“Quisiera vivir en el tiempo del Anticristo”, escribió Santa Teresita en su lecho de muerte".
(exactamente: “Al pensar en los tormentos que serán el lote de los cristianos en tiempos del Anticristo, siento que mi corazón se estremece de alegría y quisiera que esos tormentos estuviesen reservados para mí”. Carta a Sor María del Sagrado corazón).
No cabe duda que la Carmelita que se ofreció como víctima de holocausto al amor misericordioso deba interceder especialmente cuando el Anticristo se levante; no cabe duda que ya intercede especialmente en nuestra época, cuando los precursores del Anticristo entraron en el seno de la Iglesia; no cabe duda, especialmente, de que su oración se pierde en una súplica que es, por así decirlo, mucho más poderosa: la de la Virgen Madre de Dios.
Ella, que aplasta al Dragón por su Inmaculada Concepción y su Maternidad virginal; Ella, que es glorificada hasta en su cuerpo y que reina en los Cielos junto a su Hijo; Ella domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia, y, particularmente, el tiempo más temible para las almas: el tiempo de la venida del Anticristo, o aquel de la preparación de esta venida por sus diabólicos precursores.
María se manifiesta, no sólo como la Virgen poderosa y consoladora en las horas de angustia para la vida terrenal y corporal, sino especialmente en lo que la representa como la Virgen que socorre, fuerte como un ejército en orden de batalla, en los tiempos de devastación de la Santa Iglesia y de agonía espiritual de sus hijos.
Ella es Reina para toda la historia del género humano, no sólo para los tiempos de angustia, sino también para los tiempos del Apocalipsis.
Un momento de angustia fue el de la gran guerra: hecatombes de ofensivas mal preparadas, implacable aplastamiento bajo una tormenta de hierro y fuego; Forêt de Rossignol et Bois des Caures; Ravin de la mort et Chemin des Dames…
¿Cuántos hombres, después de haber ajustado su cinturón, partieron con la terrible certeza de perecer en este tornado alucinante, sin ver jamás aparecer la victoria?; a veces, incluso, y era lo más atroz, una duda aparecía en su mente sobre el valor de los dirigentes y lo bien fundado de sus órdenes.
Pero sobre un punto no había dudas, sobre una cuestión que sobrepasaba a todas las otras: la autoridad espiritual.
El capellán, que asistía a estos hombres consagrados a servir a la patria hasta la muerte, era de una absoluta firmeza respecto de todos los artículos de la fe, y nunca podía llegar a inventar una transformación “pastoral” de la Santa Misa; celebraba el Santo Sacrificio según el rito y las antiguas palabras, lo celebraba con una piedad tanto más profunda, con una súplica ardiente, cuanto podían ser llamados en cualquier momento, él, sacerdote desarmado y sus feligreses soldados, a unir su sacrificio de pobres pecadores al único sacrificio del Hijo de Dios que quita los pecados del mundo.
La fidelidad del capellán se apoyaba, tranquilamente, en la fidelidad de la autoridad jerárquica que guardaba y defendía la doctrina cristiana y el culto tradicional; que no dudaba en expulsar de la comunión católica a los herejes y traidores.
En el frente de batalla, en breve, en algunos instantes tal vez, los cuerpos serían aplastados, destrozados, en un horror sin nombre; esto podría ser una inexorable asfixia, la asfixia lenta en una nube de gas; pero, a pesar del tormento del cuerpo, el alma permanecería intacta, su serenidad sería inalterada; los demonios más oscuros, el de las supremas mentiras, no harían resonar su sonrisa burlona; el alma no sería entregada al ataque traicionero, tolerado vagamente, de los pseudo-profetas de la pseudo-iglesia; a pesar de la agonía del cuerpo, el alma volaría del tranquilo retiro de una fe protegida al retiro luminoso de la visión beatífica en el Paraíso.
La gran guerra fue un momento de angustia. Henos aquí ahora que entramos en un tiempo de Apocalipsis. No cabe duda de que aún no estamos en la tormenta de fuego que aterroriza los cuerpos, pero ya estamos en la agonía de las almas, porque la autoridad espiritual parece ya no ocuparse de defenderlas, parece desinteresarse tanto de la verdad de la doctrina como de la integridad del culto, por el hecho de que renuncia ostensiblemente a condenar a los culpables.
Es la agonía de las almas en la Iglesia Santa, minada desde el interior por los traidores y los herejes todavía no condenados.
Durante el curso de la historia hubo otros tiempos de Apocalipsis. Recordemos, por ejemplo, el proceso de Juana de Arco privada de los sacramentos por hombres de Iglesia, relegada al fondo de un negro calabozo bajo la custodia de horribles carceleros.
Pero los tiempos de Apocalipsis están siempre marcados por las victorias de la gracia. Porque, incluso cuando las bestias del Apocalipsis entren en la ciudad santa y la expongan a los últimos peligros, la Iglesia no deja de ser la Iglesia: ciudad bien amada, inexpugnable al diablo y a sus secuaces, pura y sin mancha, de la cual Nuestra Señora es la Reina.
Ella es la Reina Inmaculada, que hará acortar por Cristo su Hijo los años siniestros del Anticristo.
Incluso, y sobre todo, durante este período, Ella nos obtendrá perseverar y santificarnos.
Ella nos conservará la parte que nos es absolutamente necesaria de una autoridad espiritual legítima.
Su presencia en el Calvario, de pie junto a la Cruz, es el presagio infalible. Ella estaba de pie junto a la Cruz de su Hijo, el Hijo de Dios en persona, para unirse más perfectamente a su sacrificio redentor, para merecer en Él toda gracia para los hijos de adopción.
Toda gracia, la gracia para hacer frente a las tentaciones y a las tribulaciones que jalonan las existencias más unidas, pero también la gracia de perseverar, de levantarse, de santificarse en las peores pruebas; las pruebas del agotamiento del cuerpo y las pruebas, mucho más oscuras, de la agonía del alma; los tiempos también en que la ciudad carnal cae presa de los invasores y, especialmente, los tiempos en que la Iglesia de Jesucristo debe resistir a la autodestrucción.
Estando de pie junto a Cruz de su Hijo, la Virgen Madre, cuya alma fue atravesada por una espada de dolor, la divina Virgen, que fue aplastada y abrumada como ninguna criatura lo será jamás, nos hace comprender, sin lugar a la vacilación, que Ella será capaz de sostener a los redimidos en las pruebas más inauditas, por una intercesión maternal pura y omnipotente.
Ella nos persuade, esta Virgen dulcísima, Reina de los mártires, que la victoria está escondida en la propia Cruz y que será manifestada; la radiante mañana de la resurrección se levantará pronto para el día sin ocaso de la Iglesia Triunfante.
En la Iglesia de Jesús, presa del modernismo incluso entre los jefes, en todos los niveles de la jerarquía, el sufrimiento de las almas, la quemadura del escándalo alcanza una intensidad abrumadora; este drama no tiene precedentes; pero la gracia del Hijo de Dios Redentor es más profunda que este drama.
Y la intercesión del Corazón Inmaculado de María, que obtiene toda gracia, no se interrumpe nunca. En las almas más abatidas, las más cercanas a sucumbir, la Virgen María interviene día y noche para resolver misteriosamente este drama, rompe misteriosamente las cadenas que los demonios imaginaban irrompibles. Solve vincla reis.
Todos nosotros, a los que el Señor Jesucristo, mediante una marca singular de honor, llama a la lealtad en estos nuevos peligros, en esta forma de lucha de la cual no tenemos experiencia —la lucha contra los precursores del Anticristo que irrumpieron en la iglesia— volvamos a nuestro corazón, a nuestra fe; recordemos que creemos en la divinidad de Jesús, en la maternidad divina y la maternidad espiritual de María Inmaculada.
Entreveamos, al menos, la plenitud de gracia y de sabiduría que se esconde en el Corazón del Hijo de Dios hecho hombre y que deriva con eficacia a todos los que creen; vislumbremos también la plenitud de ternura y de intercesión que es el privilegio único del Corazón Inmaculado de la Virgen María.
Recurramos a Nuestra Señora como sus hijos, y entonces tendremos la inefable experiencia que los tiempos del Anticristo son los tiempos de la victoria: la victoria de la redención plenaria de Jesucristo y de la intercesión soberana de María.
(Imagen: El Beato Carlos, Emperador del Sacro Imperio Austro-Húngaro, y su esposa la Emperatriz, Zita de Borbón-Parma, se inclinan en el Santo Sacrificio del Altar ofrecido en la campaña de 1921 para recuperar Hungría)
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