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La realeza de Cristo. P. Fr. Alberto García Vieyra O.P.


El tema que tratamos es esencialmente político. Podría también enunciarse: bases para la honestidad en la vida política, honestidad en la tarea política.

No basta un enunciado de leyes o de propósitos. El bien de la polis, de la ciudad, del Estado, el bien común, va ligado ciertamente a la ley, a las leyes que rigen el bienestar de la comunidad, pero sobre todo va ligado a la práctica de las virtudes, informadas por la caridad y ordenadas al último fin sobrenatural.

Quiere decir que, en última instancia, el bienestar público depende del quehacer no delictivo o culposo de los estamentos dirigentes de la comunidad, capaces de influir sobre el resto.

Atender a los elementos materiales de los cuales depende el bien de la comunidad es una exigencia impuesta por la sicología humana y la misma economía de la libertad. El conocimiento de la ley, obliga moralmente, pero exige físicamente. De modo que el gobernante quebrante fácilmente la ley, y la tarea política se vuelve fácilmente deshonesta. En última instancia la honestidad de la tarea política, como de todos los actos humanos, depende de las virtudes, o sea de los hábitos operativos en orden al bien moral.

Podemos pues concluir: la práctica de los hábitos operativos ordenados al bien moral o vida virtuosa, como dice Santo Tomás, es la base material de una honesta convivencia. Esto es verdad, en contraposición a los vicios que son la base de una convivencia anárquica, competitiva, deshonesta.

El bien en general, y el bien común en particular, dependen de dos cosas: de las leyes que le dan estructura, o diseñan su estructura, y de las actividades que le dan posibilidad de realización. Añadamos que un orden cristiano, y más con la complejidad del mundo moderno, requiere la gracia de Dios, la conexión de las virtudes en la prudencia y en la caridad.

Decimos: y más con la complejidad del mundo moderno, porque el mal tiene más elementos a qué echar mano.

No nos engañamos: en el mundo actual las relaciones políticas no son de moral sino de fuerza. Donde debieran prevalecer la justicia, la liberalidad, la prudencia, es el terreno de la astucia y del poder. En una cristiandad la fuerza está al servicio del patriotismo y del honor nacional.

Hablar de cristiandad no significa prejuicio alguno acerca de la autonomía del orden temporal. También es falso que el Estado (o la voluntad popular) sean la fuente de todos los derechos (Dz 1739).



Cristiandad

El concepto se fue elaborando poco a poco. En sí mismo significa los hombres e instituciones humanas bajo la ley del cristianismo. Históricamente fue la unión y armonía entre el poder espiritual, representado por el Papa Adriano I (772-795) y el poder temporal en manos del Emperador Carlomagno. Carlos figuraba como protector de la Iglesia.

La palabra cristiandad aparece como título honorífico de los reyes cristianos: Christianitas vestra.

Dice el historiador Esteban Gilson: "esta noción adquirió la plenitud de su significado con el Papa Juan VIII (872-882). En sus documentos aparece: tota christianitas, omnis christianitas. Por cristiandad viene a significarse las relaciones de los pueblos y naciones con Roma" (1).

Este ideal tan elevado no podía durar mucho; tampoco pudo caer repentinamente del todo. De hecho, historiadores y filósofos hablan de una cristiandad medieval; existía una unidad moral del mundo cristiano en lo religioso, aunque se quebrara fácilmente en lo político.

Los historiadores señalan que "la cristiandad sufrió un daño irreparable con la separación de oriente y occidente" (2). En Occidente, la unidad del mundo cristiano, por la unidad de fe y de gobierno, se afirma con el prestigio de los pontífices desde León IX hasta Inocencio III.

A medida que los Estados se constituyen y adquieren fuerza, crecen las rivalidades políticas. A fines de la Edad Media, Santa Catalina de Siena (1347-1380), lucha por la unión de los reyes cristianos contra el peligro musulmán. A fines de la Edad Media -dice H. Borne Wasser- la imagen políticamente preconcebida de la cristiandad había perdido todo su esplendor (3).

Con el auge del Humanismo crece el sentido de la autonomía, que pronto se transformará en independencia frente a la ley de la Fe y de la moral cristiana. En la vida de los pueblos cobran incremento las motivaciones puramente seculares.

Hoy no se habla de cristiandad. El concepto de cristiandad fue abandonado por ahistórico. Es ahistórico en la superficie, de la historia inmediata; pero no lo es en la totalidad del proceso histórico, como veremos más abajo.

La cristiandad ahistórica, en los tiempos actuales es, ni más ni menos, una dispensa de ateísmo para las instituciones humanas; así podemos impunemente subordinar el bien honesto de las virtudes al bien útil sin limitaciones de la ambición, de la avaricia, etc. Reconocemos sin embargo, que en toda república cristiana, lo menos cristiano es el Estado; la ley moral, que protege al súbdito, incomoda terriblemente al hombre de Estado.

El concepto de cristiandad está íntimamente ligado al poder real de Cristo sobre los hombres, pueblos e instituciones humanas. Ligado también a la gravitación de la fe y de la moral cristiana en los negocios del tiempo. La salvación se decide en el tiempo.

Sobre la realeza de Cristo la Iglesia ha hablado en documentos de capital importancia. El principal es la encíclica Quas Primas de Pío XI, instituyendo la fiesta de Cristo Rey (año 1925).

Antes del Vaticano II los teólogos ponen énfasis en la potestad dominativa de Cristo sobre las cosas temporales. Así el P. Heris OP (4) y el P. Eduardo Hugon OP (5). Transcribimos el texto de una Carta Pastoral del cardenal Mercier: "El principal crimen que el mundo expía en estos momentos es la apostasía oficial de los Estados (se refería a la guerra; año 1918). Yo no trepido en proclamar que aquella indiferencia religiosa que pone sobre el mismo pie de igualdad la religión de origen divino y la religión de invención humana, para envolverlas todas en el mismo escepticismo, que por encima de las faltas individuales y familiares llama sobre la sociedad el castigo de Dios". (6).

El canónigo F. Houtart y F. Hambye (7) con otro lenguaje, muy diferente, afirman que la fe ha de definirse "como una realidad transética, es decir, que no produce como tal un sistema determinado de normas morales".

Es otro lenguaje, de otro tiempo, posterior al Vaticano II. Monseñor José M. Cirarda, comentando la Gaudium et Spes, coloca entre los "dominantes" a los que quieren la cristiandad. "Estos dominantes -dice- alegan razones teológicas para legitimar su deseo de imponer sus ideas religiosas en el desarrollo de las realidades humanas" (8). Como lo afirma Bornewasser, anteriormente citado: "Fue afirmándose la convicción de que la política no debe guiarse por unos ideales abstractos afirmados por la filosofía y la teología" (op.cit.).

Todo este movimiento, que hemos visto aparecer con diversas denominaciones en estos últimos cuarenta años (Theologiae Nouvelle, Progresismo Católico, etc.) ha luchado por distinguir los dominios de la Iglesia y del mundo; de la Fe frente a la independencia del orden temporal, lo que llaman: la consistencia del orden temporal frente a lo sobrenatural; oponiendo el laico al clérigo, donde el primero cumplirá su misión de laico católico, con independencia del segundo.

Dentro de este "movimiento", llamémosle así, sin preguntar adónde se mueve, la realeza de Cristo como potestad dominativa sobre los hombres queda eclipsada; la fe pierde vigencia entre las cosas humanas; la verdadera religión casi no se distingue de las sectas disidentes. Como somos responsables de la palabra de Dios que debe iluminar el mundo, somos responsables de un silencio de Dios, que proyectamos sobre el mundo. El mundo espera la palabra de Dios, nosotros respondemos con el lenguaje del Hombre.

Queremos transmitir la palabra de Dios, la primacía de Cristo sobre todas las cosas humanas. En todos los tiempos de la Historia siempre será verdad: "Toda potestad me ha sido dada en el cielo y en la tierra..." etc. (Mt. 28, 18).

Transmitir esa palabra es una necesidad de los tiempos actuales.

Un teólogo, Juan Bautista Metz, escribía hace 25 años: "el mundo hoy día se ha hecho secular... la fe siente la interrogación de esa secularidad" (9). A esa secularidad tenemos que darle una respues-ta. La respuesta es más urgente que hace un cuarto de siglo; según lo que se ve, el mundo prepara la guerra de las galaxias. Pero no es el peligro de una guerra lo que debe hacernos pensar en la realeza de Jesucristo, sino el derecho que asiste al Salvador de todo el género humano. La cuestión debe plantearse en el plano teológico, donde tiene sus verdaderas dimensiones.

Es verdad lo que dice Metz que la fe debe comprender cada tiempo del mundo, y darle una respuesta (p. 12). Pero comprender no significa justificar; y comprender significaría separar lo bueno de lo malo. Por otro lado la fe libera al hombre del tiempo, y le hace ver en las cosas del mundo un trampolín para saltar fuera del mismo tiempo. La fe, la esperanza y la caridad otorgan al hombre una dimensión de eternidad.



Que es la Cristiandad

Los teólogos que se hacen fuertes con la secularidad del mundo, tachan la cristiandad de ir a contrapelo de las exigencias del hombre moderno. Pero el hombre moderno no es un dechado de paz, de justicia, de prudencia; todos debemos cambiar radicalmente; a las exigencias hay que cortarle las alas, canalizarlas en la obediencia al Creador.

Muchas cosas fueron explicables por el estado de tensión del mundo europeo, antes y después de la guerra. Pasemos al concepto de cristiandad.

Todo buen católico posee una noción general y verdadera: es la vida cristiana de un país, de una nación, con usos, costumbres y sobre todo leyes dentro de la moral católica. Pero debemos pasar a una concepción más propia.

Un colaborador de Concilium (XVIII, 98) define la cristiandad como "un modo específico de inserción de la Iglesia en la totalidad social".

Según la experiencia no lejana, podemos asegurar que, de la "inserción" de la Iglesia no siempre resulta la cristiandad. Debemos destacar la idea de una intervención de la Iglesia oficial en los asuntos civiles. Entre nosotros, desde la Revolución de Mayo han intervenido clérigos y esas intervenciones ocupan todo el abanico del bien y del mal.

Queremos definir la cristiandad, como ordenamiento civil de la nación, sin intervención de la jerarquía eclesiástica; en completa independencia, pero sí obediencia a la ley eterna, la ley natural, y contemplación de las legítimas leyes religiosas.

La cristiandad se vuelve así compatible con la autonomía del orden temporal legítimamente entendido. Puestos a elaborar un concepto, diremos que es la comunidad política organizada según la ley eterna, la ley natural, las legítimas leyes positivas, usos y costumbres, que miran la grandeza de la Patria, la honestidad de las costumbres, la estabilidad de la familia, y todo lo que compete a una comunidad unida en Jesucristo.

Comunidad política organizada; no organizada por la Iglesia, sino por su causa formal propia, la autoridad pública que mueve la multitud hacia el bien común. Dice Francisco De Victoria: Potestas pública est facultas, auctoritas, sive jus gubernandi rempublicam civilem (De Potestate civile, nº 10).

La autoridad es la forma de la sociedad, es lo que le da el ser; la multitud consta de diversos miembros, la autoridad es lo que unifica toda aquella diversidad, ordenándola al bien común.

La cristiandad supone la Iglesia, pero no es la Iglesia. La Iglesia provee a la sociedad de buenos súbditos, elevando el nivel, y por eso la llamamos cristiandad.

La autoridad civil como la autoridad en la Iglesia vienen de Dios. Dios fue causa eficiente, tanto de la autoridad de Moisés, a quien encomendó sacar al pueblo de Egipto, como causa eficiente de la autoridad del mismo Faraón. Al mandar a Moisés como jefe religioso del pueblo escogido, no deroga la autoridad del Faraón. La potestad eclesiástica no deroga la autoridad civil.

Esto es lo que queremos poner de relieve para salir al paso de una objeción que se propone a menudo. El ideal de cristiandad no deroga la independencia del poder civil. El poder civil depende de la Ley, y de la ley de Dios, tanto como el poder eclesiástico. Pero son diferentes; tienen diversos oficios que cumplir. Muchas veces se ha dado un clericalismo pernicioso, y es que el poder eclesiástico ha sido llamado a veces para funciones que no le pertenecen.

En situaciones apremiantes hemos escuchado a menudo: ¿Qué dice la Iglesia? ¿Por qué la Iglesia no habla? A eso respondemos:

La Iglesia no debe hablar de todo. Debe mantenerse en la región de los principios del orden público, y no descender a las cuestiones concretas, que pertenecen al ámbito civil. Toda la política eclesiástica del tercer mundo es algo que no sabemos a dónde empezó ni a dónde va. No es un asunto de pobres a los que se quiere socorrer. Es un asunto de política internacional que escapa a nuestros alcances, y donde se juegan los intereses de las grandes potencias. La prudencia obliga a preguntarse: ¿Qué pretenden aquéllas al movilizar la sedición en el interior de pequeños países? No alcanzamos a responder. Hombres e instituciones eclesiásticas no deben interferir el poder civil con movimientos desestabilizantes, donde nada mejor se va a lograr. Aquello pertenece a la vida política civil.

Es menester señalar los límites o la distinción de funciones del poder civil y del eclesiástico. Este último no tiene que pronunciarse sobre la inflación, la democracia o los derechos humanos; la opción por la paz, cuando está en juego el honor nacional, no siempre es legítima. En los últimos tiempos la Iglesia Latinoamericana está volcada a lo político-social; y al reprobar en Puebla la llamada "Doctrina de la Seguridad Nacional" ¿no reprueba las medidas de seguridad contra la guerrilla en el interior de los Estados? ¿No es un pronunciamiento a favor de la guerrilla?

Se hace necesario delimitar las funciones, y no incursionar en el terreno del vecino.

El ideal de cristiandad, en lo civil y en lo religioso, eleva el nivel de las preocupaciones humanas en todos los terrenos; cuando la acción pública y privada es vigilia de armas por los altos intereses de la Patria. La cristiandad es defensa del bien político, del bien cultural, del bien económico, del bien de fronteras; el patriotismo que impide la disgregación territorial, o la anemia espiritual por la introducción de sectas heréticas y disolventes.

El ideal de cristiandad engloba en uno el bien espiritual y material de la Patria. Interesa tanto al poder civil como al eclesiástico. No es una cosa insólita, como se la presenta a menudo; es natural que los cristianos pretendamos unir todas las cosas humanas en Jesucristo: Instaurare omnia in Christo.



Es posible

Hay quienes afirman que la cristiandad es imposible por ahistórica. A eso respondemos: a la Historia la hacemos los hombres; y el hombre la hace todos los días, para el bien y para el mal. Que supone todo un sistema de vida humana y de instituciones difícil de lograr, es cierto.

Puede ser difícil de lograrlo plenamente; pero no imposible de acercarse a él en una buena medida. Quienes hablan de imposibilidad, desdeñan lo que no quieren. La renuncia al reino de Jesucristo, el abandono de la teología católica, ha hecho que los pueblos sean convocados a los altares del liberalismo ambiguo y disolvente, o del marxismo ateo. La palabra: imposible, representa lo que dijeron los príncipes de los sacerdotes: No tenemos más Rey que al César (Juan 19, 15). Ahora también repetimos: imposible; el hombre moderno es un hombre autónomo. Esto no significa que el hombre puede elegir entre el bien y el mal. Significa un "derecho" para optar por el mal; un derecho contra la ley divina; tal derecho no es esgrimido jamás contra la ley del Estado. Sostenemos, por lo mismo, la autonomía del orden temporal. La palabra autonomía tampoco significa libertad; significa justificarme en la aversión a Dios. Es el lenguaje de quienes combaten la cristiandad. No quieren en su pueblo la fe ni la gracia de Dios, vitalizando las comunidades humanas.

Posible es sencillamente lo que puede ser. Es una aptitud en orden al ser. Un orden social, humano, tiene naturalmente aptitud para ser cristiano; sobre todo si los miembros son bautizados, ya tienen una aptitud próxima, no remota, para ser un orden cristiano, o sea constituir la cristiandad.

Quiere decir que la posibilidad siempre está abierta; impiden las interferencias que ponemos: sean del liberalismo, del marxismo, de un estatismo exacerbado. Quiere decir que siempre existe en la comunidad política, abierta la posibilidad de constituirse en una verdadera cristiandad. Debe pues encontrar el brazo ejecutor que la promueva.

Todo esto es fácil. Tiene una facilidad intrínseca, pero grandes dificultades extrínsecas. Estas dificultades son: la oposición política de otros países donde opera la masonería, el marxismo u otras entidades transnacionales, ante la presa que se le escapa. La prensa internacional, al servicio de intereses inconfesables. Después del Humanismo, el liberalismo, las sectas heréticas, el materialismo ateo, el personalismo, etc. el mundo está unificado en el mal, en la aversión a Dios, y combate con todos los medios lo que tiene alguna apariencia de bien verdadero.

Sin embargo la cristiandad, o sea un régimen político según los postulados del orden natural y divino, es posible, con posibilidad externa e interna.

Posibilidad externa, está dada por las leyes que dan estructura. Leyes prudentes y justas, que sin engaño, orienten el hombre al bien particular y al bien común. El bien común debe redundar en beneficio de la comunidad. Si las leyes son justas y prudentes, tenemos un elemento estabilizador en la comunidad política. Siempre se debe contar con los elementos que atentan contra la estabilidad.

La posibilidad interna, depende del ejercicio de las virtudes, la vida virtuosa, que dice Santo Tomás y que veremos más adelante.

El gobierno de la comunidad mantendrá la posibilidad interna mediante la conveniente educación, la promoción de la cultura en el pueblo; que sepa distinguir la verdad del error, la virtud del vicio.

La estabilidad social depende muy a menudo de la conducta de las esferas gobernantes; el gobernante debe mantener la dignidad de su cargo, sin hacerlo susceptible de críticas y burlas. No imaginamos, sería pueril, un angelismo político; pero es menester un cierto nivel de honestidad, de decoro en la función pública.

La cristiandad es pues perfectamente posible. Vuélvese imposible, no por una pretendida ahistoricidad, como si se tratara de un conjunto de hechos, y no de una obediencia a valores permanentes y necesarios; vuélvese imposible digo, o por una perversa educación en el vicio, en el error, o por la acción mancomunada de los medios de comunicación social, que bregan por su destrucción. La posibilidad siempre está abierta, porque en todos los tiempos es posible la obediencia a la fe, a la prudencia, a las prescripciones fundamentales del bien moral entre los hombres. Cierra las puertas a la cristiandad la infidelidad en todas sus formas y etapas. Pero las puertas cerradas a la cristiandad son las puertas abiertas a la anarquía.

No existe en primera instancia ningún tipo de imposibilidad física o histórica; pero puede crearse la imposibilidad moral; prejuicios inveterados (liberalismo, laicismo, etc.), precisamente por ser tales, crean una falsa tradición que obstruye el ideal de cristiandad.

La posibilidad interna de la cristiandad, en lo fundamental, está dada por el bautismo, donde nace el hombre nuevo, capaz de cristiandad. Sobre esta base de la gracia de Dios es posible hablar de virtudes perfectas, informadas por la caridad, ordenadas a sus fines propios y al último fin sobrenatural. Son aquellas virtudes perfectas en gobernantes, dirigentes y pueblos, los factores de la paz y bienestar. La posibilidad interna de la cristiandad va ligada a la honestidad en las relaciones sociales, el principal factor de pacificación.



La Cristiandad es necesaria y aún permanente

Hemos dicho que entendemos por Cristiandad una comunidad política organizada según los preceptos de la ley natural, la ley de Jesucristo y la práctica de las virtudes cristianas. A la cristiandad interesan todos los valores reales de la civilización, y la ulterior ordenación del quehacer humano hacia el bien supremo de la salvación.

Agreguemos que como elementos internos, la permanencia de la Cristiandad implica la fe verdadera como norma suprema de acción, la caridad y la prudencia informada por la misma caridad. Es esencial para obrar como cristianos, para consolidar un ideal de cristiandad, la vida de las virtudes teologales y las morales.

La Cristiandad es una realidad permanente, en cuanto es permanente Cristo, permanente la renovación por la gracia bautismal, permanente el plan divino la Nueva Alianza, la unión de los hombres con Jesucristo, que el hombre pierde solamente por el pecado.

En cuanto a necesidad, distinguimos: cristiandad objetiva, necesaria y permanente. Una cristiandad subjetiva, político-social, que admite grados, moralmente necesaria para la paz y convivencia social.

Cristiandad Objetiva, fundada en la realeza de Cristo, que implica jurisdicción.

Cristiandad Subjetiva: Deberes del hombre y de las comunidades históricas, frente a la realeza de Jesucristo.

Veamos primero en qué sentido es una realidad necesaria.

Debemos explicar la distinción: sobre cristiandad tenemos un concepto objetivo; hay una cristiandad objetiva, de hecho; y hay una cristiandad subjetiva o una concepción de vida cristiana, más o menos real y vigente en distintas comunidades históricas.



Cristiandad objetiva

Cristiandad objetiva llamamos a la que se deriva de la realeza de Jesucristo. El reino de Cristo fue proclamado ya en el Concilio de Nicea (325): en el Credo afirma de Jesús: cuius regni non erit finis que son las palabras del ángel a la Santísima Virgen (Lc. I, 33).

Tales palabras inspiradas no son metáforas. Cristo es el Príncipe que debe salir de Jacob (Num. 24, 19). Es el Rey sobre el monte Sión, recibirá las naciones en herencia suya, y tendrá en posesión los confines de la tierra (Sal. 2, 28).

Pío XI puso de relieve la realeza de Jesucristo, en la Carta Encíclica Quas Primas (11-XII-1925), al instituir la fiesta de Cristo Rey.

Dice el Papa: "Cristo reina sobre nosotros, no solamente por derecho de naturaleza, sino por derecho de conquista, en fuerza de la Redención" (EG I, 1068). Derecho de naturaleza, primero por ser Dios; por la natural prioridad de su naturaleza humana unida al Verbo. Tercero por razón de la Redención, liberándonos del poder del demonio.

"Es necesario reinvindicar para Cristo como Hombre, en el verdadero sentido de la palabra, el nombre y los poderes de Rey. En efecto, solamente en cuanto Hombre se puede decir que ha recibido del Padre la potestad, el honor y el reino, porque como Verbo de Dios, siendo de la misma sustancia del Padre, forzosamente debe tener de común con El lo que es propio de la Divinidad. Y por consiguiente tiene sobre todas las cosas creadas sumo y absolutísimo imperio." (ib.).

Diversos textos de la Escritura destacan la potestad real, con todo lo que implica; así en el Evangelio de San Juan: "Y le dio el poder de juzgar, por cuanto El es el Hijo del Hombre" (V, 27). La potestad de juzgar es significativa del poder real. San Pablo afirma que a El están sujetas todas las cosas (I Cor. 15, 27). Son muchos los lugares donde la Escritura menciona de Cristo el carácter de Rey. Rey quiere decir que tiene potestad sobre todo el género humano; no es más ni menos.

Por los solos documentos de la Escritura, todo católico tiene la realeza de Cristo como una realidad permanente; pero es fácil que no sepa discernir bien hasta qué punto aquella realeza implica poder de gobierno y no solamente una dignidad o un atributo de honor.

Como realidad permanente Jesucristo es rey, con verdadero poder de jurisdicción sobre el género humano. Es el sentido de los textos bíblicos.

Otro título por el cual Jesús posee el poder real es la unión hipostática. Glosando un texto de San Cirilo de Alejandría, dice el Papa: "Esto es, el principado de Cristo se forma por aquella unión admirable que se llama la unión hipostática. De lo cual se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado como Dios, por los ángeles y por los hombres, sino que a El deben obedecer y estar sujetos como hombre. Es decir que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las creaturas" (Quas Primas, EG I, 1068). El texto de San

Cirilo que viene reproducido otras veces es el siguiente:

"Cristo obtuvo el dominio sobre todas las creaturas no por artificio o violencia sino por su esencia y naturaleza" (PG 74, 622).

Para explicarnos de algún modo la unión hipostática, debemos tener en cuenta la pobreza de nuestro lenguaje humano para aplicarse a realidades divinas.

La persona divina significa relación en cuanto subsistente. Esto es significar la relación por modo de sustancia, que es una hipóstasis subsistente en la naturaleza divina (I, 29, 4). El Verbo, una de las tres divinas personas, es una subsistencia relativa, que termina la naturaleza humana por El asumida. La subsistencia relativa del Verbo se comunica a la naturaleza asumida terminándola, y sólo terminándola. Es una sola persona, un solo supósito. No puede admitirse en Cristo más que una sola persona, la cual ha asumido la naturaleza humana (S.T. III, 2, 3). Es el Hijo, el Verbo.

Unión hipostática. La naturaleza humana de Cristo sin estar terminada por la persona del Hijo no es hipóstasis; es hipóstasis el todo acabado y completo que es Cristo (ib. ad 2m). Por la unión hipostática el mismo sujeto es Dios y hombre. La naturaleza humana subsiste por la subsistencia divina. Esta es la fuente de la dignidad y prioridad de Cristo-hombre sobre todo el género humano. La unión de aquella naturaleza a la persona divina del Verbo, le comunica una suprema dignidad y poder. Es el poder de Dios: señor del sábado y mayor que Abraham. Por eso dice San Pablo: "Preciso es que El reine hasta poner todos sus enemigos bajo sus pies" (I Cor. XV, 25).

De modo que la realeza de Cristo no es un principado de honor, sino un principado real, de jurisdicción sobre todas las cosas humanas, por razón de la evidente prioridad de su naturaleza humana, la divinidad de su persona y la naturaleza divina. Pudo decir con verdad: "toda potestad me ha sido dada en el cielo y en la tierra".

Por estos y otros textos de la Escritura, sabemos que el reino de Cristo sobre el género humano no es pura metáfora, sino que es una realidad; significa que su ley debe tener vigencia entre los hombres. Repetimos que esto no quiere decir intromisión de la Iglesia en asuntos civiles; significa que aquellos asuntos civiles o temporales, deben canalizarse por leyes: positivas, la ley natural y la ley divina.

Para promover el bien de la comunidad, el gobernante debe estar bien dispuesto a la obediencia de la ley.

La función del gobernante no puede desplazarse a una problemática voluntad popular, que él mismo se encargaría de interpretar. Por el contrario debe afincarse en la obediencia a la ley natural, que prolonga las exigencias de la naturaleza en el orden moral.

Cristo como Rey, señala el rumbo a las colectividades humanas, mediante la ley; es un influjo extrínseco hacia el bien, pero insustituible y valedero. También debemos contar con el influjo intrínseco por la gracia divina.

Cristo influye por la gracia capital en todo el género humano. Luego es un influjo que debemos favorecer, y que no debe ser interferido por leyes o instituciones humanas (divorcio, laicismo, leyes sobre deficiente distribución de bienes, etc,).

Influye por la gracia capital: que influye significa que induce a los hombres al bien en los distintos géneros de actividades, vale decir en la práctica de las virtudes. Influye interiormente, infundiendo la gracia santificante y la caridad, o sea causando la justificación. En los pecadores, que no alcanzan la justificación, por los hábitos sobrenaturales de fe y de esperanza. En los cismáticos, herejes, judíos y paganos, con gracias actuales, iluminaciones e inspiraciones de toda índole (S.Teol. III; 8, 1). Alejandro VIII condenó una proposición, que aseguraba que los judíos, paganos y herejes, no recibían ningún influjo salvífico de Jesucristo (Dz. 1291). Cristo es cabeza de todo principado y potestad. Son palabras de San Pablo (Col. II, 10).

No se trata de un influjo horizontal, sino vertical. Es influencia de lo principal sobre lo secundario; de lo prioritario sobre lo inferior. Y si aquello prioritario es divino, el influjo es de lo que tiene dominio, potestad. La influencia de Cristo Rey sobre sus creaturas, es de dominio, aunque lleno de misericordia:

Ecce Dominator Dominus exercituum (Is. 3, 1); "Veniet ad templum suum Dominator, quem vos quaeritis" (Mal. 3, 1). Quiere decir que influye como Dios, para salvar. "Dominator, Domine Deus... misericors, clemens, patiens, verax" (Ex. 34, 6). El influjo divino va unido siempre a las ideas de dominio, misericordia y salvación.

En el Nuevo Testamento el Señor es Dominus; es quien tiene el dominio: Benedictus Dominus Deus Israel (Lc. I, 68). Son comunes en el Nuevo Testamento las ideas de Dominus, Dominator: Señor, dominador. La idea de Señor, implica dominio.

La palabra influjo que aquí utilizamos al margen de significar moción con potestad, presenta otros matices: No significa algo indeterminado, ni menos contrario a la naturaleza; significa especial claridad de percepción en la inteligencia para percibir los bienes de salvación; el valor de la verdad, del bien, de la belleza; impulso para intentar acciones meritorias de valor sobrenatural. Tales acciones se resuelven en inteligencia de las verdades de la fe, fidelidad a nuestra vocación de cristianos.


El influjo también llega a la voluntad, y se difunde por toda la vida afectiva.

El querer de la voluntad, que se cierra en círculos concéntricos alrededor de sí mismo, recibe el nuevo aire purificador de la moción divina: roah; la moción de gracias actuales, que llegan a todos los hombres en todos los rincones del planeta. Es la iluminación que dice al ateo que existe un ser Supremo y Creador; que le repite que de la nada nada se hace. Es la moción que lleva al creyente a la convicción de que Dios es el Señor y Creador; que le conduce a los bordes del misterio del mal, y a pensar en la justicia, una justicia suprema sobre todas las cosas del mundo, y sobre toda la Historia de los hombres. El gobernante y el gobernado saben que, en última instancia, deben enfrentar aquella Justicia.

El influjo de la gracia capital llega así a todos los hombres; en la casa del grande y del pequeño; del que sabe y del que no sabe; del justo y del pecador, para santificar el hombre, las instituciones y todas las cosas.

La gracia divina llega a todos los hombres: de un modo u otro a todo el género humano, por razón del influjo de la cabeza sobre todos los miembros. Cristo es la cabeza del Cuerpo Místico.

Luego, con respecto a Jesús, no sólo tenemos un deber de obediencia, que podemos llamar exterior, sino que nos favorece interiormente para volver voluntaria esa obediencia. La obediencia a la ley de Jesucristo y a la ley natural ratificada por El, es seguir la ley de la salvación, y la ley del bienestar, de la paz, y sana convivencia entre los hombres. Lo que pasa en un hombre ocurre en toda comunidad humana.



Posibilidades en orden al Bien y al mal

Toda causa superior influye sobre las inferiores. Puede influir bien, con toda su fuerza, o ser deficiente. La razón de ser de una causalidad eminente en el mundo es llevar a su plenitud de bien las causas a ella subordinadas. Cuando es deficiente, y falla en un bien debido, entonces hace el mal.

La razón de ser del gobernante como causa eminente en la comunidad, es el llamado bien común. El príncipe es la causa llamada a influir en la comunidad, en orden al bien común; no es la única, pero es la principal.

Como causa, es causa subordinada; hemos dicho: debe obedecer la ley de Cristo, y a la ley natural; de allí sacará su fuerza, para sembrar los bienes en su comunidad. Además, la obediencia exterior trae la gracia interior. Las posibilidades en orden al bien, en las sociedades humanas, está ligada al reconocimiento de la realeza de Cristo en las mismas.

Por la unión hipostática y la Redención, liberándonos del pecado, aquella potestad sobre los hombres todos es real y verdadera.

Potestad real, no solamente de honor sino de verdad, significa poder legislativo, judicial y ejecutivo. En cuanto al poder ejecutivo, la ley de Cristo sobre los hombres y sociedades humanas debe tener por respuesta nuestra obediencia.

A Él están sujetas todas las cosas espirituales y temporales; mientras vivió sobre la tierra se abstuvo de ejercitar su poder sobre las cosas del tiempo reservadas a la potestad civil, o aquellas otras reservadas a la jurisdicción eclesiástica.

Pero no quiere decir que aquellas cosas temporales civiles o eclesiásticas queden reservadas a la arbitrariedad del gobernante, civil o eclesiástico. El gobernante debe orientarse según la ley; según lo que pide el bien de la comunidad a su cargo.

Por otra parte el mismo gobernante deberá dar cuenta ante Cristo Rey de su gestión. El poder judicial como el de promulgar leyes pertenece a Cristo, es función de la realeza.

En este sentido objetivo, todo gobernante -reconozca o no la realeza de Cristo- es un simple ministro de su Reino, y será juzgado como tal. Pensemos en los grandes de la segunda guerra mundial; los jefes de Estado que han pasado, reconociendo o no el reino de Jesucristo, todos, sin excepción, han tenido que sufrir el juicio por su gestión de gobernantes. Pensamos en los jueces de Nüremberg, en los próceres que dan nombre a nuestras calles, todos sin excepción han pasado por el juicio inexorable e infalible del Hijo del Hombre.

El reconocer o no reconocer la realeza de Cristo, no cambia absolutamente nada. Un ejemplo puede bastar.

Los delincuentes de un país no modifican para nada la potestad del gobernante. Irán a la cárcel, si son condenados; van a la cárcel por fuerza de la potestad judicial, que así lo ha juzgado.

Cristo no condena inmediatamente a ningún delincuente, aunque sea un gobernante que no reconoce su poder. Pero esa impunidad es relativa. El juicio recae infaliblemente sobre él, y caerá sobre cada uno de nosotros. El mundo en la apostasía de la fe, es un mundo en la delincuencia. Ni el progreso técnico, ni las armas, ni las doctrinas más sofisticadas, podrán impedir el juicio siempre infalible de Cristo Rey.

Es por ese motivo que hablamos de una realeza objetiva, de hecho, fuera y por encima de todas las contingencia de la Historia.

Hablamos de una realeza verdadera otorgada por el mismo Señor del universo; para caracterizarla de algún modo, y que no depende de contingencias subjetivas, le denominamos objetiva; título real de Jesucristo que tiene por objeto el poder sobre hombres y sobre cosas. "Todas las cosas las sometió bajo sus pies" (I Cor. 15, 26).

El hombre salvado por Cristo, debe apreciar debidamente los méritos del Salvador. Aprecia bienes menores, pero más aún aquel gran bien para todo el género humano que es la salvación.

Apreciamos naturalmente al gobernante que nos da la paz, salud, medios de vida, educación, medios de adelantar en nuestras cosas. Pero mucho más al Rey que con sus méritos nos ha librado del demonio, y de aquella espantosa convivencia en el infierno; sin embargo eso nos cuesta apreciar.

A los beneficios naturales los apreciamos fácilmente; son cosas que vemos. A los beneficios sobrenaturales no los vemos.

Para verlos y apreciarlos necesitamos de la fe. Solamente la fe en la Revelación, levanta un tanto el velo de este misterio. La salvación es una liberación, no económico-social, sino integral y total. No es liberación para la llamada "vida desahogada", sino para la vida eterna, la bienaventuranza.

La palabra de Dios, levanta un poco el velo; vemos el abismo abierto a nuestros pies. De aquel abismo hemos sido salvados por Jesucristo.

Quiere decir que las estructuras de la vida humana, de relación, deben adaptarse a la salvación traída por Jesucristo.

La educación materialista, el divorcio de los cónyuges, el abandono de los hijos, la falta de trabajo, problemas de salarios, de precios, de vivienda, y otros problemas absorbentes, pueden interferir accidentalmente en el recto juicio de la fe.

Pero estos problemas no son insolubles en la recta obediencia de las autoridades a la ley de Dios, que debe ser obedecida en las disposiciones naturales que rigen la convivencia humana.

Cuando no hay una problemática que depende del pillaje y de la usura, la comunidad política, por lo general está en paz. Un orden político inspirado en la caridad y en la prudencia; cuando existe una inspiración en el amor de Dios sobre todas las cosas, y sobre el propio egoísmo, entonces el gobernante tiene una prudencia iluminada, para llevar la paz y el bienestar a su pueblo.

La vida sobrenatural en el gobernante, la inspiración de la fe viva en la función pública, enaltece el ejercicio de la prudencia, de la justicia, la liberalidad, y todas las virtudes que rigen la acción pública.

Cristo Rey debe ser obedecido por el gobernante; por los hombres e instituciones humanas. Es la fuente del bienestar y de la paz.



Cristiandad subjetiva

Bajo el nombre de Cristiandad, en su acepción subjetiva, entendemos la ley universal de Jesucristo según es vivida por las comunidades históricas.

Podemos distinguir tiempos de mayor o menor cristiandad. Las grandes revoluciones históricas como el protestantismo, la revolución francesa, la revolución bolchevique, han causado grandes golpes al ideal de cristiandad vivido por los Estados y naciones católicos. Estas tres revoluciones han asestado golpes formidables, quebrando la obediencia debida al Salvador.

La revolución protestante, levantó el libre examen contra la obediencia dada por Cristo a la única Iglesia por El fundada. El hombre entonces dispone obedecerse a sí mismo o a sus jefes elegidos, pero no obedecer a Pedro, depositario de las llaves del Reino.

Fue esta la primera ruptura violenta de la cristiandad. El fraccionamiento arbitrario de concepciones religiosas, abre el camino a la anarquía social y política.

La anarquía social y política fue en cierto modo detenida por la constitución de Estados de fuerza, formados sobre el pillaje, los grandes imperios coloniales. Pero pronto cedieron las barreras por la Revolución Francesa, en la cual la obediencia impuesta por la fuerza, cedió a la voluntad general, al número. De todo este proceso la última etapa es la revolución bolchevique, que cambia la obediencia a la cantidad, por la obediencia a la materia.

En el materialismo marxista estamos en las antípodas de toda obediencia cristiana. Ni la imagen de la ley como valor humano tenemos; sólo la fuerza que impera la sujeción a la materia.

Aún así la delincuencia materialista será juzgada como las otras. Ningún tipo de delincuencia puede sobreponerse al juicio. El juez humano puede temer al delincuente y absolverlo; pero el Juez Divino, el Hijo del Hombre, no teme ninguna delincuencia.

La obediencia de los pueblos a Cristo puede tener diversos grados, según los países y los tiempos. Pero en cualesquiera de sus grados siempre estará sometida a Cristo Rey. Aclarando: es una obediencia libre, que puede ser desobediencia; pero tanto la obediencia como la desobediencia, están sometidas al juicio y sentencia del Rey.

En la obediencia de los pueblos, debemos distinguir: la obediencia de la Nación y la obediencia del Estado. Muchas veces los Estados son ateos, naturalistas, pero las naciones son católicas. Es más fácil un catolicismo nacional que impregne usos y costumbres, que un catolicismo de Estado.

Los pueblos aprecian la honestidad y decoro de las costumbres. Los hombres de Estado ambicionan el poder, el dinero, las franquicias, los honores. El ciudadano común, las familias, aman la honestidad, la justicia, la liberalidad, las virtudes y esto significa la honestidad de la vida nacional; el Estado puede andar y a menudo anda por otros caminos.

Por eso podemos distinguir la cristiandad nacional, o sea las prácticas de vida cristiana de los pueblos, las costumbres significativas de la debida obediencia a Jesucristo, y la cristiandad de los Estados como tales, el Corpus legislativo, y el gobierno que abren los cauces para una convivencia digna de hombres redimidos por Cristo.

La cristiandad nacional es la vida cristiana de la nación. A veces se integra o se ha integrado con la cristiandad del Estado, como lo demuestra la Historia, y otras veces difieren. Esto último lo hemos visto claramente en el caso de Méjico, con un fuerte catolicismo popular, a pesar de las violentas persecuciones sufridas; aquí en Sudamérica, a pesar de los siglos de liberalismo político, a pesar de la moral del bienestar terrestre que preocupa a nuestras clases dirigentes, laicistas y tolerantes, adscriptas a la vida voluptuosa.

A pesar de todo, la devoción a la Eucaristía, a la Santísima Virgen, a los santos, es la fuerza que congrega los pueblos en la unidad de la fe, en la esperanza, en la caridad; es la potencia unitiva del amor de Dios por encima de todas las contingencias de la Historia.

La cristiandad nacional empieza por la cristiandad familiar y sigue por las sociedades intermedias. Es el catolicismo familiar la base de cristiandad de una nación. Esa base requiere la firmeza del vínculo, la indisolubilidad del matrimonio. El vínculo matrimonial que es de derecho natural, una exigencia de la misma naturaleza. La familia es la célula originaria de la nación, donde debe cultivarse la fe, el patriotismo, el sentido del honor, del sacrificio que salva la persona y salva la Patria.

No queremos demorarnos aquí. Pero para pensar en una cristiandad nacional, en una nación íntegra y fiel a Jesucristo, debemos edificarla en sus bases temporales en la fidelidad a Jesucristo. Un amor y una fidelidad combativos, que sepa reconocer al enemigo, que no se acoja a los beneficios de una tolerancia suicida. La libertad religiosa no puede ser jamás una puerta abierta a la herejía, ni al pacifismo, al desquiciamiento de la unidad nacional. Debemos defender nuestras familias, nuestro pueblo y las generaciones que vendrán.

La cristiandad nacional, decimos, sigue por las llamadas sociedades intermedias. Las uniones vecinales, sociedades gremiales, deportivas, asociaciones profesionales, medios de comunicación social, todo debe colaborar a la unidad cristiana de la nación. Unidad cristiana, donde está en vigor la primacía del bien honesto sobre el bien útil, y pueda influir en los organismos del Estado.

La cristiandad nacional tiene su paradigma en la cristiandad objetiva; seguirá aquel modelo por una fiel obediencia a la ley de Jesucristo, y a la ley natural, que es la forma de trabajar por la grandeza de los pueblos. "La vida nacional es algo no político", dice Pío XII (Radiom. 1954). Pero el político respeta la nación bautizada, respetando la ley de Jesucristo.

Al margen de la cristiandad nacional, íntimamente unida a ella tenemos la cristiandad del Estado.

Ahora debemos pasar a la cristiandad estatal, o sea el cristianismo debido del poder político, en el ejercicio de su misión de gobernante.

Ya hemos visto, al tratar de la Cristiandad objetiva, que el hombre, el género humano, no es una realidad absoluta, en el vacío, que no tiene más fin que evolucionar y desarrollarse. Así conciben al hombre los naturalismos de todo pelo. El hombre, el género humano, es creatura de Dios, en su realidad histórica, caída y redimida por Cristo. Dice León XIII:

"Jesucristo, príncipe y Sumo Señor de todas las cosas, su imperio no se ciñe exclusivamente a las gentes católicas, o aquellas que han sido regeneradas por el santo bautismo... no es menos cierto que su poderío se extiende a todos los desposeídos de la fe, de tal suerte que es verdad inconcusa, que la universalidad del género humano está bajo la potestad de Jesucristo" (Annun Sacrum, 25-V-1899).

Toca aquí la universalidad de la realeza de Cristo, en cuanto a los sujetos que le están sometidos. La doctrina es igual en Summi Pontificatus, de Pío XII (20-X-1939), y en la tantas veces mencionada Quas Primas de Pío XI.

Quiere decir que el poder político, dentro de su esfera propia, y en su propia autonomía, no está exento de ejercer su autoridad de gobernante, como cristiano.

Podemos hablar justamente de una debida cristiandad estatal; de un debido proceder como cristiano del poder político, siempre en el ámbito de sus funciones propias: leyes de protección social; crear fuentes de trabajo; favorecer los matrimonios legítimamente constituídos; legislar sobre viviendas adecuadas a la multiplicación familiar; bajar las tasas impositivas; combatir la usura, la coima, la vagancia infantil y la adulta, etc. La educación es en los Estados modernos un deber principal.

Todos los deberes del Estado están en el orden natural, y sólo indirectamente tocan lo sobrenatural. El Estado debe también reprimir la herejía; evitar la desintegración religiosa de la población; la propagación de sectas heréticas, que se realiza también por motivos de espionaje.

En aquel famoso pasaje del Evangelio, en que Cristo responde a los herodianos y fariseos: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt. 22, 17), Cristo se refiere a los súbditos que deben acatar la potestad civil. Evidentemente el dar a Dios lo que es de Dios, es también para el poder político, como lo es para el poder eclesiástico, que debe cumplir funciones más inmediatas con la Religión.

El sentido más obvio de estas palabras evangélicas, interpretadas a veces, y aún ahora, como separación absoluta de la Iglesia y del Estado, el sentido más obvio decimos, es que el gobierno temporal, sea civil o eclesiástico, no debe causar interferencias en la vida espiritual de la comunidad. A las interferencias puede causarlas cualquiera, y un mal gobernante las causa.

La indiferencia de la autoridad responsable frente al error religioso o frente a la pornografía, causa profundos males, que no sólo interfieren sino que arruinan moralmente la comunidad.

La cristiandad estatal es el ejercicio del poder político según la ley natural, teniendo en cuenta su origen en la ley eterna de la cual es una participación en la creatura racional, como dice Santo Tomás:

"La creatura racional, entre todas las demás está sometida a la Divina Providencia, de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí misma y para los demás. Participa pues de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción debida y al fin. Semejante participación de la ley eterna en la creatura racional, se llama ley natural". (S. Teol. I-II, 91, 2.).

La ley es un dictamen de la razón práctica; no depende de la voluntad. Es un dictamen, regla y medida de los actos humanos; regular la conducta humana pertenece a la razón (I-II, 90, 1). El proceso de la razón práctica es semejante a la especulativa; aquí de los principios fluyen las conclusiones. Así de manera semejante, de los preceptos de la ley natural, se desciende a conclusiones más particulares de la razón práctica que reciben el nombre de leyes humanas -dice Santo Tomás- cuando cumplen todas las condiciones que pertenecen a la naturaleza de la Ley (I-II, 91, 3).

Regla de los actos humanos quiere decir que la ley de cualquier especie está en el orden de las causas finales. El poder político-civil o eclesiástico -está en el orden de la causalidad eficiente, y debe promover aquel orden de las causas finales, que le es prioritario. El poder político puede tener finalidades secundarias, pero debe respetar siempre el orden de los fines primarios del bien común, o de la misma sociedad política. En los tiempos actuales, el poder político debe tener en cuenta todo el complejo orgánico de la civilización cristiana; y para mantenerse como tal, en planos de cristiandad, aquella civilización cristiana será de un cristianismo verdadero, no herético o nominal.

Según la doctrina católica, el Estado no es fuente de la autoridad; tampoco es fuente la voluntad popular o la voluntad del príncipe. La autoridad viene de Dios que comunica la autoridad de manera inmediata a la multitud; la autoridad no es transferida a la multitud sino recibida por ella como sujeto receptor.

Decimos que de manera inmediata Dios pone en la multitud la autoridad, porque en cada persona de las que componen la multitud, están las exigencias y mandatos de la ley eterna y de la ley natural. Para coordinar esto, la multitud designa la persona pública que tiene el cuidado de la comunidad. Dice Santo Tomás: "Pertenece legislar a la persona pública que tiene el cuidado de la comunidad" (I-II ae, 90, 3).

El poder legislar es "El poder de inducir eficazmente a la virtud". La ley debe tener fuerza coactiva. Por eso el poder legislar es exclusivo de la comunidad o de quien la representa (Ib. ad 2m).

"Las razones de gobierno que existen en los gobernantes inferiores derivan de la ley eterna. Estas razones de gobierno son todas las leyes menos la ley eterna" (I-II ae, 93, 3 ad 2m).

La cristiandad sincera del poder político es lo que puede dar cohesión y firmeza a la vocación cristiana de la Patria.

No podemos dejar de contar, como en todas las sociedades humanas, elementos negativos: ambiciones de poder, de riquezas, de posiciones; desequilibrios sociales, económicos, políticos.

No nos forjamos ninguna ilusión. Pero los males crecen en una política de "dejar hacer", liberal, donde lo liberado es la lujuria, la avaricia; cuando no viene la libertad religiosa y "libera" también las herejías y pecados contra la fe, y de paso, el espionaje de los ministros de la herejía.

Un régimen situado en los cauces auténticos de la ley divina, de la ley natural, termina en la práctica de las virtudes cristianas, para bien de la comunidad.

Régimen de cristiandad, no significa, como dice León XIII "querer complicar la Iglesia en querellas políticas, de política partidista o pretender tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios políticos" (Sapientiae Christianiae). Esto es verdad. Las intervenciones en la práctica política nunca han sido muy felices.

Reduciendo el asunto a sus términos concretos, el gobernante debe entenderse más con la ley que con el Obispo; atender al bien común, y controlar todo cuanto se refiera al bienestar de la comunidad; sin ninguna exclusión.

La cristiandad no es clericalismo; la cristiandad no es constitucionalismo. Hay que romper con todo, si así lo exige el bien común, suprema ley del Estado y de la Nación.



Sobre Virtud y Política

La sociedad política es la comunidad de los hombres, organizada en orden a un fin común, llamado el bien común.

La Iglesia es la sociedad política organizada para el bien sobrenatural de los hombres. El Estado es la sociedad política organizada para el bien temporal de los hombres.

No debe haber interferencias entre una sociedad y otra. Cada cual en su esfera propia. El bien temporal de la sociedad civil debe ser un ámbito abierto para alcanzar el bien espiritual, que es prioritario.

De todos modos, de manera inmediata o mediata, toda sociedad humana, como cada uno de los hombres, tiene a Dios como último fin.

Hablando de cristiandad, toda comunidad política -Estado y nación- leyes, usos, costumbres, deben inspirarse en la moral cristiana, en la ley natural, derivada de la ley eterna.

¿Cómo se realiza -in acto exercito- un orden político-social cristiano? Ya hemos presupuesto lo principal: la conversión total hacia Dios de la multitud por las observancias legítimas del culto y de la moral cristiana. Ahora vayamos a lo que podría llamarse instrumental, sin lo cual la cristiandad queda en un plano intencional, sin descender a la realidad de la Historia.

Aquello instrumental son: la gracia, las virtudes y los bienes que proporciona la vida virtuosa.

La virtud es una pieza esencial y clave en el hombre y en todas las instituciones humanas.

Sabemos que se trata del hombre; que un orden político, social o económico, es un problema humano y de conducta humana. Pero la clave necesaria para conducir los hombres a una honesta convivencia, son las virtudes, y no podemos contar en la sicología humana con otra cosa.

Sabemos que se trata del hombre en su ordenación al bien: al bien personal, familiar, profesional, al bien económico, cultural, y por último al bien político, ordenación al bien común, que engloba todos los bienes anteriores, distinguiéndose específicamente de todos ellos.

Aristóteles ya vio la íntima trabazón entre la eudemonía, la felicidad, y la virtud. En los comienzos de su Etica dice: "Porque la felicidad es una actividad del hombre según la virtud acabada, es menester ahora tratar de la virtud" (Et. Nic. XIII, 1. Ed. Gauthier Jolif I, 28).

Alcanzar la felicidad, el bien supremo, es para Aristóteles obra de la virtud. El político -agrega el Estagirita- debe estudiar el alma, para volver a los ciudadanos virtuosos.

La política cumple -para Aristóteles- una función ética:

"Es cosa amable hacer el bien a uno solo; pero más bella y más divina es hacerlo al pueblo y a las ciudades" (Et. Nic. I, 2, final).

Tenemos que retroceder hasta Aristóteles -el pagano Aristóteles- para encontrar una política moral; tenemos que dejar el maquiavelismo, el naturalismo de Kant y la voluntad general de Rousseau; la política fundada en la fuerza del marxismo o de los imperios colonialistas. Tenemos que olvidarnos un momento del Norte que devora el Sur, o del Este y el Oeste que no saben a dónde poner los misiles con cabeza nuclear.

Por eso muchos pensaron que hablar de cristiandad es ingenuo; pero concebimos una cristiandad armada; armada con armas espirituales y materiales, como lo pide el patriotismo y el honor de nuestro pueblo.

La cristiandad y el patriotismo es un hecho en nuestro pueblo, algo verdadero y viviente, para irse disipando en los hombres que frecuentan nuestra enseñanza secundaria y superior. No se ve la recia estampa del patricio celoso por la dignidad de la Patria y la vigencia de auténtico cristianismo. No existe auténtica cristiandad donde la Religión es pluralismo; donde el patriotismo es pacifismo; donde la economía es mendicante a la puerta de magnates extranjeros.

La cristiandad supone una moral política; es la razón por la cual debemos hacer jugar la virtud y el equilibrio resultante de la conexión de virtudes.

Definición de la virtud. La definición nos la presenta como el hábito vinculado a la adquisición de bienes que integran la perfección del sujeto:

Virtus est quod bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit : hace bueno al sujeto y buena su operación.

La virtud es la cualidad capaz de integrar bienes y perfecciones en el sujeto. La virtud integra los bienes de la fe, de la prudencia, de la justicia, de la fortaleza, de la templanza. La virtud cristiana promueve la fidelidad a Jesucristo, promueve la contemplación y el ascetismo. La virtud cristiana del patriotismo ilumina el esfuerzo del soldado para velar por el honor de su Patria. La virtud ennoblece el esfuerzo de la madre en su diario bregar por la salud espiritual y material de sus hijos.

La virtud es la cualidad por la cual el bien es adquirido. Sea un bien particular, sea un bien social. El bien fruto de la virtud es un bien exigido como perfección de la naturaleza. La naturaleza implica en su concepto un proceso generativo, de desarrollo; ese desarrollo es intrínseco, del sujeto mismo, que posee las aptitudes necesarias para su desarrollo. Esas aptitudes son las virtudes; por eso la definición presenta a la virtud haciendo bueno al sujeto y buena su operación.

Por eso no podemos decir que el objeto de la virtud sea un mal para el sujeto. La virtud está vinculada al proceso generativo y perfectivo de la naturaleza (S. Th. I, 29, 1 ad 4m).

La naturaleza viene, por ley de la creación, dotada del poder de desarrollarse y de crear aptitudes, munirse de cualidades, para adquirir bienes e integrar su perfección. Tal poder no está abolido por el pecado, sino debilitado (I-II, 85, 1).

De modo que la virtud -sin distinción de adquiridas o infusas, éticas o dianoieticas- entra en la categoría de hábitos operativos, y son los hábitos operativos cualidades en el sujeto, encargados de la realización integral del bien humano, participación del Sumo Bien.

Entre el precepto de la ley, la ordenación de la razón que prescribe algo para hacer, y el ejercicio de la virtud por el sujeto, existe una íntima correlación. El acto virtuoso no sigue necesariamente a lo prescripto por la ley. El acto virtuoso es libre, como es libre el pecado. Como actos libres, uno y otro tienen su mérito correspondiente.

Pero, para una ordenación al bien particular, y al bien común, es menester la operación virtuosa. Operación virtuosa significa operación elícita de un hábito ordenado al bien moral, pero acto libre; de lo contrario no sería meritorio.

El precepto de la Ley es obligatorio por razón del fin. La ley de la naturaleza obliga al naranjo a crecer, echar ramas y dar frutos. El hombre también debe crecer y tender libremente hacia su fin. La ley que rige este crecimiento y a la cual él contribuye con la acción libre de sus hábitos virtuosos, es la ley natural (10). Los preceptos de la ley natural están contenidos en la sindéresis (11).

Los preceptos morales, aquellos fines que tienen razón de bien honesto para el hombre, cuando son obedecidos ordenan al bien en el hombre y en la sociedad. Dice Santo Tomás:

"Como las costumbres humanas se dicen en orden a la razón, que es el primer principio de los actos humanos, estas costumbres se dicen buenas, porque concuerdan con la razón. Si discordan con la razón son malas" (12).

Hemos traducido: mos-ris por costumbre; podría decirse modos de obrar.

El conjunto de estas normas y postulados de la razón es lo que se denomina el derecho natural. Dice León XIII:

"El derecho es una facultad moral que como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer que haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza. Hay derecho para propagar en la sociedad, libre y prudentemente lo verdadero y lo honesto, para que se extienda al mayor número posible su beneficio. Pero en cuanto a las opiniones falsas, pestilencia la más mortífera del entendimiento, y en cuanto a los vicios que corrompen el alma y las costumbres, es justo que la pública autoridad los cohíba" (Enc. Libertas, nº 16).

La naturaleza tiende a la verdad, al bien, a lo que es su perfección. No puede postularse ni para el individuo ni para la sociedad el vicio o el error.

La Ley divina presupone la ley natural, como la gracia presupone la naturaleza. En una sociedad de cristianos, la cristiandad no es algo como extrínseco y sobre añadido, sino perfectivo (13).

"El modo de la acción sigue a la disposición del agente" (I-II, 55, 2). El agente-naturaleza humana tiende a completar su desarrollo; para eso tiene las potencias y virtudes, que le dan aptitud para integrar los bienes necesarios, para el individuo o la especie:

Virtus importat quandam dispositionem qua aliquid bene et convenienter disponitur secundum modum suae naturae (Q. Un. de Virtutibus ad 10 m).

En un régimen de cristiandad, donde todo debe ir a Cristo, en el cauce de la conversión a Dios, es importante la intención del Legislador y la ordenación de la ley al bien, a la vida virtuosa:

"La intención del Legislador es hacer buenos a aquellos a los cuales da la ley; por tanto los preceptos de la ley deben ser acerca de los actos de las virtudes" (14).

A continuación explica Santo Tomás, que el bien del hombre es por la virtud... De donde la ley quiere hacer los hombres virtuosos, y por eso los preceptos de la ley son acerca de los actos de las virtudes (15).

Santo Tomás no menciona la cristiandad, sino un régimen legítimo. No imagina la legitimidad de un régimen apóstata, como los que tenemos en todas las latitudes del globo. Pero aún en un régimen apóstata de la fe, es exigible que los preceptos del Legislador se ajusten a los actos de las virtudes; esta es la lucha del catolicismo social. El vicio no tiene derechos; el Legislador debe ser combatido, si no ajusta los preceptos de la ley a las virtudes y sus actos; el laicismo, el divorcio, el no repeler la agresión enemiga son vicios del Legislador, contra la justicia o la prudencia.

Los preceptos morales -dice Santo Tomás- son de todos los actos de las virtudes. La ley humana tiene por objeto preceptos morales, pero solamente acerca de los actos de justicia (actos exteriores).

La ley divina, propone preceptos acerca de todo aquello, por lo cual el hombre se ordena a la comunicación con Dios. Esto tiene lugar por los actos de las virtudes (16).

Al hablar de preceptos, notamos que el precepto -no así el consejo- importa necesidad. La ley natural, la ley divina, o la justa ley humana, preceptúan lo necesario, donde no cabe opinión como en el consejo (17).



Conclusiones

El bien político o bien común (bienes de la nación, del estado, de las familias, grupos intermedios) depende de dos cosas:

a) de una realidad externa, la ley;

b) de una realidad interna, la gracia divina y las virtudes, o hábitos operativos ordenados al bien.

La ley es prescripción de la razón ordenada al bien de la comunidad (I-II, 90, 1).

Contamos con la ley eterna, la ley natural y la ley positiva. La plenitud de la ley reside en la ley eterna. Ley eterna es: "La razón de la divina sabiduría según que es directiva de todos los actos y mociones". (I-II, 93, 1).

Toda ley, la natural y la positiva, derivan de la ley eterna. Tienen de la ley eterna su poder preceptivo y la autoridad.

La ley como prescripción de la razón, notifica el ordenamiento de las cosas querido por Dios, entre los hombres. Sobre esta base el Legislador dictamina lo necesario al bien de la comunidad.

El elemento subjetivo para obrar según este dictamen, es la virtud: hábito operativo ordenado al bien.

La ley verdadera, está objetivamente ordenada al bien, y por tanto a suscitar en el sujeto la operación virtuosa.

La Cristiandad supone un Corpus Legislativum de leyes ordenadas al bien del cristiano; que sepa proveer a sus necesidades materiales y espirituales. Entre estos bienes está la paz, el orden social, la sana economía. En la esfera de bienes sobrenaturales, la verdadera religión, la enseñanza adecuada, siempre inspirada en la verdad.

Los grupos políticos en el poder deben sentirse intérpretes de las exigencias de un orden social cristiano. El bien de la nación o de la Patria no depende de ninguna concepción arbitraria de la voluntad popular. La voluntad debe siempre seguir la razón y es la razón quien dictamina lo que se debe hacer o evitar.

La predicación de la Iglesia debe insistir en la cristiandad nacional, familiar y de sociedades intermedias.

La cristiandad del Estado debe quedar en manos de especialistas responsables. Es la labor propia de la prudencia gubernativa.

Es menester sentar con vigor los derechos de Cristo sobre el hombre y todo el orden de las acciones humanas. Santo Tomás dice que el hombre es un ser inteligente, dotado de libre albedrío y con potestad sobre sus obras (I-II, Prol.). Pero el orden de los bienes a alcanzar, el bien de las virtudes, no son creación del mismo hombre; hay una jerarquía de bienes que le son dados; y en esa jerarquía los alcanza el hombre: los inferiores por obediencia a la razón, y los superiores por obediencia a Jesucristo.

Para obrar libremente el hombre es notificado de la ley por la razón. La razón pone el acto de imperio, que ordena para el bien de la comunidad.

Hablar de un jus potestativum de Cristo sobre las cosas humanas no es resolver la comunidad política en la Iglesia. Dice el Vaticano II:

"La Iglesia no se confunde de ninguna manera con la comunidad política, y no está ligada a un sistema político" (G.S.).

Los fines y medios de la Iglesia son diferentes de aquellos del Estado, es evidente; por eso los hombres de Iglesia no deben inmiscuirse en asuntos propios del Estado, ni los hombres de Estado en la jurisdicción eclesiástica.

Que en virtud de esa distinción, las instituciones humanas y la comunidad política deban sustraerse a la ley divina o la ley natural, eso de ninguna manera.

La Iglesia y la comunidad política están formadas por los mismos hombres, sujetos de los mismos derechos y deberes. El ordenamiento jurídico es complejo, los hombres y las instituciones humanas, aún la Iglesia, no poseen derechos absolutos e ilimitados.

Pongamos un ejemplo, aunque resulte algo grotesco es real: La Constitución me acuerda el derecho de transitar libremente por el suelo argentino; poseo un derecho; algo que denomino libertad individual. Pero, una reglamentación municipal me manda ir por la derecha; no puedo circular por la izquierda; debo respetar el semáforo; no debo estacionar aquí sino a veinte metros; si quiero pasar debo pagar el peaje, etc., etc. Sin embargo, no discuto el derecho que me acuerda la Constitución.

Quiere decir que el hombre y las instituciones humanas, al disponer de sí mismas deben desarrollar su vida libre canalizada por la ley.

Sustraerse a la ley en lo mínimo es un desorden; en lo máximo resulta la anarquía. Los bienes a alcanzar están puestos por Dios los principales, y puestos por la razón del hombre los secundarios.

Los principales son los objetos de las virtudes; los secundarios los medios para alcanzar esos fines.

Nosotros hablamos de medios y de fines; en todo caso de un orden objetivo de bienes de alcanzar por nuestra actividad humana, libre. Nuestro lenguaje corriente habla de derechos, de libertades; el mismo concepto de bien ha cambiado; no es algo objetivo, alcanzar una meta, dar a cada cual lo suyo, sino que se ha trocado en algo subjetivo, lo que me deben, lo que nutre mi egoísmo, mi avaricia, etc. Es el bien de la vida voluptuosa, como decía Aristóteles, el bien de la sociedad de consumo, como decimos ahora.

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NOTAS

(1) Gilson E., La Filosofía en la Edad Media, p. 240.

(2) L. J.Rogier y colab., Nueva Historia de la Iglesia, II, p. 472, Cristiandad, 1964.

(3) Rev. Concilium 74, 1969.

(4) P. Heris OP, La Royauté du Christ, Julio 1926, Revue des Sciences Philosophiques et Theologiques.

(5) P. Eduardo Hugon OP, Tractatus Dogmatici II; 670.

(6) Card. Mercier, Carta Pastoral, citado por Hugon.

(7) Houtart-Hambye, Implicaciones socio-políticas del Vaticano II.

(8) Cirarda J.M. Mon., Comentarios a la Gaudium et Spes, p. 159.

(9) Teología del Mundo, 2ª. Madrid, 1971. El autor plantea un problema muy serio en parte explicable por las profundas tensiones del mundo europeo de post- guerra; tensiones políticas, que influyen en la vida religiosa. El hombre común, en la conversión a Dios vive la vida civil y la religiosa sin inconvenientes. Los inconvenientes nacen en la aversión a Dios.

(10) Preceptum legis cum sit obligatorium est de aliquid quod fieri debet. Quod au- tem aliquid debeat fieri, hoc provenit de necessitate alicuius finis. Unde manifes- tum est quod de ratione precepti est quod importet ordinem ad finem (I-II, 99, 1).

(11) I-II, 94.

(12) Cum autem humani mores dicuntur in ordine ad rationem, quae est proprium principium humanorum actuum, illi mores dicuntur boni qui rationi congruunt. Mali autem qui a ratione discordant I-II, 100, 1.

(13) Sicut omnis gratia presuponit naturam, ita oportet quod lex divina, presuponat legem naturalem (I-II, 99, I, ad. 1m).

(14) Intentio cuius libet Legislatioris est eos quibus legem dat facere bonos, unde praecepta legis debent esse de actibus virtutum (III CG 115). Bonitas hominis est per virtutem. Virtus est quae bonum facit habentem. Unde lex intendit homines facere virtuosos, et precepta legis sunt de actibus virtutum (Ib. c.116).

(15) Omnia praecepta legis sunt de actibus virtutum et quod per omnes actus virtutum ordinatur homo unus ad alium, (In I Tim. c.1, 1c. 2, Nº 13).

(16) Precepta moralia sunt de omnibus actibus virtutum. Lex humana non proponit praecepta nisi de actibus justitiae; etsi praecipiat actus aliarum virtutum, hoc non est nisi in quantum assumunt rationem justitiae, u t patet per Philophum... Lex divina praecepta proponit de omnibus illis per quae homines bene ordinentur ad comunicationem cum Deo (I-II, 100, 2).

(17) Praeceptum importat necessitatem, concilium autem in optione ponitur, eius cui datur (I-II, 108, 4).

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