En algunos templos y catedrales de Italia el baptisterio está fuera del templo, cerca de la entrada. En muchos de nuestros templos la pila bautismal se encontraba dentro del templo, pero relativamente cerca de la puerta. (En algunos templos más modernos se encuentra junto al altar, donde se celebra la eucaristía que es la culminación de los sacramentos de la iniciación cristiana). Es un símbolo indicativo de que el bautismo cristiano implica el ingreso en la comunidad cristiana. El ingreso por la puerta del templo es un símbolo del ingreso en la Iglesia como comunidad de los cristianos, de los seguidores de Jesús. Hay otro detalle de la liturgia o del culto cristiano que apunta en la misma dirección. Recuerdan que hace unos años recitábamos el credo en primera persona plural: creemos en un solo Dios...
Recientemente se cambió la fórmula y lo recitamos en primera persona del singular: creo en un solo Dios Padre... Ambas fórmulas son válidas. El singular quiere destacar la dimensión personal de la fe. El plural quiere destacar la dimensión comunitaria o eclesial de la fe. Los dos detalles concuerdan en un rasgo irrenunciable para ser cristiano. El ser cristiano implica el ingreso y la pertenencia a la Iglesia.
Esto significa que nuestra fe y nuestra práctica cristiana deben ser vividas comunitariamente. Este rasgo resulta hoy difícil para muchas personas que se dicen cristianas. Hasta tal punto que muchas de estas personas se adhieren a un lema hoy muy repetido: Cristo sí. Iglesia no. Las razones de esta resistencia a aceptar la Iglesia o a vivir la vida cristiana comunitariamente son varias. En primer lugar hay muchos prejuicios y malentendidos con respecto a la Iglesia. Algunos cristianos asocian la Iglesia sencillamente con ese espacio físico que es el templo. La Iglesia no es un lugar físico, es una comunidad. Otras veces la reducen al sector de la Iglesia compuesto por la jerarquía y el clero, papa, obispos, curas, monjas.
La Iglesia no es sólo el clero; está compuesta por todos los creyentes y seguidores de Jesucristo. Y para muchas personas que se consideran cristianas la Iglesia es simplemente una institución poderosa, que funciona como cualquier institución social o política, y no precisamente con criterios evangélicos. La Iglesia tiene mucho de humano en su organización; pero es, sobre todo, obra del Espíritu, a pesar de todas sus limitaciones humanas e incluso de sus infidelidades. Estos prejuicios han alejado a muchos cristiano de la Iglesia. Es preciso deshacer todos estos prejuicios y estos malentendidos para comprender que la pertenencia y la participación activa en la Iglesia es rasgo irrenunciable del cristiano. En segundo lugar, nos faltan plataformas y experiencias concretas que nos hagan ver de forma práctica en qué consiste de verdad la pertenencia y la participación activa en la Iglesia. Las parroquias de nuestros pueblos y aldeas todavía tenían sabor a comunidad. Los fieles se conocían y compartían la vida de cada día, también la vida de fe. Por eso, la parroquia era un punto de referencia para todos los creyentes. Incluso muchos de los templos tienen unos soportales o pórticos en los que se discutía y se decidían los asuntos más importantes del pueblo.
Había un acompañamiento permanente de los fieles de las parroquias en los momentos más significativos de su vida: nacimiento y bautismo, primeras comuniones, matrimonio, enfermedad, muerte... Con todos los inconvenientes del pequeño pueblo, en realidad la parroquia era verdaderamente una comunidad, una experiencia concreta de Iglesia. A través de esta experiencia los creyentes sabían bien qué significaba pertenecer a la Iglesia y participar activamente en la comunidad cristiana. Las parroquias de la gran ciudad han cambiado mucho. No es fácil equipararlas a una comunidad. Aún aquellas personas que participan en la práctica cultual de forma habitual, lo hacen con una buena dosis de individualismo, pues apenas se conocen los fieles de la parroquia. Apenas se fomentan las relaciones personales. La parroquia es para muchos de los fieles poco más que un espacio físico en el que coinciden a las mismas horas con otros fieles, para participar en las mismas prácticas religiosas, o una oficina a la que se acude para reclamar ciertos servicios. Pero, la vida apenas es compartida. Cada uno tiene que bandeárselas como puede con sus propios problemas.
Este modelo de parroquia no consigue mostrar de forma práctica en qué consiste pertenecer a la Iglesia y participar en la vida de la Iglesia. En tercer lugar, en la cultura contemporánea se han debilitado los llamados grupos primarios o las experiencias comunitarias, y ha crecido el individualismo, como fruto amargo de una mala interpretación de la autonomía y de la libertad. Por eso muchas personas que se consideran sinceramente creyentes no sienten la necesidad de vivir su fe y su vida cristiana en el interior o en relación con la Iglesia. Simplemente prescinden de ella. Se alejan de toda participación en la oración y en el culto de la comunidad cristiana; se ausentan de la práctica religiosa habitual; no sienten la necesidad de prestar atención a la enseñanza oficial de los pastores...
En una palabra, no creen que la Iglesia les sea necesaria en absoluto para mantener su fe y vivir su vida cristiana. Todos estos hechos explican, en parte, el alejamiento creciente de muchos cristianos con respecto a la Iglesia. Y, sin embargo, hay que seguir afirmando que la pertenencia y la participación activa en la Iglesia es un rasgo irrenunciable del cristiano hoy y siempre. ¿Qué implica y cómo podremos recuperar esta pertenencia y participación activa de los cristianos en la vida eclesial?
En primer lugar, es preciso recordar que el momento de ingreso en la comunidad eclesial es el bautismo. Por el hecho de estar bautizados somos ya miembros de la Iglesia. Esta está compuesta por todos aquellos que confesamos "un solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre" (Ef. 4, 5).
Pero es preciso tomar conciencia de este significado del bautismo, conciencia que es muy débil en muchos bautizados. La mayoría de los cristianos hemos sido bautizados en los primeros días o meses de nuestra vida. Si a lo largo de la vida no tiene lugar una catequesis, una iniciación en la vida cristiana, una participación en la vida de la comunidad cristiana... esa conciencia se reduce a su mínima expresión. Y este es el caso de la mayoría de los bautizados. En segundo lugar, muchos bautizados nunca han tenido la oportunidad de vivir su fe cristiana comunitariamente o no han buscado esa oportunidad. O bien se han distanciado totalmente de la práctica religiosa o bien no han encontrado una comunidad cristiana apropiada para compartir su fe y su vida cristiana con otros creyentes. La práctica religiosa ocasional en una parroquia masiva es importante, pero no es suficiente. Y entonces, pese a estar bautizados, tampoco consiguen convencerse de que la fe cristiana es esencialmente una fe eclesial o comunitaria. Consideran que se puede ser cristiano al margen de la Iglesia o con un contacto muy esporádico con ella. Esta situación no es nada favorable para hacer conciencia de lo que significa la vivencia eclesial y comunitaria de la fe y de la vida cristiana.
Esta dimensión comunitaria o eclesial de la vida cristiana implica varias prácticas esenciales: la oración compartida con otros creyentes, la confesión comunitaria de la fe, el compartir la experiencia cristiana, escuchar juntos la Palabra de Dios y compartirla comunitariamente, formarse juntos para una fe cristiana adulta, practicar periódicamente la reconciliación comunitaria (una práctica casi olvidada o desconocida por la mayoría de los cristianos), participar en acciones y compromisos eclesiales en relación con la caridad, la justicia, los derechos humanos... Estas son las verdaderas prácticas que hacen que nuestra fe sea eclesial y comunitaria. Si éstas práctica faltan, falta un rasgo irrenunciable de nuestra vida cristiana. Esta situación sólo puede enfrentarse eficazmente promoviendo la creación de comunidades cristianas. A través de estas comunidades es posible suplir las deficiencias que padecen las parroquias masivas y dinamizar la parroquia hasta convertirla de verdad en comunidad de comunidades. La promoción de estas comunidades es tarea prioritaria de los sacerdotes y responsables pastorales en las diócesis y parroquias. Pero también depende de la voluntad de los fieles para incorporarse a ellas. Todos debemos colaborar en esta importante tarea, si queremos que este rasgo irrenunciable del cristiano se haga realidad en la Iglesia del siglo XXI. (...)
El panorama de la vida cristiana cambiaría notablemente si la mayoría de los cristianos compartieran su fe y su vida en alguna comunidad cristiana. Probablemente cambiaríamos nuestra idea sobre la Iglesia, se eliminarían muchos prejuicios y malentendidos sobre la Iglesia, y llegaríamos a entender qué significa, en la práctica, tener "un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre". Y, sobre todo, veríamos madurar y crecer nuestra fe y nuestra vida cristiana compartiendo la oración, la formación cristiana, la celebración de la fe, la práctica de la reconciliación, el compromiso con la caridad, la justicia, los derechos humanos... Compartir todo esto es lo que significa de verdad la dimensión comunitaria y esencial de la fe y de la vida cristiana. Es una tarea grande que todos tenemos por delante, pero lo que es indudable es que se trata de un rasgo irrenunciable del cristiano hoy.
Extracto.
RASGOS IRRENUNCIABLES DEL CRISTIANO HOY
Felicísimo Martínez Diez, O.P.
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