Algo he de decir de todo ello... Sólo “algo”, desde luego muy poco. Desde hace mucho tiempo yo camino en padecimientos de todo género. Algunos he tratado de eludirlos, otros no. El sufrimiento ha sido, para mí, una escuela constante que me ha llevado al “lugar” donde ahora estoy... Es claro que no se trata de “un” lugar ni de nada. Es esta una cima o un valle, un paraje que se levanta y adquiere dimensiones indescriptibles. Son perspectivas secretas, es el Misterio, es todo eso que no se dice, pero que habita, sin duda, en el corazón.
Yo he oído, una y otra vez, esta Palabra: Mi Padre y Yo vendremos a él y haremos en él morada. Sé que esta promesa, revelación incesante de una realidad cada vez mayor, se cumple –sin duda- por Gracia de Dios. Esta “morada” es templo y es desierto, y es imposible hablar de ella. Lo único que podemos hacer es señalarla. En esto descubrimos la vocación de María, engendrando al Verbo por la Fe en el corazón...
Podemos pues señalar, podemos recordarnos –siempre y cada vez- esta condición que nos transforma y nos hace nuevos. Pero no hemos de abusar de las imágenes. Ahora todo es patrimonio de un silencio que supera cualquier otra instancia...
No existe soledad sobre la tierra comparable a este desierto interior que es el corazón abierto para Dios. “Desierto”, es, en todo caso, un modo de señalar la ocasión, la apertura del alma, su disposición. El Señor llama y halla la casa vacía de cuanto pudiera impedir su ingreso y su entrañamiento y morada.
Dios está aquí. Es la verdad... Pero lo importante, ahora mismo, es que todo calla. Su Presencia ha arrebatado cualquier posibilidad. Y, atendamos muy bien: cualquier misión o trabajo futuro queda muy por debajo de esta su irrupción que estalla sin imitación. Las comparaciones y las consecuencias no existen. Sólo Él y nada más.
Quizá sea éste un punto de atención y de meditación: casi todas las cosas y sucesos que se agolpan en las puertas y las baten con sonido ensordecedor, no existen en realidad. Es fundamental aprender a deslindar, a separar, a cortar... La educación en el silencio y en la disposición para con Dios comporta esta sordera y ceguera del corazón, que ha de volverse indiferente a tentaciones, pruebas, solicitaciones y heridas provocadas por cualquier entorno, cercano o lejano.
Ahora bien: el mejor modo de lograrlo es aceptar la existencia (por decirlo así negativa) de semejantes arañazos. Es parte de la pedagogía divina ponerlos en juego, pero no para molestar o mortificar, sino para discernir y olvidar. Sobre escalones es preciso subir, pero sin observar los pies. Lo importante es mirar hacia arriba, hacia nuestro destino. Se trata de despreciar, a saber: quitar precio y valor y, en los casos señalados, compadecer de verdad.
Es un arte nuevo, una nueva ascesis, que tiene por objeto liberarnos de un tipo de acedia característico de esta hora de pruebas y tentaciones. Dios permite este asalto, pero nos da las armas para defendernos con eficacia. Es el modo divino. En efecto, no quita la dificultad sino que nos da lo necesario para superarla. Y esto viene de la naturaleza y de la gracia.
No es posible ya ignorar las características de esta hora en la que se enmarca nuestra vida espiritual. Precisamente porque el rigor y la severidad de sus instantes han de decirnos y señalarnos el valor del caminar.
Los medios ascéticos, que en lo fundamental no varían nunca, hallan –sin embargo- un particular aporte, una dimensión que en otros momentos de la historia no se manifestaban de esta manera. Los trabajos y la perseverancia en la Fe tienen hoy, indudablemente, características originales, pruebas especiales, que no podemos ignorar.
Y decimos esto, en primer lugar, de la vida contemplativa, que es la cima de la vocación humana. Las tentaciones de ayer palidecen ante ciertos “asaltos” de hoy. Las ya viejas “ideologías” o los rumores de moda son un permanente desafío para el cristiano que busca la santidad. El entorno amenazador y brutalmente laico y activista, en caída cada más acentuada en lo secular, conspira como jamás lo hiciera antes. Sin duda porque en este tiempo el signo evidente es una crisis sin precedentes en la Fe. Y esto no se manifiesta lejos, no se descubre distante, como asunto de más allá de las fronteras. Esto ocurre en casa y, más que en casa, en los corazones desalentados, desorientados y embotados por el palabrerío y las pompas del mundo.(1)
Estas confusiones, los descarrilamientos y las desorientaciones forman parte ya de un acervo de corte ascético que no podemos dejar librado a la variabilidad o al antojo de situaciones o de corrientes de opinión... Entonces, una vez asumida la existencia de todo ello, pasaremos a valorar estas pruebas y la fidelidad que, consiguientemente, se requiere de quienes han de enfrentarlas.
Llamo ascético a este camino porque comporta una lucha que ha de ser bien consciente. Una primera impresión nos lleva a deducir que cualquier persona no halla, al alcance de la mano, una guía segura y cierta. Si se enfrasca en la lectura y recurre a los textos que abundan por todas partes, topará con opiniones y pareceres de todo color. Si acude al consejo de otros, quedará con mayor confusión todavía... Generalmente los responsables no saben bien lo que les compete o carecen de la experiencia necesaria para acoger un pedido de ayuda o brindar lo que de ellos se aguarda.
Todo esto sucede con enorme frecuencia y nadie se toma el trabajo de constatarlo y de preguntarse acerca del problema. Pero semejante situación no puede resolverse ni cambiarse en pocos días. Se requieren años para la gestación de una escuela espiritual con raigambre en la tradición viva... Se necesita mucho tiempo para formar sociedades maduras, familias, instituciones, embebidas en la comunión más alta y dando el primado en todo al Amor de Dios... ¿Qué hacer entonces?
Aquí se debe plantear, sin titubeos, la ausencia y el despojo, un “desierto” nuevo por el que vamos, con escasísimo alimento, jadeantes y rebeldes a cada paso... Esto es plantear la... realidad de la ausencia. Y esta ausencia, así entendida, ha de ser ahora una oportunidad espiritual.
Luego, claro, no se trata solamente de la... ausencia. No se trata sólo de que nos falte esta o aquella ayuda. Nos encontramos en una especial persecución, habiendo perdido toda consideración o preeminencia en la sociedad. Y téngase presente que no ha de subsanarse semejante cosa pactando con el mundo. Tal es propiamente la tentación corriente hoy: convertirse en revolucionario o socialista para hallar un lugar de acción o recuperar posiciones perdidas. ¡Pues no hay que recuperar nada! Se trata, otra vez, de un sombrío engaño. La realidad es muy simple y no se debe corregir o soñar con otras escapatorias.
El hombre de Dios ha de evitar cualquier pendiente que lo aparte y disimule su pertenencia al Cuerpo Místico. Su ciudadanía está en el Cielo y ahora debe ser testigo de su Fe. En este abandono al Absoluto reside su vocación y la fidelidad que debe alentar sus días de peregrinación.
Llamo yo estado de persecución a una suerte de marginación en las sociedades secularizadas. Aún dentro de la misma Iglesia, donde –como dijo una vez Pablo VI- por una fisura ha penetrado el humo del enemigo, se descubre semejante contagio. ¿Hay, entonces, un resto? Desde luego no es posible, ni me tomaría yo la licencia, de definir atropelladamente nada ni de deslindar campos y fronteras. Alguna vez dijo, notablemente, el Padre Bouyer que los elegidos de Dios no se conocen en este mundo, esto es: que los santos no saben que lo son y tampoco saben quienes lo son. No es el momento de señalar o apuntar con el dedo... No es ésta nuestra misión. Se trata más bien de vivir en hondura el Misterio y de abandonarse, sin reparos, a Dios mismo, esencialmente a Él.
Esta hostilidad es lo propio de un ambiente. De éste, en el cual estamos ahora. No lo entenderemos con explicaciones fáciles ni ensayaremos análisis que, por otra parte, están de más. El sentido está en la Cruz, en definitiva en el Amor de Dios. Es el Abandono inconcebible el que nos entrega, con el misterio inabarcable e inefable, la virtud de la Resurrección. El Amor de Dios es el único que vence a la muerte.
* * *
Habida cuenta de todo ello y conscientes de no haberlo dicho todo, volvemos a la cuestión que más nos interesa: el Señor también ingresa en nuestras vidas, digámoslo así, a través de las tentaciones y de las pruebas. Todas ellas integran un plan más alto, ya que Dios no cambia esos pasos, o los nuestros, sino que los transforma.
Ahora bien, es preciso insistir: la afirmación radical del Ser, de la Verdad, del Absoluto, es lo que ha dirigir nuestro andar y nuestra vida toda. En efecto, no nos hemos de quedar atascados en lo que no es. Sólo Dios Es. Y todo halla sentido cuando dice referencia a Él o en la medida en que de Él participa el ser. Las criaturas, lo sabemos, no son por sí mismas. Por tanto, como dicen los espirituales nada son. Toda la belleza que en ellas se manifiesta la tienen de Dios. Y nosotros hemos visto que sólo en Él tenemos la vida, que sólo en Él somos, nos movemos y existimos. Todo lo demás, que aparece a los sentidos, es de ínfima presencia y no ha de tener más valoración que la que se sigue de su capacidad de transformación, ya que todo lo perecedero interesa solamente en cuanto es susceptible de ordenar al único Fin de toda la vida humana. La conciencia de esto que señalamos ha de constituir todo un estilo y modo de vida. En ello consiste la verdadera liberación.
Como decía un Cartujo la vida espiritual no consiste en un progreso, en un añadir una cosa a la otra, en crecer, en volverse mañana mayor que hoy... Por el contrario, se trata de decrecer (si se me permite decirlo así), en realidad: de un despojo liberador...
La inteligencia, decía nuestro monje, ha de volver a su origen virginal, a esa claridad primera de la aurora, donde toda la vida brota y se gesta en el nacimiento de Dios.
Esta es la realidad, y no hay otra. Quiera el Señor bendecirnos y llevarnos así hasta Él y aprendamos nosotros de nuestra Madre Santísima a engendrar al Verbo en nuestro corazón por la Fe.
(1) Téngase presente que la vida contemplativa no es patrimonio de ninguna institución, aunque muchas de ellas, sobre todo las monásticas, invoquen tal título. En Occidente esto ha sido un defecto de innúmeras consecuencias, al pretender fijar en normas de una ley externa los límites de tal o cual espíritu. Toda institución religiosa es de origen monástico, desde el momento que los votos sólo pueden entenderse con semejante abolengo y raíz. Fuera de ese clima pierden su sentido y se convierten en meros requisitos, más o menos convenientes, según las actividades “ministeriales”. La profesión de los votos monásticos es un verdadero fin y no un medio para otra cosa posterior. La unión con Dios no es “medio”, es el fin de la vida.
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