La santidad más sublime que contempló la Trinidad sobre la tierra tuvo por marco exterior la vida tranquila y necesitada de un hogar obrero.
El oficio de padre en él es ejercido por un hombre “justo”, que ama a su Dios, a su esposa y a su hijo adoptivo. Ningún boato en esta vida modesta. Ese hombre se asemeja a todos los hombres de Galilea, su alma excede en pureza y esplendor. Es el servidor fiel. Su amor a Dios sobrepuja incomparablemente al de los serafines y al de todos los bienaventurados. Su santidad gira alrededor del orden hipostático, y sin alcanzarlo por sí mismo, con él se relaciona familiarmente por sus funciones de padre junto al Hijo Unigénito de Dios. Es el Esposo legítimo de la Madre del Verbo encarnado; y, después de Ella, ninguna creatura acercose tanto como él a la intimidad de Dios. Se llama José. Entre los hombres de su pueblo que viven todo el día con él, nadie conoce su historia ni su origen real. ¡Qué importa! Lo conoce Dios, eso basta. El Padre eterno le ha confiado a su Hijo y a la Madre de su Hijo. Su patronato extenderáse más tarde a toda la Iglesia, a todo el cuerpo místico de Cristo. No es todavía la hora de la gloria, sino del trabajo, de la oscuridad, del silencio de Nazaret.
Junto a él, una mujer que es la Madre. Su nombre es María. En Ella todo es virginal y maternal. Es la Inmaculada, la perfecta Virgen, aquella cuya deslumbrante pureza ha prendado el corazón de Dios y a quien el Padre ha elegido desde toda la eternidad para ser la Madre de su Hijo. Nada en el mundo de la gracia y de la gloria, iguala la dignidad de esta maternidad divina, que la introduce por su término en el interior mismo del orden hipostásico. Por esta maternidad, toca al Verbo en persona, ese Verbo encarnado que ha surgido de su seno. Un misterio tal la arrebata hasta el secreto de la Vida Trinitaria: Hija privilegiada del Padre, Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo.
Dios la ha colmado de una plenitud tal de gracia, que su santidad deja muy por debajo de Ella a todos los ángeles y santos reunidos. Constituye, por decirlo así, Ella sola un mundo aparte. Si la fe no nos asegurase que es una creatura como nosotros, estaríamos tentados a ir a buscarla más cerca de su Hijo que del resto de los hombres. Alcanza por su maternidad divina las más lejanas fronteras de la divinidad: es todopoderosa ante su Hijo y tiene libre acceso junto a la Trinidad.
Al verla en su humilde casa, nada permite adivinar su supereminente grandeza a los ojos de Dios. Lleva la vida más común, semejante en todo a la de las otras mujeres de Nazaret. Ni éxtasis, ni milagros; sino modestia, sencillez, una actitud de Caridad siempre atenta a las necesidades de los demás como en Caná, urgida en prestar servicio a su prima Isabel y a todos sus vecinos. Cuando las niñas y las mujeres del pueblo se encuentran con “Myriam”, camino Ella también de la fuente en busca de agua para los menesteres de la casa, sonríenle al pasar, sin sospechar que acaban de saludar a la omnipotente Madre de Dios y de los hombres, a la Corredentora del mundo, a la Madre del Verbo encarnado, a la Reina de los ángeles y de todos los santos.
Junto a José y a María, hay un Hijo que se llama Jesús. Ha crecido, mezclado con todos los niños de la aldea. Su vida se asemeja exactamente a la de los otros habitantes de Nazaret. Como ellos, gana su pan cotidiano con el sudor de su frente. Sus manos están callosas, pero su alma es recta. Asiste regularmente a las ceremonias religiosas de la sinagoga. Es servicial con todos. Jamás fue visto en trance de pecado. Cuando por vez primera, un sábado, se adelantó para tomar el rollo de Isaías y comentarlo con autoridad en medio de sus conciudadanos, no pudieron éstos ocultar su asombro: “¿De dónde le viene tal sabiduría? ¿No es acaso el obrero que conocemos muy bien, el hijo de María, cuyos parientes viven entre nosotros?” (Mc VI, 2-3).
Tal fue el misterio del Verbo encarnado. ¿Quién hubiera podido sospechar en este hombre de Galilea, en este oscuro trabajador, al Verbo Creador igual a su Padre, Obrero omnipotente de la redención de los hombres, Juez supremo de los vivos y de los muertos, Dueño de la historia, verdadero Dios del universo?
Se comprende por qué la Iglesia ha querido presentar a los hombres el hogar de Nazaret como modelo de toda vida de familia. El trabajo, la plegaria, las alegrías de la intimidad de las almas y la abnegación por el prójimo, la presencia continua de Cristo en el hogar, en fin, Dios ocupando verdaderamente el primer lugar y animando todo con su amor: tal fue la vida de la Sagrada Familia de Nazaret.
¿Dónde podrían los cristianos encontrar un modelo más perfecto y más accesible para su vida familiar? Cada uno cumple allí su deber sencilla y fielmente. Sucédense en él los días apacibles y gozosos en la presencia de Cristo y en la paz de Dios. Pues verdaderamente Cristo es el centro de esta vida de Nazaret: es Él quien atrae todas las miradas e inspira todas las decisiones. Nada extraordinario, pero todo se hace por Él, con Él y en Él para la gloria del Padre y la redención del mundo.
Así debería vivir toda familia que se encamina a Dios: el padre y la madre, con el afán de “formar a Cristo” en el alma de sus hijos; éstos, a su vez, “sometidos” como Jesús a la autoridad de sus padres. Mañana, cuando hayan crecido, a ellos también les espera una obra de redención.
(Del capítulo sobre el Sacramento del Matrimonio de “La Vida Cristiana y los Sacramentos”, por Fr. M.-M. Philipon OP).
(Imagen: Detalle de un vitreaux de Notre Dame de Paris. Foto de Fr Lawrence Lew OP).
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