Discípulo. -Quisiera, Maestro, que me dieras alguna explicación sobre la pobreza de espíritu; porque tengo algunas dudas y confusiones acerca de esta materia que juzgo de la mayor importancia en la vida espiritual. Y, aunque he leído y oído muchas explicaciones, y yo mismo he meditado bastante sobre ella, no he logrado aclarar del todo mis dudas; y aun eso mismo ha contribuido a aumentarlas a causa de mi rudeza para entender las cosas espirituales.
Quisiera, pues, saber a punto fijo en qué consiste la pobreza de espíritu, y hasta dónde se extiende; cómo se conoce y cuáles son sus principales efectos.
Maestro. -Trataré de complacerte, comunicándote la luz que Dios me dé sobre este punto.
Mas no esperes que con esto se han de disipar todas tus dudas mientras no las disipe la misma luz interior que Dios te comunique.
En estas cosas, hijo mío, no hay que fiar mucho en los medios naturales, ni en el buen juicio y razón; porque son cosas que están sobre todo juicio y razón. Y así para que se disipen nuestras tinieblas espirituales, lo principal es humillarse y pedir al Espíritu Santo que nos ilumine; y después permanecer firmes en nuestra fe, esperando que, a su tiempo, y cuando así convenga, nos iluminará cada vez con mayores luces, y transformándonos, como dice San Pablo, de claridad en claridad.
Ahora, respondiendo a tu pregunta te digo sencillamente que pobreza de espíritu es igual a espíritu de pobreza.
Y aunque esto parece una perogrullada, como suele decirse, sin embargo no lo es. Y así, si bien te fijas, verás que ella deshace todos los errores y aclara todas las dudas que sobre la pobreza de espíritu se han forjado.
Desde luego echa por tierra el error de los que confunden la pobreza de espíritu con la carencia de dones naturales o sobrenaturales, y llaman pobres de espíritu a los tontos o inútiles para la vida humana; como podrían llamar, y con más razón, a los que están en pecado mortal, puesto que carecen de la divina gracia y de todas sus riquezas. ¡Estos sí que son pobres de espíritu, tomada la pobreza en ese mal sentido!
Pero la pobreza de espíritu en el sentido divino que le dio Cristo N. S. (y que es igual, como dijimos, a espíritu de pobreza), no supone ni requiere privación de ningún don natural o sobrenatural. Antes bien, esos bienes y dones rectamente empleados son un gran medio para alcanzarla. Y ella misma es la mejor disposición, o más bien, la disposición absolutamente indispensable, para poseer el Sumo Bien, en quien están todos los bienes y tesoros, que es Dios.
Aun humanamente hablando, o secundum hominem, que diría San Pablo, para ser pobre de espíritu es necesario un talento muy profundo y mucha sabiduría. Por esto se dice que el verdadero sabio siempre es humilde; y lo mismo puede decirse que es pobre de espíritu; porque conoce mejor que nadie el vacío infinito de todo el poder y saber humano. Pero esta pobreza de espíritu a que pueden llegar los sabios de este mundo y que los coloca en la categoría de tales, dista todavía infinitamente del espíritu de pobreza que nos enseñó Cristo: porque el desprendimiento que éste causa es también infinitamente mayor, como que es efecto de la muerte total de sí mismo.
En fin, el uno es un desprendimiento humano y el otro divino. Por esto, por mucho que ahonden los sabios de este mundo jamás llegarán a él, si no se humillan y someten su entendimiento a la fe en obsequio de Cristo.
Por esto también observarás que la sabiduría de este mundo, generalmente hablando, más es impedimento que medio para comprender el espíritu de Cristo; porque los que la poseen están infatuados de su saber y todo lo quieren medir por sí y por su razón. Y de esta soberbia nace el que Dios los condene al réprobo sentido, y yerren más que todos los demás hombres, aun en materias de moral puramente natural. ¿Qué sucederá en las del orden sobrenatural? ¿No has oído mil y mil veces de bocas de esos sabios errores que avergonzarían a un niño? ¿No has visto el énfasis que ponen y la satisfacción que manifiestan cuando han logrado tergiversar o pervertir el sentido de alguna sentencia o doctrina sagrada acomodándola a su propio y réprobo sentido? Nada menos que de nuevos mundos y horizontes les parece que son descubridores, cuando han logrado corroborar (a su parecer) sus aberraciones con un texto sagrado.
¡Oh, cuánto debemos a Cristo por habernos dado en su Iglesia una Madre que nos eduque y enseñe la palabra divina, dándonos a conocer su verdadero sentido, y cuide de que no caigamos en semejantes desatinos!
Discípulo. -Ciertamente que es muy triste y lamentable la ceguedad de los soberbios; pero tal vez lo es más la de los sencillos y humildes que sinceramente buscan la verdad, y, sin embargo, caen también en el error. Porque la de aquellos es justo castigo de su soberbia, pero la de estos más bien parece una desgracia sin motivo que la justifique.
Maestro. -No cabe duda de que esa es una de las principales desdichas que afligen a la humanidad caída. Mas para nuestro consuelo podemos estar ciertos que los errores de las almas humildes, que sinceramente busquen la verdad, nunca serán como los de los soberbios, ni Dios permitirá que les sean fatales. Antes bien, en el plan divino esos errores sirven para su mayor mérito y corona, si ponen los medios para librarse de ellos y les son motivo para humillarse más y buscar la luz en la fuente de toda luz. Al humilde, como al que ama a Dios, todo contribuye a su mayor bien y todo le sale bien.
Pero no nos desviemos de nuestro asunto y sigue exponiendo tu pensamiento y las dudas sobre la pobreza de espíritu.
Discípulo. -Pues la duda principal es que algunas almas sencillas o poco instruidas, entre las cuales me cuento yo, piensan que la pobreza de espíritu o espíritu de pobreza como tú dices, sólo se refiere a los bienes materiales de este mundo, pero no a los bienes espirituales, como afirman los autores místicos. Y que tal es el sentido que le dio Cristo.
Maestro. -No puede negarse que tal es el sentido que se ofrece a primera vista y el que comúnmente se le suele dar. Pero no porque Cristo no haya intentado darle también el sentido espiritual, en toda su amplitud. ¡Cómo no había de ser así, siendo El la misma luz que todo lo ilumina!
Pero lo que le escuchaban a El, como los que oyen a sus discípulos, son generalmente todavía muy materiales y terrenos, y por lo mismo no saben apreciar más que los valores terrenos, ni estiman como virtud más que aquello que de algún modo está en relación con estos.
Y, naturalmente, a los principios no se les puede exigir más, y por ahí es necesario comenzar; porque es el primer paso para llegar al desprendimiento total, que es lo que constituye la perfecta pobreza de espíritu. Y este primer paso es de suma trascendencia en la vida espiritual, pues sin él no se pueden dar otros, ni menos entrar en el reino de los cielos, según aquellas palabras del Divino Salvador: "más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja, que el rico entre en el Reino de los cielos".
Además es también una gran disposición para la práctica del desprendimiento en todos sus grados, por lo mismo que es el que más cuesta al hombre, y, porque Dios, que se deja vencer en generosidad, lo premia con la gracia de otros mayores desprendimientos, que son otros tantos escalones de santidad.
Tiene, pues, la pobreza de espíritu su aplicación primera y directa a los bienes terrenos, por ser estos bienes o mejor dicho, el apego a ellos, el primero y mayor obstáculo para entrar en el Reino de Cristo; mas después tiene su aplicación a los mismos bienes espirituales.
Discípulo. -Ese es el punto difícil de entender. Porque el desprendimiento de los bienes materiales se comprende que sea necesario como disposición para alcanzar los espirituales. Pero que también sea necesario desprenderse de estos no es fácil de entender, ya que los bienes espirituales son los verdaderos, y sin ellos nos quedaríamos vacíos de todo bien.
Maestro. -Nos quedaríamos vacíos de todo bien propio; mejor dicho, de toda propiedad respecto a esos bienes, es cierto; pero no estaríamos privados de ellos, como cosa dada por Dios. En otros términos podríamos tener el uso, pero no la propiedad, que es de Dios.
Ese espíritu de propiedad es el que se opone diametralmente al espíritu de pobreza y nos priva de la misma posesión de Dios, porque Dios es infinito y no puede caber donde exista algo que no sea El mismo.
Así que no dudes que el desprendimiento se extiende también a los bienes espirituales, en cuanto pueden ser objeto de nuestra ambición, o posesión como cosa propia. Además, la pobreza de espíritu es un efecto del amor, el cual nos despoja de todo lo que no es puro amor; esto es, nos priva de todo interés y vida propios, para sustituirlos con los intereses y vida de quien amamos.
Pero, si aún no comprendes bien esto, te diré que no se debe confundir el apego a los bienes, de cualquier orden que sean, con su estimación y aprecio; y que la pobreza de espíritu, si bien está reñida con el apego a cualquier clase de bienes, no lo está con su estimación y aprecio, en lo que tienen de valor sustantivo. Y así nadie como el pobre de espíritu aprecia y estima los bienes, sobre todo los espirituales. Pero los estima en su justo valor, en cuanto medios para unirse a Dios, Bien Supremo en quien están todos los bienes y de quien todos ellos toman su razón de bien.
Mas como los bienes espirituales, en tanto lo son en cuanto nos sirven de medio para ir a Dios y unirnos con El, de aquí que lo que verdaderamente aprecia el pobre de espíritu son las gracias y dones que le disponen para poseer a Dios, que son la humildad y caridad, o lo que es igual la pobreza de espíritu y el amor.
Todos los demás bienes de naturaleza o gracia los aprecia como dones de Dios y en cuanto El quiere comunicárselos, porque entonces los ama y estima como manifestación del divino beneplácito.
En este sentido el pobre de espíritu es lo que suele llamarse un buen pobre; esto es, un hombre que se conforma plenamente con aquello que le dan; si mucho, mucho; y si poco, poco.
Así, si Dios le da grandes talentos y aptitudes naturales y medios para desarrollos, los agradece y aprovecha para glorificarle con ellos. Mas siempre está dispuesto a devolvérselos a quien se los dio, si le place quitárselos. Y si nada o poco de esto recibió, glorifica a Dios en su pobreza, y le da gracias por lo que a otros concede como si fuera a él mismo, y se goza sobre todas las cosas en la disposición divina; porque su amor supremo es la divina voluntad.
Y esta misma disposición tiene respecto a los bienes sobrenaturales. Por esto en sus ejercicios de piedad o prácticas de virtud no se proponen alcanzar nada para sí, fuera de la posesión de Dios; y en consecuencia, de todo cuanto se necesita para alcanzar este fin.
Mas para sí mismos (fuera de esto) no quieren paz, ni descanso, ni ciencia, ni virtud, ni perfección, ni nada del cielo o de la tierra. En su corazón no hacen más que repetir aquellas palabras del Profeta: ¿Qué quiero yo en el cielo o qué te pido sobre la tierra? ¡Dios de mi corazón! Tú eres mi única porción y patrimonio para siempre.
No sólo esto, sino que, si el Señor permite que vivan en la mayor indigencia espiritual, en el sentido de verse privados de todas las luces y consuelos sensibles, y del gusto que generalmente se encuentra en la práctica de la vida interior; y lejos de sentirse más fuertes en la virtud con su largo ejercicio, antes bien, sienten más vivamente su flaqueza y sus miserias, encontrándose a su parecer, más imperfectos al fin que al principio. Y en fin, aunque vean que todas sus luchas y esfuerzos por alcanzar la perfección vienen a parar en el más amargo fracaso, no por esto se desaniman y abandonan la lucha espiritual, sino que perseveran esperando contra toda esperanza, y bendicen a Dios en su abandono repitiendo con Job: Aunque me mate esperaré en El.
Aún más: llega a tanto su deseo de humillación que se alegran de sus miserias, en cuanto les impiden toda complacencia propia y les sirven de medio para mejor conocerse a sí mismos y glorificar el amor y misericordia de Dios.
¡Cuán lejos están de pretender para sí nada extraordinario en la vida espiritual, cuando aun en lo ordinario se conforman con ser tratados como el último de los siervos en la casa de su Padre!
Discípulo. -Maestro, has tocado un punto que quisiera ver un poco más esclarecido, porque se presta a confusiones, como he podido observar en mí y en otras personas. Y es que no se comprende bien cómo se puede compaginar ese odio y guerra a muerte que nos predican los autores de vida espiritual contra los propios defectos e imperfecciones, y el amor a la propia miseria, que también nos aconsejan esos mismos autores. Porque es indudable que la propia miseria es la fuente de nuestras culpas y defectos.
Maestro. -En los autores espirituales (autorizados por la Iglesia) siempre se supone el recto sentido, aunque no esté suficientemente explicado o algo confuso; porque sería nunca acabar tener que explicar a cada paso todos los términos y frases que se emplean. Estos generalmente ya tienen una acepción corriente que no es necesario explicar de nuevo, y si se explica de un modo deficiente, hay que suponer siempre el recto sentido que el autor quiso dar y no acertó a expresar bien.
Así en esto de amar la propia miseria y aun gloriarse en ella, nadie sino un simple u ofuscado puede creer que las almas buenas aman sus defectos y pecados, en cuanto tales, pues nadie más que ellas mismas los detestan y combaten.
Lo que aman, pues, cuando dicen que aman sus miserias, es lo que San Francisco de Sales llama el amor a la propia abyección, o sea, a la humillación que de sus miserias se les sigue. Y más que todo, el amor a la gloria divina que en la cura y remedio de esas miserias tanto resplandece. También nuestra Madre la Iglesia llama feliz a la culpa de Adán en ese mismo sentido.
Esto es lo que mueve muchas veces a esas almas enamoradas de Dios, y no de sí mismas, a usar de expresiones que parecen no sólo hiperbólicas, sino hasta mal sonantes, tomadas como suenan; porque darían a entender que se alegran de sus pecados. Lo cual está tan lejos de ser así, que antes bien, su vida es un acto de contrición perpetua, siempre que de ellos se acuerdan.
Pero esto no impide que esa misma contrición se transforme en un transporte de gozo y alabanza al considerar la infinita caridad de Dios para con ellos y el bien inmenso que este recuerdo y sentimiento les causa.
Porque este sentimiento agranda en ellos hasta lo infinito su espíritu de pobreza, ya que éste se confunde con el sentimiento de la propia nada, la cual se ensancha y agranda sin medida por el conocimiento de la propia miseria.
Y como esta pobreza es la que nos hace poseedores del Reino de los cielos, que es el mismo Dios, y esto en la medida de la extensión y profundidad de aquella, de aquí es que los santos la amen hasta el exceso y digan santas locuras en su loor.
Así que, en último resultado, lo que los santos aman es a Dios; y si aman la pobreza de espíritu y aun su propia miseria, es cuanto mata y destruye en ellos todo amor propio, que es el gran enemigo del Amor de Dios.
Por esto la ensalzan y le entonan himnos de alabanza que sólo comprenden los que saben lo que es amar a Dios. Por esto San Francisco de Asís se desposó con ella e hizo en su honor santas locuras. Porque conocía y sentía el bien infinito que en sí encierra, y que era una pobreza de tal género que le hacía rey y dueño y señor de todas las cosas, puesto que le hacía dueño del Señor de todas ellas.
¡Oh, si los hombres supieran lo que es amar a Dios, cuán fácil les sería comprender la pobreza de espíritu, y cómo ese Amor divino nos hace infinitamente pobres e infinitamente ricos! Entonces comprenderían también cómo esa pobreza que causa el amor es la que nos redime de toda esclavitud, y nos hace infinitamente libres, a la manera que es el mismo Dios. Y cómo ella es la que nos santifica, desprendiéndonos de todo, y llena de espíritu de sabiduría, de esa sabiduría que es escándalo para los soberbios y locura para el mundo; y, en fin, la que nos hace dueños del Reino de los Cielos con todas sus riquezas inefables.
Y con esto termino; porque es imposible declarar todas las grandezas y riquezas que se encierran en la pobreza de espíritu, y su conocimiento no lo podemos alcanzar por palabras ni discursos, ni hay inteligencia humana que las pueda comprender. Sólo el amor divino nos las puede descubrir. Ama y conocerás, y comprenderás cómo cuanto más ames, eres más pobre de espíritu; y cómo esta pobreza es la medida del Amor.
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