, más escandaloso todavía, es que nosotros al ser transformados no dejaremos de ser hombres y, es más, al fin de los tiempos resucitaremos. Ni siquiera los santos en el Cielo han completado su proceso, porque también ellos tienen que pasar por la resurrección, es de fe el que aquellos que están en el Cielo no han resucitado todavía, excepto nuestro Señor, el primer surgido de entre los muertos, y su Santísima Madre. No hay una claridad de que aquellos que son nombrados como resucitados en las apariciones después de la resurrección de Cristo -en aquellos tiempos aparecieron muchos hombres de la antigüedad, muchos profetas famosos por Jerusalén y alrededores-, no está como una sentencia clara que sea la resurrección de los muertos, sino que sea justamente una aparición, como pudo ser la de Lázaro, que es una reviviscencia, es una gracia de estar en este mundo por una virtud de Dios, pero no haber alcanzado el estado de la bienaventuranza final, que en este caso sí la alcanzó la Bienaventurada Virgen María.
Volviendo a la deificación y a la fuerza con la que Dios actúa, la vida de la gracia entonces se mueve dentro de estos parámetros: Dios se ha hecho hombre y con esto ha completado la Creación, y Dios atrae hacia sí al hombre para que sea transformado sin dejar de ser él, dios por participación. Por eso es fundamental examinar nuestras verdaderas disposiciones. En nuestros días la “oración de Jesús” suscita muchos adeptos, muchos seguidores, los íconos atraen invariablemente a gente de todos los orígenes y también suscitan una gran adhesión; hay inclusive autores espirituales, Padres de la Iglesia, que son leídos más en nuestros días que en otro momento de la historia. Se busca con una gran avidez, pero hay que examinar espiritualmente, no caer dentro de aquella profecía que está en los Profetas, si mal no recuerdo es el profeta Oseas, que dice: "Enviaré hambre y sed de la Palabra de Dios a la Tierra, y los hombres errarán de un lado a otro buscando; irán del Norte hacia el Este, buscarán y no encontrarán". Por eso debemos vigilar para que esa profecía no se cumpla en nosotros y que seamos admitidos con humildad dentro de la gracia de Dios; ser admitidos con humildad no significa tomar por nuestra cuenta aquellos elementos que nos resultan útiles a nuestro camino, sino entrar a caminar, comprender el llamado de Cristo para ir tras sus pasos, ir tras sus pasos cargando la Cruz, en un camino estrecho. No hay autopista hacia Dios, no hay teleférico hacia Dios, nada nos libra de la fatiga de la Cruz, ya sea en una larga vida, ya sea en una vida muy corta, ya sea con obras manifiestas de la fe, ya sea con una fe simple como la del buen ladrón, una fe que alcanzó a abrirle las puertas al Paraíso y también nos abre a nosotros las puertas del Paraíso, porque esa fe simple del ladrón es una luz en nuestro camino, como la fe del publicano en el fondo del Templo que decía "Señor, ten piedad de mí".
Nosotros tenemos que partir de que no estamos llamados a suprimir esas cosas sencillas, sino a repetirlas incesantemente. De hecho, cuando vamos a comulgar en la Divina Liturgia, decimos justamente eso: "Creo Señor y confieso que Tú eres realmente Cristo, el Hijo de Dios vivo, que viniste al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero". No puedo recibir el Cuerpo de Cristo si no tengo la certeza de que yo soy el primero de los pecadores; si me acerco mascullando juicios contra los demás, si creo que algo de lo que hice me pone por encima de los demás. "De tu Mística Cena, oh Hijo de Dios, recíbeme hoy como participante, pues no revelaré el Misterio a tus enemigos ni te daré un beso como el de Judas, sino que como el malhechor te confieso: recuérdame, oh Señor, en tu Reino". "Recuérdame, oh Señor, en tu Reino", el clamor del creyente se acentúa en cuanto más se acerca a la cima; en cuanto se apaga nuestra penitencia, en cuanto se apaga nuestra compunción, tanto en cuanto se apaga nuestro temor de Dios, tenemos la certeza clara de estar desviados, de estar siguiéndonos a nosotros mismos, es decir, perdidos. Y esa claridad nos la da Dios, nos la da el Espíritu Santo que enseña en medio de la Iglesia, la cual es santa y de la cual nos desgajamos cuando pecamos.
A veces, cuando profesamos la fe verdadera, podemos compadecernos, o algunos indignarse, contra aquellos que practican la fe mutilada, deformada, sin embargo nosotros, cuando pecamos, somos peores que ellos, porque nos desgajamos de la verdadera vida conociéndola; tenemos una luz que nos ilumina más fuerte y erramos con mucho más deseo, por eso esto más debe volvernos a cambiar en la humildad. Es ahí cuando comprendemos que todo coopera para el bien de los que aman a Dios y si el Señor vuelve a poner en nosotros ese deseo de amarlo y de vivir según sus mandamientos, que es lo mismo, entonces aprendemos a ir por ese camino de humildad y a ver inclusive en aquellas contrariedades y obstáculos que aparecen en nuestro camino, una palabra del Señor destinada a edificarnos, a hacernos crecer, a santificarnos, a arrepentirnos, a ayudar a otros, a seguir en este camino hacia el Padre, que como todo camino, o mejor dicho, como toda senda, pequeña senda, tiene sus peligros, pero en esto tenemos ayuda de aquellos que nos preceden, aquellos cuya fe es una antorcha para nosotros que nos permite seguir en esta oscuridad creciente en el camino hacia la cima. Si nosotros levantamos la vista con fe, veremos en la vida de la Iglesia muchas antorchas que nos preceden y que van con la vida de la fe iluminando nuestros pasos; si no las vemos, entonces posiblemente estemos siguiendo otro camino, un camino edificado sobre nuestra presunción. Porque la luz de Dios viene a nosotros para iluminarnos y para que nos arrepintamos, no para echarnos en cara o mofarse de nuestro pecado, sino para sanarnos de él, y es aquí, en cuanto hablamos de la santificación, de la deificación, también tenemos que hablar de la vida del pecado, que es una muerte, que es un daño, que es una mengua, que es una pérdida.
A veces, las ideas que tenemos con respecto al pecado y la gracia son el principal obstáculo para poder vivir la vida de Dios. Cuántas veces una persona que va creyendo que busca a Dios se tropieza con el pecado del otro o con el pecado que cree que tiene el otro o con el que le parece y está seguro que debe ser así, y siente alejarse de Dios porque, al juzgar al otro, al condenar al otro, lo está envidiando. Codiciar el pecado del otro es, en la manera más efectiva, mediante la condena, porque no nos permite reconocer nuestros verdaderos sentimientos. "¿Cómo puede ser que ése peque y yo me tengo que aguantar de no pecar para estar parado en el mismo lugar?" Creo que si, con respecto a esa misma persona, pensáramos que tuvo un accidente automovilístico no envidiaríamos ni lo juzgaríamos, pensaríamos tal vez: "Bueno, pobre, espero que se restablezca, voy a rezar por él", "qué terrible pérdida, ojalá pueda rehabilitarse, ojalá esté bien preparado para encontrarse con Dios". Cuando nos sentimos dueños de la situación, nos sentimos muy misericordiosos de acuerdo a nuestra idea. Sin embargo, cuando nosotros vemos que el otro peca, debemos tener exactamente la misma disposición; si comprendemos que el pecado es un daño, entonces no codiciaremos, mediante el juicio, su posición equivocada, no buscaremos adquirir lo que está perdiendo al otro. No pensaríamos de esa manera si nosotros tuviéramos misericordia y con humildad pidiéramos al Señor que se apiade de nosotros también, que no permita que caigamos, que seamos humildes y operantes en manos de Dios, activos en manos de Dios, es decir, con las manos juntas.
Hay un poema del poeta Alexei Jomiakov, un poeta ruso, que dice: "fuerte es la mano del que ora". Fuerte es la mano del que ora, y eso es para nosotros justamente un indicador de que nuestras debilidades muchas veces no son fruto de la naturaleza que hemos heredado, sino fruto de la naturaleza que hemos estropeado; que por falta de atención espiritual, por falta de discernimiento, por falta de sobriedad, por falta de vigilia del corazón, por falta de humildad, estamos nosotros dejando pasar todas las oportunidades que Dios nos da; no por inadvertencia, es por una pereza espiritual, profunda pereza espiritual que tenemos. A desear la santificación del prójimo y no procurarla para nosotros, porque la manera más efectiva de ayudar al prójimo a ser santo es emprender el camino de Dios, emprender ese camino, en el cual, paso a paso nos vamos despojando de aquello que creemos que somos. "¡Yo soy muy sincero!", dicen muchos, cuando en realidad habitualmente faltan a la caridad de todas las maneras, esto no es sinceridad. "¡Yo soy muy bueno!", y tal vez es que es muy cómodo, complaciente, y no busca el bien de los demás. "¡Yo soy muy generoso!", y tal vez no da lo que sobra, o da lo que a uno le parece que es lo que los demás necesitan, aunque sepa que le va a hacer mal. Entonces, también encontramos a los que dicen "¡Yo soy muy humilde!", y tal vez es que no hemos puesto a trabajar ninguno de los dones de Dios, como aquel que hizo un pozo, enterró lo que Dios le dio y dijo: "Yo soy humilde, no presumo de las obras de Dios". Por eso, nada mejor que ponernos en camino y aprender de los Padres, aprender de la fe de la Iglesia, nutrirnos dentro de la Divina Liturgia, que es el regazo de la Iglesia, es el seno, podemos decir que es el útero de Dios, donde somos rehechos. No solamente tenemos fe y vamos a rendir culto, sino que somos rehechos en cada Liturgia en la medida de nuestra fe, por la cual somos tenidos a Dios, la fe nos tiene a nosotros, en el mejor de los casos; Dios nos ha pescado, en el mejor de los casos; Dios está en nosotros y nosotros en Dios. Es una experiencia muy común, muy habitual, mejor dicho, en la Liturgia, experimentar esto, que Dios está en nosotros, por la paz que experimentamos, y Dios está en torno a nosotros: "El Ángel del Señor acampa en torno de los fieles y los libra", dice el Salmo. Acampa en torno, justamente, acampa en torno y esos fieles experimentan una protección, experimentan una libertad para poder dedicarse al bien, que ese es el fin de la libertad. La libertad no es la capacidad de hacer el mal, es la capacidad de elegir entre un bien y un bien mejor, entregarnos sinérgicamente a la gracia; nuestras operaciones movidas por la gracia de Dios, infundidas por la gracia de Dios, operan como deberían.
La gracia de Dios, desde un punto de vista, nos supera por mucho más de lo que la mente puede llegar a comprender y, por otra parte, somos casi con naturaleza divina, estamos hechos para vivir en ella. Si uno se compra un vehículo nuevo, y uno desea que ese vehículo ande bien, le costó mucho esfuerzo conseguirlo, está muy feliz con ese vehículo nuevo que lo va a poder llevar a muchos lugares y visitar personas que ama y realizar cosas que son buenas, placenteras, va a cuidar mucho, en primer lugar, de nutrirlo con el combustible adecuado, y si su bolsillo se lo permite va a tratar de que así sea con el mejor combustible posible, diseñado para ese vehículo. Si bien la comparación no es exacta, sin embargo podemos decir, justamente, que estamos hechos para vivir en Dios, no que Dios es nuestro combustible, no hay un "combustible espiritual", porque Dios no es una cosa que se usa para lo que uno quiere ni algo que se absorbe y que queda ajeno a nosotros, porque el auto no es transformado por el combustible, sencillamente se mueve. En cambio, nosotros por medio de la gracia somos transformados en otro ser. Podemos, si se quiere, compararlo más con el agua y la planta, que alcanza su propio fin, el agua no pierde su ser y la planta es transformada. Y Dios viene a nosotros y hace de cada planta del jardín una distinta, y aunque fueran de la misma especie, una distinta de la otra, de manera que la madurez de una, no es la madurez de la otra, ni el tiempo de fructificación ni la calidad de los frutos ni la forma ni tampoco las mismas posibilidades, por eso hemos de atender que ese agua de Dios que viene sobre nosotros también sea conducida para lo que Dios la ha puesto, para que demos fruto de acuerdo a nuestra especie.
Fuente: teoforos-orientecristiano.blogspot.mx
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