I. PRESENTACIÓN
1. Sabiendo que el tema de la gracia, tanto a nivel de reflexión teológica como a nivel de definiciones dogmáticas sobre la misma con ocasión de las herejías correspondientes, arrastra una historia de quince siglos, es fácil comprender estas dos cosas: primera, que se trata de una doctrina difícil, tan sobrenatural en su cognoscibilidad como en su ser; de ahí los forcejeos arriesgados de antes y de ahora por desvelarla y “vivenciarla” cuanto sea posible. Segunda, que es difícil la originalidad, aunque sea errando, en las nuevas interpretaciones.
Añádase a esto que la doctrina de la gracia nació, se desarrolló y pervive en íntima correlación con la doctrina del pecado. La mayor o menor conciencia de pecado va paralela a una mayor o menor sensibilización para la gracia. Pecado y gracia, Adán y Cristo, hombre viejo y nueva creatura, hombre terreno y hombre celeste, debilidad humana y poder de la gracia: son constantes de la predicación apostólica que emergieron a primer plano en el siglo quinto con la controversia pelagiana y en toda la historia doctrinal posterior.
Los grandes temas de la gracia son el de su necesidad en una situación de pecado y de vocación transcendente de vida en Dios, el de su naturaleza y efectos formales, y el de su fuente y vías de acceso a ella.
2. Dogmáticamente la parte más extensa y compleja es la relativa a la necesidad de la gracia para salir del pecado (original y personal) o para prevenirlo, y para obrar saludablemente en orden a la vida eterna. Con mayor o menor conexión con los datos dogmáticos, la Teología se ocupó en precisar ulteriormente los grados de esta necesidad y, sobre todo, de armonizar la necesaria inserción de la acción vivificante de Dios en el proceso libre de la acción humana. Es el tema eterno De gratia et libero arbitrio (título de una obra de San Agustín, reasumido frecuentemente por teólogos posteriores).
Simultáneamente hubo de surgir el tema de la naturaleza o esencia de la gracia, tanto en su relación con Dios (como algo divino o divinizante), corno en su relación con el hombre (algo que se da en él y le hace renacer sobrenaturalmente a una vida nueva). Es el tema dogmático De natura et gratia (título de otra obra de San Agustín, también reasumido por los teólogos posteriores), con toda la problemática teológica consiguiente del “sobrenatural”.
Actualmente la preocupación de los autores que tocan el tema de la gracia apunta, mas que al de su necesidad para santificarse y vivir según la ley de Dios, al de su naturaleza versus hominem: ver cómo responde a una necesidad o dimensión interna del hombre y cómo puede ser personalmente vivida o experimentada. Es enfoque muy peculiar de la teología antropocéntrica. El gran riesgo es entonces la anulación de la gracia en aras de la autonomía del hombre en su ser y en sus vivencias propias para no dejarse alienar por algo indebido, a extramuros de la conciencia, en un mítico orden sobrenatural, o, más sencillamente, para despertar su interés en el hombre realista de nuestro tiempo. Se llega así al más craso naturalismo. Baste esta muestra de un autor vanguardista (¿en teología o en apostasía?) de nuestros días: “Hoy no tratamos de averiguar un orbe sobrehumano situado por encima del terrestre; para nosotros carecería de sentido tal indagación, patentemente desvinculada de las posibilidades efectivas o facultades humanas de un conocimiento real y verídico. No podemos o no sabemos, con sinceridad y realismo, preguntarnos más que por el mundo terrestre en que vivimos” (A. F., p. 272).
Pablo VI, tan atento a las inquietudes de nuestro mundo, al hablar de la gracia en una de sus alocuciones, se mostró más teocéntrico y sobrenaturalista: “Es un don de Dios; es una intervención de su Amor, del Espíritu en el libre movimiento de nuestro ánimo; más aún: misteriosamente lo previene y lo suscita, sin descargarlo de su responsabilidad (Cf. Denz. Sch. 1541). Es una cualidad del alma la gracia creada, infundida por Dios-Amor, el Espíritu Santo, gracia increada; es la causa formal, inmanente de nuestra justificación (Cf. Suma Teol., I-II, 113, 8); es nuestra elevación a la dignidad y a la existencia, aunque hombres de este mundo, de hijos adoptivos de Dios, de hermanos de Cristo, de tabernáculos del Espíritu Santo; es Dios que vive en nosotros; es el contacto vivo con la vida Divina, es, por tanto, nuestra unión con la salvación en ésta y en la otra vida. El estar o no estar en gracia de Dios es cuestión de vida o muerte” (Aloc. 28-2-1973).
3. En esta breve ponencia vamos a presentar el ser de la gracia santificante como “cualidad del alma... que nos eleva a la dignidad y Coexistencia de hijos adoptivos de Dios”, como nos la presenta Pablo VI. Distinguiremos, pues, dos aspectos integradores: primero, su dimensión más genérica, que podríamos llamar ontológica, es decir, su modo de ser en comparación con las categorías que maneja el entendimiento humano. Porque si bien la gracia es una de aquellas realidades que señala el Concilio Vaticano I como objeto propio de fe, “quae humanae mentis intelligentiam omnino superant (Ses. 3, cap. 2, Denz. Sch. 3005), también es verdad que Dios revela sus misterios usando un lenguaje accesible a los hombres. La otra dimensión de la gracia, más específica, es la que podríamos llamar antropológica o más bien teándrica: como don divino hecho al hombre para sobrenaturalizarlo: ver qué hace la gracia en el hombre, en qué consiste ser grato a Dios. Todo ello enfocado teológicamente desde la Revelación, el Magisterio de la Iglesia, y las aportaciones positivas de la teología más responsable. ¡Ojalá resulte para todos patente aquello que lo era para Santo Tomás: que “la gracia de uno solo es mayor bien que la naturaleza de todo el universo”! (I-II, 113, 9 ad 2; IV Sent. 5, 1, 3, l).
Como encuadramiento del tema y señalización de puntos orientadores, positivos o negativos, haremos previamente una esquemática reseña histórico-doctrinal de la doctrina de la gracia.
II. RESEÑA HISTÓRICO-DOCTRINAL DE LA DOCTRINA DE LA GRACIA
1. En tiempo de Pelagio y San Agustín
En los cuatro primeros siglos la doctrina de la gracia se profesa en los términos evangélicos y paulinos, sin mayor problematización. En el siglo quinto, al parecer por reacción al pesimismo maniqueo sobre la naturaleza humana, primero Pelagio y luego el obispo Julián de Eclana patrocinaron el primer gran movimiento heterodoxo en materia de gracia: ni existe ni es necesaria la gracia interior para obrar todo el bien y conseguir la vida eterna, como tampoco existe el pecado original. Profesan un perfecto optimismo sobre la naturaleza humana y la omnipotencia moral del libre albedrío para vivir correctamente. La moción interior de la gracia les parecía incompatible con el ejercicio de la libertad. Además, la existencia de los preceptos morales supone poder cumplirlos libremente. Por otra parte, la donación de la gracia supondría acepción de personas por parte de Dios. Por eso al principio no admitían otra significación válida de la “gracia” que no fuese la misma naturaleza libre del hombre concedida gratuitamente por Dios a todos. Tras la impugnación de San Agustín, admitieron que la Ley, el Evangelio, los ejemplos de los santos y los milagros son gracia externa de Dios que facilita interiormente nuestro obrar en cuanto que ilumina el entendimiento sobre lo que hemos de hacer, pero sin que mueva en absoluto a la voluntad.
La Iglesia Católica, alertada por el Doctor de la Gracia, San Agustín, ofreció una rápida y fortísima oposición a la herejía pelagiana, principalmente en el Concilio de Milevi de 417 y en el Concilio de Cartago de 418, confirmados por los papas S. Inocencio I y S. Zósimo. El Indiculus de S. Celestino recoge ampliamente estas condenaciones. Se definió la existencia del pecado original y la necesidad de la gracia no sólo para conocer mejor y así poder hacer más fácilmente lo que se debe, sino también para librarse del pecado, para no recaer en él y para poder pensar, querer y obrar libremente el bien en orden a la vida eterna (Cf. Denz. Schon. 219, 223, 225, 226, 227, 238-249). En este momento el Magisterio se pronunció sobre la necesidad y existencia de la gracia interior en forma de iluminación y de moción para querer y obrar meritoriamente, “quo utique auxilio et munere Dei non aufertur liberum arbitrium, sed liberatur, ut de tenebroso lucidum, de pravo rectum, de languido sanum, de imprudente sit providum. Tanta enim est erga omnes homines bonitas Dei, ut nostra velit esse merita, quae sunt ipsius dona, et pro his, quae largitus est, aeterna praemia sit donaturus” (Denz. Schon. 248). (1)
2. El Semipelagianismo y el Concilio II de Orange
La doctrina antipelagiana de San Agustín y las definiciones conciliares de principios del siglo quinto sobre la existencia y necesidad de la gracia interior en todo el proceso de salvación, desde el primer pensamiento y deseo de ella hasta la perseverancia final, resultaron difíciles para algunos monjes de África y sur de Francia ya en tiempo de San Agustín: les parecía que la posición de éste no sólo comprometía el libre albedrío del hombre, sino también la justicia de Dios; además, restaba estímulo ascético a la vida y fomentaba la pereza espiritual al suponer que todo pendía de la gracia de Dios. Algunos optaron por una vía media entre San Agustín y Pelagio, que desde el siglo XVI se conoce con el nombre de semipelagianismo (vía que, por lo demás, ya había andado y desandado San Agustín antes de ser obispo, según consta por sus Retractationes, lib. I, cap. 23: De praedestinatione Sanctorum, cap. 2, n. 6; cap. 3, n. 7). Los semipelagianos admitían con San Agustín la existencia del pecado original y la existencia y necesidad absoluta de la gracia interior para salvarse; pero no estaban de acuerdo con San Agustín sobre la total gratuidad en los casos normales: normalmente la gracia no previene el primer movimiento del libre albedrío en el orden de salvación, esto es, el initium fidei (= reconocimiento del pecado y de la necesidad de la gracia, deseo, súplica, conato), sino que es más bien prevenida por él, de modo que el comienzo (pensar y querer) está en manos del hombre; sólo el obrar es efecto de la gracia interior de Dios, concedida a quienes la quieren y buscan; de cuyo buen uso dependerá la perseverancia final sin necesidad de nueva gracia. En última instancia, por qué a unos llega la predicación evangélica o unos niños reciben el bautismo regenerador, mientras otros ni oyen el evangelio ni son bautizados, no depende de la elección discriminatoria por parte de Dios (predestinación), sino de la previsión que Dios tiene del uso que harán o harían los hombres de la oferta del evangelio o del bautismo. Así, en definitiva, todo depende del libre albedrío.
La respuesta de la Iglesia Católica fue otra vez rápida y decisiva. El mismo San Agustín, ya anciano, conocedor de la nueva acometida semipelagiana en África, y ampliamente informado por San Próspero de Aquitania de lo que se enseñaba en los monasterios de Marsella y Lerins, escribió sus dos obras De praedestinatione sanctorum y De dono perseverantiae respondiendo a las nuevas instancias heréticas. Más adelante San Cesáreo de Arlés convocó el II Concilio de Orange (529), que confirmará el Papa Bonifacio II en 532, para zanjar definitivamente el asunto. Baste recordar los cánones 6 y 12:
“Si quis sine gratia Dei credentibus, volentibus, desiderantibus, conantibus, laborantibus, orantibus, vigilantibus, studentibus, petentibus, quaerentibus, pulsantibus nobis misericordiam dicit conferri divinitus, non autem, ut credamus, velimus, vel haec omnia, sicut oportet, agere valeamus, per infusionem et inspirationem Sancti Spiritus in nobis fieri confitetur, et aut humilitati, aut oboedientiae humanae subiungit gratiae adiutorium, nec, ut oboedientes et humiles simus, ipsius gratiae donum esse consentit, resistit Apostolo dicenti: quid habes quod non accepisti? (I Cor. 4, 7); et: Gratia Dei sum id quod sum (I Cor. 15, 10)” (Denz. Schon. 376). “Tales nos amat Deus, quales futuri sumus ipsius dono, non quales sumus nostro merito” (Denz. Schon. 382) (2).
3. Doctrina de la gracia en la Edad Media.
A pesar de que las Actas del II Concilio de Orange fueron poco conocidas, los grandes teólogos del siglo XIII lograron perfilar, a base principalmente de las fuentes bíblicas y de San Agustín, un cuerpo doctrinal dogmático-teológico sobre la gracia, que será patrimonio secular de la Iglesia Católica. Las sombras principales que se conocen son las siguientes:
En el siglo IX Gottschalk y Escoto Eriúgena erraron sobre la gracia de predestinación, haciéndoles frente Hincmaro de Reims y Remigio de Lyon en los Concilios de Quiersy y III de Valence (Denz. Schon. 621-635).
En el siglo XII Pedro Abelardo cayó en un cierto semipelagianismo diciendo que Dios ofrecía la gracia por igual a todos los hombres; la diferencia en las obras procedería únicamente del diverso uso del libre albedrío; de ahí que concediese que el hombre puede por sí solo algo en orden a la vida eterna. La fuerte oposición de San Bernardo provocó su desaprobación en el Concilio de Sens y del Papa Inocencio II (Denz. Schon. 725; ML. 182, 1049-1054).
Desde un punto de vista distinto del de Pelagio, negaba la gracia santificante el Maestro de las Sentencias, Pedro Lombardo (I Sent., dist. 17), al identificar la gracia y la caridad con el Espíritu Santo.
Posteriormente, en el siglo XIV, Juan de Mirecuria enseñaba que con la misma gracia que recibe el pecador podía el justo cumplir toda la ley; y que Dios predestinaba en razón de las futuras buenas obras que no son de Dios. Tal doctrina fue rechazada por la Universidad de París (Denifle, Chartularium, II, 612-613).
4. Protestantismo y Concilio de Trento.
Es bien sabido cómo desde un punto de partida contrario al de Pelagio (optimismo y omnipotencia moral del hombre) Lutero llegó al mismo resultado de la negación de la gracia santificante interior. El hombre, cuya naturaleza está esencialmente corrompida por el pecado original, es incapaz de hacer algo bueno; peca necesariamente en cualquier acto; es internamente incorregible; la salvación será pura gracia de Dios, que no es otra cosa que la no imputación extrínseca de los pecados. Esta fue la ocasión para que el Concilio de Trento diese más expresión a los dogmas de la gracia: la gracia es algo real, producido por el Espíritu Santo, inherente al alma, que la purifica, eleva y capacita para obrar saludable y meritoriamente en orden a la vida eterna, en cuya preparación y dinamismo posterior intervienen la acción de Dios proveniente y concomitante y el libre albedrío del hombre (Ses. 6, Denz. Schon. 1520-1583).
5. Semiprotestantismo bayano y San Pío V.
Queriendo superar la acusación de pelagianismo que los protestantes lanzaban contra los católicos, Miguel Bayo pensó que la Iglesia Católica, debido al influjo de los teólogos escolásticos aristotélicos había cedido a un cierto naturalismo pelagiano apartándose de la doctrina auténtica de San Agustín, que era necesario recuperar. Bayo rechazó la doctrina de la distinción entre el poder natural de la voluntad y el poder de la gracia, entre el bien natural y el bien sobrenatural, entre el amor natural y el amor sobrenatural, entre obras naturalmente buenas y obras meritorias de vida eterna. Según él, es pelagiano pensar que el hombre puede hacer algo por sus propias fuerzas que no sea pecar; las virtudes de los paganos son auténticos vicios. Las obras o son totalmente buenas y dignas de vida eterna, o son totalmente, malas y dignas de condenación. No hay pecados leves. Le parecía igualmente pelagiano pensar que para obrar meritoriamente es necesaria la elevación deificante de la gracia. En todo esto le parecía que los protestantes tenían razón (exponía estas ideas entre 1560-1569).
Frente al protestantismo pensaba que el. pecado original no había extinguido del todo el libre albedrío; sigue libre de coacción, aunque no libre de necesidad, que es necesidad de pecar sin la gracia. Admitía también una cierta justicia interior (no solo la no imputación extrínseca), que no es algo entitativo, como piensan los escolásticos, sino algo dinámico, que es la obediencia a los mandamientos. Justicia, que es compatible con el pecado mortal. Todo ello está cuidadosamente recogido en la Bula Ex omnibus afflictionibus de San Pío V (Denz. Schon. 1901-1980).
En el siglo XVII cayeron en el mismo pesimismo sobre la naturaleza humana los jansenistas, reprobados por Alejandro VIII en 1690 (Denz. Schon. 2301-2314); y Pascasio Quesnel, cuyas ideas fueron ampliamente discutidas en el último cuarto del siglo, siendo finalmente condensadas y condenadas en la Bula Unigenitus Dei Filius de Clemente XI en 1713 (Denz. Schon. 2401-2443); y al final del siglo XVIII los pistoyenses, reprobados por Pío VI en 1794 (Denz. Schon. 2616-2626), en quienes concurrían, por una parte, el pesimismo luterano sobre la impotencia moral para el bien, y por otra, el naturalismo semipelagiano sobre la aspiración a la gracia, que resulta debida a la naturaleza humana para obrar cualquier bien. En realidad el naturalismo pelagiano y el desnaturalismo luterano-bayano-jansenista terminan coincidiendo en la negación de la gracia sobrenatural interior reduciéndola a naturaleza: Pelagio en principio, los demás en cuanto consideran al hombre naturalmente deficiente sin ella y, por tanto, naturalmente exigible o debida.
6. Racionalismo-Tradicionalisnio y Concilio Vaticano I.
En el siglo XIX el mundo occidental no católico se vuelve profunda y ampliamente naturalista. No hay lugar para el sobrenatural ni en el materialismo, ni en el positivismo agnóstico, ni en el racionalismo. Si bien el pesimismo luterano resuena parcialmente en el sector fideísta de Bautain y Bonetty (Denz. Schon. 2751, 2811-2814), lo que cunde principalmente es un optimismo naturalista ultrapelagiano. Merece leerse esta apreciación de Feuerbach en 1841: “Aunque la libertad y personalidad infinitas del mundo moderno se hayan apoderado de la religión y de la teología cristiana hasta el punto de que han suprimido y superado la distinción entre el espíritu santo productor de la revelación divina y el espíritu humano, su consumidor, que han naturalizado y antropomorfizado el contenido otrora sobrenatural y sobrehumano del cristianismo, sin embargo, a consecuencia de su indecisión, de su estupidez y de su superficialidad, nuestra época y nuestra teología continúan obsesionadas por la esencia sobrehumana y sobrenatural del cristianismo antiguo, por lo menos como un espectro” (L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, prólogo a la primera edición).
Pío IX y el Concilio Vaticano I debieron hacer frente no sólo al ateísmo y racionalismo naturalista que vivía a extramuros de la Iglesia, sino también a sus repercusiones o incitaciones dentro de la misma (el semiracionalismo, que era un semipelagianismo en el orden del conocimiento). El Vaticano I definió expresamente la existencia del fin sobrenatural, del doble orden de verdades (naturales y sobrenaturales), y la sobrenaturalidad de la fe, tanto de la formada como de la informe (Denz. Schon. 2775-2779, 2828-2831, 2850-2861, 2901-2914, 3005, 3008, 3010, 3015, 3016, 3028, 3035, 3041-3043).
7. Inmanentismo vitalista de tiempos de San Pío X y Pío XII.
En tiempos del Modernismo (1907) y de la “Nueva Teología” (1950) la negación del sobrenatural dentro de la Iglesia era una consecuencia más o menos indirecta o en forma equivalente. Los modernistas no entendían la gracia de la revelación, fe y religiosidad consiguiente corno un don infundido por Dios, ex alto, sino más bien como una vivencia religiosa, nacida del interior del hombre, “e latebris subconsciente”, como indigencia natural de lo divino (Denz. Schon. 3477-3482, 3485- 3486, 3541, 3542).
La “Nouvelle Théologie” coincide en gran manera con esta posición modernista, no en el sentido originariamente inmanentista de lo religioso, sino en el sentido historicista de que la gracia de Dios se da de hecho a todos los hombres, porque de hecho todos vienen a la vida ordenados por Dios a la visión beatífica, sin que quepa señalar otro fin distinto. El “deseo natural de ver a Dios” sería la manifestación de este hecho.
Esta posición puede verse representada por la obra Surnaturel de H. de Lubac (1946). Posteriormente a la Humani generis la reasume fundamentalmente K. Ráhner dándole una leve variación existencialista con su “existencial sobrenatural” (Escritos de Teología, I, p. 330 y passim) con el que salva la fórmula antibayana de la gracia no debida a la naturaleza, pero que en realidad radicaliza más la posición de H. de Lubac, dada la intrinsecidad o esencialidad del existencial sobrenatural a todo hombre concreto. Pío XII advierte expresamente que “alii veram gratuitatem ordinis supernaturalis corrumpunt, cum autument Deum entia intellectu praedita condere non posse, quin eadem ad beatificam visionem ordinet et vocet” (3) (Denz. Schon. 3891). No se niega expresamente el orden de la gracia, pero se lo hace coincidir tanto con la condición existencial del hombre concreto que es difícil ver su distinción, tanto más cuanto que K. Rahner, por ejemplo, no ve valor en la gracia concebida como algo extrínseco y accidentario al ser del hombre y a extramuros de su conciencia.
8. Secularismo agnóstico de nuestros días y Pablo VI.
El actual secularismo, ampliamente difundido tanto en medios protestantes como en medios católicos, parece ser una confluencia, consciente o inconscientemente buscada o vivida, de un naturalismo ultrapelagiano (nada es humanamente bueno y debido que no responda a las apetencias y fuerzas naturales del hombre) y de un bayanismo vuelto al revés, (en vez de decir que la gracia es debida a la naturaleza para su perfección natural, se dice que la gracia consiste en la perfección natural o culminación del desarrollo de la persona). Quien admita la creación y la comunicación libre de Dios a los hombres puede llamar gracia (creada) a la misma existencia humana y a todos los bienes de este mundo (así hablaba Pelagio y así habla el Catecismo Holandés (Herder 1969, p. 278), o a la realización más profunda de la persona; quien no admita la creación o prescinda de ella puede llamar gracia a la comunicación altruista o comunicación con el otro.
En cualquier caso rechazan hoy muchos autores la distinción real de planos u órdenes, no sólo entre los secularistas protestantes (Bonhoeffer, Gogarten, Cox), sino también entre los católicos (J. B. Metz, G. Gutiérrez, etc.). De un antropocentrismo teológico se está pasando a un panantropismo ideológico o más bien pragmático, con rechazo expreso de la ortodoxia en aras de la ortopraxia. El mismo nombre de Dios debe desaparecer, para verificar así un cristianismo anónimo dentro de un humanismo absoluto en el que puedan entrar todas las ideologías. Las predicciones de Feuerbach y de Nietzsche se cumplen en buena parte. Pablo VI, tanto en la formulación del Credo del pueblo de Dios como en otras ocasiones, ha insistido en el dogma de la gracia, tan mal parado cuando no negado expresamente en los autores más leídos de nuestros días. La última ocasión fue en el encuentro con el III Congreso Internacional de la Renovación Carismática Católica (19-5-1975), en que ponderó la gratia gratum faciens en su valor perfectivo como don del Espíritu y como implicación de la presencia de la Trinidad en el alma.
III. REALIDAD ONTOLOGICA DE LA GRACIA SANTIFICANTE
1. La gracia, un don de Dios.
Lo primero que debe decirse del ser de la gracia, que es don de Dios y nos hace a El gratos, es que es un ser creado, distinto del ser de Dios o de las personas divinas.
La identificación de la gracia con el ser de Dios fue históricamente pensada en razón de presupuestos contrarios o al menos dispares. Por una parte, tanto Pelagio como Lutero, como los ontologistas, como los actuales secularistas han negado o niegan consistencia óntica a la gracia interior. A su vez varios teólogos del siglo XII sublimaron tanto el ser de la gracia que la identificaron con la persona del Espíritu Santo. La historia de la espiritualidad registra también exageraciones pseudomísticas en que se imagina que el justo llega a tanto en su unión con Dios que se transforma en El (Cf. Denz. 2205). Algunos teólogos actuales, como K. Rahner, no ven otro modo de explicar la realidad de la gracia si no es como comunicación formal de Dios (I, 361-365).
a) Enseñanza del Magisterio de la Iglesia. El Concilio de Trento, en su decreto sobre la justificación, enseña expresamente, que ésta “no es la sola remisión de los pecados, sino santificación y renovación interior del hombre por la recepción voluntaria de la gracia y de los dones por los que el hombre de injusto se vuelve justo, de enemigo amigo, de modo que se hace heredero en esperanza de la vida eterna” (Ses. 6, cap. 7, Denz. Schon. 1528). Es más, afirma expresamente que la única causa formal de la justificación es “la justicia de Dios, no por la que El es justo, sino por la que nos hace justos a nosotros, es decir, por la que, donados por El, somos renovados en el Espíritu de nuestra mente y no solamente somos reputados justos, sino que verdaderamente así nos llamamos y los somos, recibiendo cada uno su justicia en nosotros mismos, según la medida que el Espíritu Santo concede a cada uno, y según la propia disposición y cooperación de cada cual” (Ibídem). Esta justicia por la que son justificados los hombres es infundida en su corazón y en ellos permanece (inhaeret) (Ibídem, Denz. Schon. 1530). Y en el canon correspondiente concluye: “Si alguno dijese que los hombres son justificados o por la sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida la gracia y la caridad, que son infundidas por el Espíritu Santo en sus corazones y en ellos permanece; o que la gracia, por la que somos justificados, es solamente el favor de Dios, sea anatema” (Ses. 6, can. 11, Denz. Schon. 1561).
Pío XII, en la encíclica Mystici corporis volvió a prevenir de interpretaciones panteísticas del estilo de Molinos (Denz. Schon. 2205), y termina advirtiendo que “hisce in rebus omnia esse habenda Sanctissirnae Trinitati communia, quatenus eadem Deum ut supremam efficientem causam respiciant” (4) (Denz. Schon. 3814). Resulta, pues, claro, según la fe católica, que la gracia no es Dios mismo, sino algo real, distinto de Dios, causado por El e inherente a nosotros, por lo que real y verdaderamente somos justificados.
b) Datos de la divina Revelación. La Sagrada Escritura llama al don que nos justifica “vida”, “agua viva purificadora”, “simiente”, “sello impreso en nosotros”, “nueva creatura”, “imagen impresa de Cristo”. Todo lo cual indica claramente, aunque en un lenguaje metafórico, que se trata de algo real producido por Dios en el hombre que lo recibe. Los textos suenan así:
“Yo he venido para que tenga vida, y la tengan abundante” (Jn. 10, 10). “La gracia de Dios es la vida eterna” (Rom. 6, 23).
“Y os aspergeré con aguas puras y os purificaré de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo” (Ezequiel, 36, 25-26). “El que beba del agua que yo lo diera no tendrá jamás sed, que el agua que yo le de se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” (Jn. 4, 14).
“Quien ha nacido de Dios no peca, porque la semilla de Dios está en él, y no puede pecar porque ha nacido de Dios” (I Jn. 3, 8; Jn. 1, 12). “Nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (II Cor. 1, 22).
“Cuando apareció la bondad y el amor hacia los hombres de Dios, nuestro Salvador, no por las obras justas que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, nos salvó mediante el lavado de la regeneración y renovación del Espíritu Santo, que abundantemente derramó sobre nosotros por Jesucristo nuestro Salvador, a fin de que, justificados por su gracia, seamos herederos, según nuestra esperanza, de la vida eterna” (Tit. 3, 4-7). “Haced cuenta que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom. 6, 11); “para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom. 6, 4).
“Que hechura suya somos, creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras” (Ef. 2, 10); “de suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo” (II Cor. 5, 17); “que ni la circuncisión es nada ni el prepucio, sino la nueva creatura” (Gal. 5, 15. Cf 5, 6).
“Porque a los que antes conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8, 29). “Y como llevamos la imagen del (hombre) terreno, llevaremos también la imagen del celestial” (I Cor. 15, 49). “Y nos hizo merced de preciosas y ricas promesas para hacernos así partícipes de la divina naturaleza” (II Petr. 1, 4).
c) Explicación teológica. Puesto que la gracia de hecho se confiere al hombre para liberarlo del estado interior de pecado y capacitarlo para poder obrar ab intrínseco dignamente de cara a la vida eterna a que Dios le destinó, es natural que la gracia sea un don real interior que capacite al hombre interiormente para las obras adecuadas a su fin. Si la gracia fuese el mismo Dios, sus efectos no serían propios del hombre, sino de solo Dios; no se salvaría la condición humana del comportamiento del justo, a no ser que se incurra en una concepción panteística de la justificación (de la que prevenía Pío XII en la Mystici corporis, Denz. Schon. 3814).
Si se la concibe de modo extrinsecista, como benevolencia o sólo amor que Dios tiene al hombre, resultaría ser un amor inoperante, estéril, de inferior condición a la benevolencia humana, que es eficaz, bienhechora en la medida de su poder. De ahí que si Dios ama de verdad y sobrenaturalmente, como sucede de hecho según la revelación, ello lleva consigo una dotación real de ese mismo orden, que es la gracia.
Pero más allá de este argumento de analogía con la eficacia del amor .humano, hay una razón más definitiva de la realidad creada de la gracia, efecto de la benevolencia sobrenatural de Dios: Y es que cuando Dios ama algo distinto de El, es porque le confiere la bondad amable. Esta es la distinción fundamental entre el conocimiento y amor divinos, por una parte, y el conocimiento y amor humanos, por otra: que el conocimiento y amor humanos están motivados por la verdad y bondad preexistentes de las cosas o personas conocidas y amadas, mientras el conocimiento y amor divinos producen lo que conocen y aman al conocer y amar. Así es como argumenta S. Tomás en I-II, 110, 1: “Debemos tener en cuenta la distinción entre la gracia de Dios y la gracia del hombre, porque como el bien de la criatura proviene de la voluntad divina, por eso del amor de Dios -que quiere un bien para la criatura- nace un bien en la criatura. Mas la voluntad del hombre se mueve por el bien que existe en las cosas, y de ahí que el amor del hombre no causa totalmente la bondad de las cosas, sino que la presupone parcial o totalmente. Es evidente, pues, que a cualquier acto de amor de Dios sigue un bien causado en la criatura, pero no coeterno al amor eterno. Según la diferencia de este bien, se distinguen dos clases de amor de Dios a las criaturas: uno común, con el que ama a todas las cosas que existen, como dice la Sabiduría, en cuanto que da el ser natural a las cosas creadas; otro especial, con el cual eleva a la criatura racional sobre su condición natural a participar del bien divino. Por razón de este amor, se dice que ama a alguno absolutamente, porque con este amor Dios quiere absolutamente para la criatura el bien eterno, que es El mismo. Así, pues, al decir que el hombre tiene la gracia de Dios afirmamos que hay en él algo sobrenatural que proviene de Dios”.
2. La gracia, una cualidad espiritual
En segundo lugar, debemos decir que la gracia no es un ser de la categoría de substancia, sino de la categoría del accidente, concretamente una cualidad espiritual.
Como dato histórico y como antecedente (probablemente inconsciente) de actuales conatos revisionistas, diré que al final del siglo XVI Juan Vicente de Astorga pensaba que si bien la gracia es una cualidad accidental respecto de la naturaleza del hombre, sin embargo, respecto del supuesto o persona tiene más bien categoría de forma substancial, como participación que es de la naturaleza divina, con lo cual se entenderá mejor su efecto de filiación divina (De habituali Christi Salvatoris nostri sanclificante gratia. Romae 1591, pp. 129-130).
En nuestros días Karl Rahner, aceptando los planteamientos y buena parte de las posiciones de los pioneros de la “Nouvelle Théologie”, remozándolas con sus ideas existencialistas, concibe la gracia más que en relación con la naturaleza humana, en relación con el “existencial sobrenatural” intrínseco de la esencia concreta de todo hombre (Escritos de Teología, I, 330-331, 341-342), que, sin ser gracia santificante (Escritos de Teología, IV, p. 237), implica apertura y ordenación a ella (I, pp. 341, 344; IV, p. 259). A Rahner le resulta inconcebible la gracia santificante como hábito entitativo accidentario (I, p. 339; IV, 230); prefiere pensarla como autocomunicación quasi formal del Dios Trino (I, p. 336; IV, 230), sin que aparezca entonces clara la distinción entra la gracia creada y la gracia increada, ni evite el riesgo de desviación panteística, no querida por él (I, 366), ya prevenida por Pío XII (Denz. Schon. 3814). Por lo pronto Rahner dice “que no se ve cómo una realidad meramente creada, accidental, pueda ser absolutamente sobrenatural” (I, 330 nota y 339 nota). “Lo que Dios dispone sobre el hombre, ¿no debe ser más bien, eo ipso, terminativamente, un constitutivo ontológico interno de su esencia concreta, aun cuando no lo sea de su naturaleza?” (I, 330-331). A mi entender, con el “existencial sobrenatural” radicaliza más la posición de H. de Lubac, y con la “autocomunicación cuasi formal del Dios Trino” recae en la posición trasnochada de Pedro Lombardo.
En las fuentes de la Teología apenas se encuentra una respuesta explícita a esta cuestión, pero sí ampliamente en términos equivalentes, que son formalmente probativos.
a) En el Magisterio de la Iglesia. Nos consta negativamente, en primer lugar, que la gracia no es una realidad creada del orden de la sustancia, que habría de ser o la sustancia misma del hombre u otra sustancia distinta adyacente. Y es que a la gracia que nos presenta el Magisterio no le convienen los atributos de sustancia, sino de accidente. El Concilio ecuménico de Viena (1311-1312) habla de la infusión de la “gracia informante” (Denz. Schon. 904). El de Trento habla de su “inherencia” a los justos (Denz. Schon. 1530, 1561). El mismo Concilio atribuye a la gracia la posibilidad de diversidad de grado y de aumento (Denz. Schon. 1535, 1574, 1583). Ahora bien, estos conceptos de “información”, “inherencia”, flexibilidad perfectiva, no convienen a la categoría de sustancia, son del orden del accidente.
Positivamente nos encontramos con los atributos de la cualidad espiritual. El Concilio de Viena habla no sólo de “gracia informante”, sino que dice, además, que se infunde “quoad habitum”, como hábito, que es decir como cualidad anímica permanente (Denz. Schon. 904). Trento distingue entre la gracia actual que dispone a la justificación (Denz. Schon. 1525-1526) y la justificación misma (gracia santificante), infundida por el Espíritu Santo en los justos, inherente a ellos, es decir, que los califica como tales de modo permanente, por la que (qua) son justos (Denz. Schon. 1528-1530, 1561), de modo que se distingue de los actos consiguientes a la misma (Denz. Schon. 1535-1536). Tratándose, pues, de algo informante, inherente, permanente, adjetivo, y que constituye un estado (“status gratiae”), resulta claro que se trata de algo distinto de la substancia del hombre, y que lo califica internamente de modo estable; se trata de una cualidad adventicia. Posteriormente el Catecismo Romano, llamado también Catecismo Tridentino, editado por San Pío V, dice expresamente que “la gracia que se nos concede en el bautismo no es sólo perdón de los pecados, sino también una cualidad (“qualitas”) divina inherente al alma, semejante a una luz y resplandor, que borra todas sus manchas y la hace más bella, hermosa y resplandeciente” (II Parte, el bautismo, n. 50).
b) En la Sagrada Escritura. Aunque tampoco se diga expresamente que la gracia no es substancia, sino cualidad, consta equivalentemente por sus propiedades verdaderamente cualificativas, como es fundar semejanza, conformidad, amistad, novedad en la substancia preexistente respecto de Dios y de Jesucristo. Por ejemplo:
“Nos hizo merced de preciosas y ricas promesas para hacernos así partícipes de la divina naturaleza” (II Petr. 1, 4). “Dióles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre... que de Dios son nacidos” (Jn. 1, 12-13). “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos” (I Jn. 3, l). “Habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios y, y si hijos, también herederos, herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El, para ser con El glorificados” (Rom. 8, 15-17). “Los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Este sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8, 29). “Y como llevamos la imagen del (hombre) terreno, llevaremos también la imagen del celestial” (I Cor. 15, 49). “Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo” (Gal. 3, 27).
Que se trate de una cualidad espiritual lo indica con bastante claridad la misma Escritura: Somos hijos de Dios en nuestro espíritu (Rom. 8, 16); “sirvamos en espíritu nuevo, no en la letra vieja” (Rom. 7, 6); “pero vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que de verdad el espíritu de Dios habita en vosotros” (Rom. 8, 9). “Nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (II Cor. 1, 22).
Entre los Padres de la primitiva Iglesia fue San Cirilo de Alejandría, quien tradujo expresamente este concepto bíblico de la gracia por el término cualidad: “es cualidad de santificación o mejor en la santificación” (Homilía pascual 10, n. 2, MG. 77, 617); “es como una cierta cualidad de la divinidad, permanente en nosotros” (In Jn. lib. 9, c. 1, MG. 74, 260).
c) Razonamiento teológico. Partiendo del dato dogmático de fe de que la gracia es un don sobrenatural, que nos justifica, nos hace gratos a Dios y nos capacita interiormente para obrar meritoriamente, delante de Dios, es fácil inferir por razonamiento teológico que no se trata de una substancia creada, sino de una cualidad espiritual.
No puede ser la substancia del mismo hombre justificado, porque, aparte de que ésta se da del mismo modo en el hombre pecador que en el justo (puesto que con la justificación el hombre no cambia substancialmente en su ser humano), siendo la gracia una entidad sobrenatural no puede identificarse con la substancia del hombre ni con ninguna de sus partes constitutivas o naturalmente completivas o derivadas, puesto que todo ello es de orden natural por definición. K. Rahner supone que su “existencial sobrenatural” es “un constitutivo ontológico interno de su esencia concreta, aun cuando no lo sea de su naturaleza” (I, 331); pero aparte el contrasentido de que algo sobrenatural pertenezca a la constitución ontológica de algo humano, y aparte de dejar sin la más mínima prueba teológica su teoría, deja sin explicar la distinción real entre naturaleza concreta y esencia concreta.
Tampoco puede ser una substancia adventicia, sobreañadida al justo, coexistente en su persona con la naturaleza substancial humana, como sugería Juan Vicente de Astorga, cuya conjunción con la naturaleza humana no podría ser más que extrínseca, porque entonces la naturaleza del hombre justificado quedaría interiormente, en sí misma, como estaba, y sus facultades permanecerían tan incapaces para obrar meritoriamente como antes de la justificación.
Ha de ser una cualidad que le afecte interior y vitalmente. Un argumento de analogía que establece Santo Tomás (I-II, 110, 2) procede así: Dios no es menos providente en el orden sobrenatural que en el natural, sino más bien más en razón de la superioridad del orden de la gracia. Por tanto, si en el orden natural dotó al hombre de unos principios de acción por los que puede conseguir sus fines naturales, también y a fortiori en el orden sobrenatural le debió dotar de principios adecuados para moverse hacia el fin sobrenatural al que lo destinó. Estos principios son justamente la gracia santificante (a modo de alma) y las virtudes infusas (a modo de facultades) por las que puede moverse meritoriamente hacia el fin de la vida eterna.
Se infiere también fácilmente de las fórmulas dogmáticas que hemos recogido anteriormente. La gracia es un don que nos purifica interiormente, destruyendo la cualidad mórbida del pecado original y demás pecados personales habituales; nos informa y nos configura permanentemente con Cristo; nos hace ser nueva creatura, realmente hijos de Dios; nos califica, pues, vitalmente, y nos capacita para obrar como hijos de Dios. No se trata, pues, de conjunción de substancias o personas, sino de algo que nos pertenece, que nos configura interiormente, respetando nuestro ser personal substantivo. Se trata de una cualidad que es, por supuesto, espiritual, ya que permanece en el alma después de la muerte, afecta a nuestra alma espiritual y a nuestras facultades de entender y amar, que también son espirituales. En realidad su ser de accidente-cualidad es lo que permite entender a la gracia como algo que afecta interiormente al alma en todo su ser, máxime tratándose de una cualidad causada directamente por Dios que puede llegar a la intimidad del alma. Cuando K. Rahner rechaza la gracia como accidente, o es confundiendo la gracia santificante con la gracia increada (que no puede ser más que sustantiva) o es mal entendiendo el accidente cualidad como algo exterior o periférico.
No nos detendremos ahora en la determinación de ulteriores modalidades de la gracia en su aspecto ontológico, como su división en hábito entitativo y hábito operativo, por razón de su sujeto inmediato (alma o facultades), para analizarla en su segunda dimensión fundamental de don divino concedido al hombre.
IV. REALIDAD TEÁNDRICA DE LA GRACIA SANTIFICANTE
Este aspecto es el más bíblico y más resaltado por los Santos Padres. Se notifica el ser de la gracia por sus dos efectos fundamentales de deificación o filiación divina del hombre, y de renovación o recreación del hombre transformándolo en imagen de Dios.
1. Doctrina de la Iglesia
Declara, bien sea en el magisterio ordinario, bien en sus oraciones oficiales, que por la gracia el hombre llega a una verdadera y real deificación, bien que sea participada, creada, accidental. Dice así León XIII: “Por beneficio del Verbo Encarnado el hombre ha sido restituido con la riqueza de sus dones a aquel grado de nobleza del que había caído. Nadie será capaz de ponderar qué efecto sea éste de la divina gracia en el alma de los hombres que tan encarecidamente son llamados regenerados, nuevas creaturas, consortes de la divina naturaleza, hijos de Dios, deíficos y cosas semejantes” (Divinum illud munus).
El Concilio Vaticano I, en el esquema de Constitución dogmática de doctrina católica, en su última redacción, decía: “La Iglesia Católica profesa que la gracia, que se nos concede por los méritos de Cristo, es de tal condición que por ella no sólo somos liberados de la servidumbre del pecado y del poder del diablo, sino que, además, renovados en el espíritu de nuestra mente, recuperamos la justicia y santidad que perdió pecando Adán para sí y para nosotros. Por tanto, esta gracia no sólo repara las fuerzas de la naturaleza, de modo que ayudados por ella podemos ordenar perfectamente nuestros actos y comportamiento de acuerdo con la norma de honestidad, sino que, más allá de los términos de la naturaleza, nos transforma en imagen del hombre celeste, Cristo, y nos regenera a una nueva vida” (Mansi, 53, 292).
En su oración oficial la Iglesia profesa esta misma fe (“lex orandi, lex credendi”). En el prefacio de la Misa de la Ascensión se dice que “nos hizo partícipes de su divina naturaleza”; y en el oficio del Corpus Christi se lee que “el Unigénito Hijo de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para hacer a los hombres dioses, hecho El hombre”.
Por otra parte, saliendo al paso de las exageraciones pseudomísticas, la Iglesia enseña que esta deificación por la gracia no es substancial, ni lleva a la identificación con el mismo Dios, ni puede concebirse como una Encarnación de las divinas personas, como se imaginaban los amaurianos (s. XIII), ni como una transformación o transubstanciación del hombre en Dios (Cf. Concilio IV de Letrán, Denz. Schon. 807).
2. Expresiones de la Sagrada Escritura
San Juan atribuye a la gracia el que seamos nacidos de Dios (Jn. 1, 12-13), sarmientos de Cristo (Jn. 15, 5). “Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él, y no puede pecar porque ha nacido de Dios” (I Jn. 3, 9). “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y los seamos...; ahora somos hijos de Dios, aunque aun no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (I Jn. 3, 1-2). San Pedro nos dejó la expresión más repetida en los Concilios y en la Teología: “Nos hizo merced de preciosas y ricas promesas para hacernos, así partícipes de la divina naturaleza” (I Petr. 1, 4). San Pablo conjuga los conceptos de filiación divina, incorporación a Cristo, inserción en El, siginalción del Espíritu, imágenes suyas, coherederos con El, con el dinamismo consiguiente de imitación de Cristo, conocimiento y amor divinos: “Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos” (Rom. 8, 15-17). “Los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8, 29). “Y como llevamos la imagen del (hombre) terreno, llevaremos también la imagen del celestial” (I Cor. 15, 49). “Todos nosotros a cara descubierta contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor” (II Cor. 3, 18). “Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo” (Gal. 3, 26-27). “Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios” (Gal. 4, 6-7). “Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu” (Gal. 5, 25). “Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20). “Fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo prometido, prenda de nuestra herencia, rescatando la posesión que El se adquirió para alabanza de su gloria” (Gal. 1, 13-14). “Fuísteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz” (Ef. 5, 8). “Para mí la vida es Cristo, y la muerte ganancia” (Filip. 1, 21). “Nos salvó mediante el lavatorio de la regeneración y renovación del Espíritu Santo... a fin de que, justificados por su gracia, seamos herederos según nuestra esperanza, de la vida eterna” (Tit. 3, 5-7).
3. Transmisión de los Santos Padres
Los Santos Padres, tanto griegos como latinos, que recibieron de cerca el mensaje y vivencia de los Apóstoles, no sólo repiten sus palabras, sino que les dan todas las versiones posibles para encarecer la gran dignidad de la gracia, en su efecto de deificación y de recreación o restauración de la imagen de Dios deformada por el pecado. Basten unos pocos testimonios:
San Ignacio Mártir escribe: “Sois todos compañeros de camino, portadores de Dios (deiferi) y portadores de un templo, portadores de Cristo (Christiferi), portadores de santidad” (Ad Eph. 9, 2).
San Ireneo dice que los justos son “elevados a la vida de Dios, configurados con Dios Padre, participantes de la gloria de Dios” (Adversus haer. lib. V, 16); que “cuando el Verbo de Dios se hizo carne, manifestó la verdadera imagen de Dios en el hombre y la restauró, haciendo al hombre, semejante al Padre invisible por el Verbo visible” (Adv. haer. V, 16).
Clemente Alejandrino dice que por la gracia el hombre no adquiere una ficción, sino la verdadera forma del Verbo, y una real semejanza con Dios” (Pedagogo, III, 1, 1, 5 ss.).
San Atanasio arguye en favor de la divinidad del Espíritu Santo por el efecto deificador de su gracia: “Si por la comunicación del Espíritu somos hechos partícipes de la naturaleza divina, nadie de sano juicio dirá que el Espíritu no es de naturaleza divina, sino creada; pues no hay otra causa de que aquellos en los que El está, sean hechos dioses; por tanto, si hace a los hombres dioses, no hay duda qué su naturaleza es divina” (Ad Serapionem, I, 24).
El Pseudo Dioniso Areopagita llama a esta deificación “unión y asimilación íntima con Dios” (De Ecclesiastica Hierarchia, I, 3).
San Gregorio de Nisa: “Porque nadie podrá decir que, según el Eclesiastés, son actos de virtud un nacer en el que no interviene nuestra voluntad y un morir que no depende de nosotros. Porque ni el parto depende del querer de la mujer, ni la muerte viene al arbitrio de los que mueren... Tenemos una cierta paternidad respecto de nosotros mismos, si por nuestros buenos propósitos, con recto uso de nuestra libertad, nos engendramos, nos vamos formando y nos damos a luz. Y esto hacemos acogiendo a Dios dentro de nosotros, para hacernos hijos de Dios, hijos de su fecundidad e hijos del Altísimo” (Homilía sobre el Eclesiastés, MG. 44, 702).
San Ambrosio describe así: “Ha sido bien pintada aquella alma, en la que luce la imagen de la operación divina; ha sido bien pintada aquella alma en la que está el esplendor de la gloria y la imagen de la substancia paterna. Según esta imagen refulgente es pintura preciosa; según esta imagen vivía Adán antes del pecado, pero al caer, perdió la imagen celeste, para tomar la terrestre” (Hexameron, VI, 7, 42); “no quieras borrar la buena pintura, refulgente, no de color fingido, sino de verdad, no de cera, sino de gracia” (Ibídem, VI, 8, 47).
Oigamos finalmente a San Agustín: “Oh hombres, no desesperéis de poder ser hechos hijos de Dios, pues el mismo Hijo de Dios se ha hecho carne y habitó en nosotros. Haced a la inversa, haceos espíritu y habitad en aquel que se ha hecho carne y habitó en vosotros. Ya no hay por qué desesperar que los hombres puedan ser hechos hijos de Dios por la participación del Verbo, puesto que el Hijo de Dios por la participación de la carne se hizo hijo del hombre. Por tanto, nosotros mudables, cambiando a mejor condición somos hechos partícipes del Verbo, pero el Verbo inmóvil, sin incurrir en degeneración, se ha hecho partícipe de la carne mediante el alma racional” (Epist, 140 ad Honoratum, cap. 4, nn. 11-12). “No queráis, pues, mentir, hermanos: erais hombres viejos; llegásteis a la gracia de Dios, fuísteis hechos hombres nuevos; la mentira pertenece a Adán, la verdad a Cristo. Dejando, por tanto, la mentira, hablad la verdad, de modo que esta carne mortal, que aun conserváis de Adán, por la novedad del Espíritu merezca también ella la innovación y transformación en el tiempo de su resurrección, y así todo el hombre deificado se adhiera a la verdad perpetua e inalterable” (Sermo 166, cap. 4, n. 4).
Comentando la expresión del Salmo 81: "yo dije, dioses sois", explica San Agustín: “Luego es evidente que llamó dioses a los hombres, a los cuales elevó a tan alta dignidad por medio de su gracia, mas no por proceder de su substancia. Sólo justifica Aquel que es justo por sí mismo, no por otro; y deifica Aquel que por sí mismo es Dios, no por participación de otro. El que justifica deifica, porque justificando hace hijos de Dios” (In Ps. 49, 2). “El hombre ha sido hecho a imagen de Dios, sin embargo, como no es de la misma y única substancia no es hijo natural (verus); por eso es hecho hijo por gracia, porque no lo es por naturaleza (Contra Maximino Arriano, lib. II, cap. 15, n. 2).
4. Explicación teológica.
La función del teólogo al buscar una explicación sistemática de la gracia como don sobrenatural recibido en el hombre, es analizar y coordinar los dos aspectos dogmáticamente comprobados anteriormente, es decir, el de deificación o filiación divina, y el de recreación o de imagen de Dios en el hombre.
a) La gracia como deificación. Esta deificación significa una cierta comunicación efectiva de la naturaleza misma de Dios, de su vida íntima, en contraposición a todo el orden natural creado. Cuando decimos que la gracia es una sobrenaturaleza se hace referencia a la naturaleza divina formalmente participada, sobreañadida, por la que somos de verdad hijos de Dios, según oíamos a San Juan (sobrenatural y adventicia o accidentaria respecto de la naturaleza humana, por supuesto).
No se trata, pues, de una comunicación substancial y total, como se da en la vida intratrinitaria y en la Encarnación del Verbo, sino parcial y accidental. Que sea accidental ya lo vimos en la primera parte de la exposición. Que sea parcial está indicado en la misma expresión de “participación de la divina naturaleza”, que emplea el Magisterio de la Iglesia. “Participar” significa efectivamente tomar o recibir parte, partem accipere. No es que Dios en sí tenga partes (es simplicísimo), pero se puede acceder a El más o menos y de muchos modos. Se trata de una participación en la semejanza de la naturaleza misma de Dios, como precisa Santo Tomás (I, 13, 9; I-II, 112, 1; III, 62, l), que es simiente o incoación de la gloria (II-II, 24, 3 ad 2). Participación de enseñanza que es real, verdadera, pero análoga solamente (no unívoca, como la que se da entre padres e hijos humanos).
Por eso no sería correcto decir que la gracia es Dios comunicado al hombre (como hace Rahner), o la naturaleza divina participada, sino que lo correcto es decir que es una participación de la naturaleza divina, de modo que Dios aparezca corno referencia formal intrínseca de la gracia creada, no como contenido directo o primario del concepto de gracia, porque ello expresaría la gracia increada o Dios mismo. Es lo que daban a entender los Padres del Concilio de Trento cuando definieron: “la única causa formal (de la justificación) es la justicia de Dios, no por la que El mismo es justo, sino por la que nos hace justos a nosotros” (Denz. Schon. 1529).
Esta participación de Dios se refiere directamente a la naturaleza divina, común o idéntica en las tres divinas personas: no sólo porque así lo indica la expresión de San Pedro “consortium divinae naturae” (II Petr. 1, 4), sino también porque lo expresan equivalentemente las fórmulas de San Juan y de San Pablo de “filiación divina” (Jn. 1, 12-13) y “regeneración” (Tit. 3, 5), dado que la generación y la filiación significan comunicación de naturaleza, no de persona que es incomunicable por definición (S. Thomas, I, 29, 3 ad 4). Añádase a ello que la justificación es una acción de Dios ad extra, que no es propia de las personas divinas, sino de la divina naturaleza (Concilio de Florencia, Denz. Schon. 1330; Pío XII, Denz. Schon. 3814).
Ahora bien, al ser participación directa y formal de la naturaleza divina, como ésta es misteriosamente fecunda en el origen de las divinas personas, de modo indirecto la gracia hace realmente referencia indirecta a las divinas operaciones inmanentes de la divinidad y a las personas que originan y son originadas por ellas; de este modo la Trinidad se refleja de algún modo en la realidad de la gracia santificante, que, a su vez, también es fecunda en los actos de conocimiento y amor teologales, por los que se realiza la vivencia de la inhabitación de la Santísima Trinidad.
Pienso que los teólogos “personalistas” que buscan una explicación dialógica (diálogo personal) del misterio de la gracia (Guardini, Schmaus, Muhlen) no salvan debidamente los datos dogmáticos de la gracia como participación de la naturaleza divina.
b) La gracia como renovación de la imagen sobrenatural de Dios. Además de la imagen natural de Dios en el alma, en cuanto ser racional y libre, capaz de dominio sobre las cosas (Gen. 1, 26), se da en el hombre justo la imagen sobrenatural correspondiente a la “nova creatura” (II Cor. 5, 17), por la que el hombre se “renueva” interiormente en su espíritu, configurado a Cristo. ¿Qué significa ser imagen sobrenatural de Dios? Entran en esta descripción los conceptos de “semejanzas”, “ejemplaridad” e “imagen”.
El concepto de ejemplaridad e imagen añaden al de semejanza derivación u origen. Un huevo es semejante a otro huevo, pero no es imagen de él, en cambio el pollo es semejante a la gallina e imagen suya.
El concepto de imagen concreta el concepto de ejemplaridad al orden de la forma específica, natural o artificial, o a su propio signo. Lo que es imagen procede de otro dentro de la misma especie o propiedad específica. Por eso decimos que mientras todas las cosas proceden ejemplarmente de Dios, al responder a su idea creadora, solamente la creatura racional y el ángel, son imágenes de Dios, al ser intelectuales y libres (S. Tomás, I, 93, 1-4).
La imagen perfecta y substancial de Dios es el Verbo Eterno (Col. 1, 15), no creada sino engendrada (“genitum non factum”, como dice el Símbolo). Por bajo de ella se da la imagen de Dios inadecuada, participada, que puede ser natural, efecto de la primera creación (=la esencia del alma) semejante a la idea creadora de Dios; o sobrenatural, sobreañadida al alma, accidental, efectos de recreación o regeneración, semejante a la misma naturaleza de Dios y, por tanto, configurante con Cristo, que es hijo natural de Dios (Rom., 8, 29; I Cor. 15, 49; Col. 5, 9; I Petr. 1, 23). Imagen sobrenatural de Dios que presenta distintos grados de perfección y distintas funciones según se considere en Adán antes de pecar, en nosotros redimidos y peregrinantes, en Cristo y en la Virgen que no padecieron el pecado, y en los bienaventurados del cielo, perfectamente deiformes, porque entonces, según dice San Juan, “seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (I Jn. 3, 2). Es entonces cuando se experimentará plenamente nuestra condición de hijos de Dios. De este modo se entiende la coincidencia de ambos efectos formales de la gracia: deificación y regeneración.
NOTAS
(1) "Por este auxilio y don de Dios no se quita el libre arbitrio, sino que se libera, para que de tenebroso se haga lúcido, de torcido recto, de enfermo sano, de imprudente previsor. Porque es tanta la bondad de Dios para con todos los hombres, que quiere que sean méritos los que son dones suyos, y por lo que nos ha dado nos dará los premios eternos".
(2) "Si alguno dice que se nos confiere divinamente misericordia cuando sin la gracia de Dios creemos, queremos, deseamos, nos esforzamos, trabajamos, oramos, vigilamos, nos preocupamos, pedimos, buscamos, llamamos; y no confiesa que por la infusión e inspiración del Espíritu Santo se da en nosotros que creamos y queramos o que podamos hacer, como se debe, todas estas cosas; y condiciona la ayuda de la gracia a la humildad y la obediencia humana y no consiente en que es don de la gracia misma el que seamos obedientes y humildes, resiste al Apóstol que dice: "¿qué tienes que no hayas recibido?" "Por la gracia de Dios soy lo que soy". Tales nos ama Dios, cuales habremos de ser por don suyo, no cuales somos por nuestro mérito".
(3) "Otros corrompen la verdadera gratuidad del orden sobrenatural, cuando piensan que Dios no podría crear (con su intelecto) dichos entes, si no los ordenara y llamara a la visión beatífica".
(4) Respecto a la unión mística con Dios y a la divinización, "todo es común a la Santísima Trinidad, pues todo se refiere a Dios como suprema causa eficiente".
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