Personalizar el mensaje no es, ni mucho menos, transmitir la propia experiencia subjetiva, la propia ideología, las propias opiniones, la propia mirada…, aunque sea sobre los misterios más divinos y las realidades más sagradas. Lo que hay que transmitir es la mirada de Dios sobre la humanidad, sobre la historia, sobre este mundo. Eso sí, se trata de transmitir la mirada de Dios una vez asimilada por la propia experiencia personal yde transmitirla con la mayor fidelidad posible. El único lenguaje que tenemos para hablar de Dios y de la salvación, para predicar, es el lenguaje humano; la única experiencia que tenemos para experimentar a Dios es la experiencia humana. Ciertamente, se trata de una experiencia humana que se ve transformada, convertida, transfigurada… cuando se siente tocada por la mirada y el amor de Dios, cuando ha sido pasada por el tamiz de la fe. El cristianismo no es en principio un mensaje que ha de ser creído, sino una experiencia de fe que deviene mensaje; luego, ese mensaje explícito ofrece una nueva posibilidad de experiencia de vida a otros que lo oyen desde su experiencia de vida (Schillebeeckx) (In the Company…, 128).
Nos sirve para aclararnos aquella metáfora del Éxodo: “sólo verás mi espalda”. Moisés le pidió a Yahvéh: Déjame ver tu rostro. Y obtuvo esta respuesta: Mi rostro no podrás verlo, pues no puede verme el hombre y seguir viviendo… Tú te colocarás sobre la peña… Al pasar mi gloria te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, “para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver” (Ex 33, 18-23). Es todo una metáfora de lo que queremos decir cuando decimos que Dios quiere que miremos con sus ojos.
A nuestro hermano Pedro Meca le escuché una vez una exégesis de este pasaje muy alegórica, pero muy sugerente. Lo que la Escritura quiere decires que, para mirar en la dirección de Dios -y para caminar en su misma dirección-, tenemos que situarnos a la espalda de Dios. Lo cual no es lo mismo, por supuesto, que echarnos a Dios a la espalda o ignorarlo, como solía decir U. Von Balthasar. A veces tenemos que enfrentarnos a Dios, como Job, para interpelarle o para dejarnos interpelar por su mirada. Pero debemos tener en cuenta que cuando miramos a Dios de frente, miramos exactamente en la dirección contraria a la que El mira. Por eso, solemos ver al mundo al revés, en negativo, con mirada no creyente. Si queremos ver al mundo con su mirada, tenemos que colocarnos a su espalda. Sólo así podemos mirarlo como Dios lo mira. (Esta es la imagen que nos ofrecen tantos padres y madres cuando están enseñando a sus hijos e hijas a mirar el mundo: los colocan sobre sus hombros y les indican en la dirección que deben mirar; o se colocan detrás de ellos y les indican los objetos y la dirección en la que deben mirar. Así padres e hijos miran con la misma perspectiva). Si consiguiéramos mirar así al mundo, a las personas, a la sociedad, sería una mirada auténticamente creyente y la convivencia, por supuesto, sería mucho más fácil y más pacífica. Esta mirada de fe es la que debe transmitir la predicación cristiana: es, en definitiva, la mirada de Dios, pero hecha propia; no es la mirada propia atribuida a Dios.
Esta mirada de fe es, en definitiva, un don de Dios, una gracia, una obra del Espíritu Santo. Por eso, como dice Humberto de Romanis, el Espíritu Santo es el verdadero Maestro de los predicadores. Dice Humberto que es difícil predicar bien, en primer lugar, a causa del Maestro de la predicación, que es el Espíritu Santo, y que pocos tienen (p. 51).
Esa mirada de fe y amor es la experiencia teologal que sustenta la verdadera predicación cristiana. Pero ciertamente esta experiencia sólo nos es dada a base de mucha oración y contemplación, perforando con la luz de la fe y con el don del amor las capas de la realidad. Esa es la experiencia que personaliza el mensaje cristiano. Esa es la experiencia que nos habilita para ser verdaderos creyentes, testigos de la mirada de Dios, verdaderos predicadores.
En realidad, la predicación tiene como objetivo primario anunciar al Dios que nos mira bondadosamente y nos ama. Pero también tiene como objetivo ayudar a experimentar esa mirada bondadosa y ese amor salvífico de Dios a toda persona, a toda la humanidad, a toda la creación. Y, para ello, es absolutamente necesario haber experimentado en propia carne esa mirada bondadosa y ese amor salvífico, haber experimentado a un Dios que nos tiene de su mano, dirige nuestras vidas, les tiene asignado un sentido y un destino salvador (In the Company…, 44 (¿)). Es absolutamente necesario personalizar el mensaje antes de anunciarlo y mientras se anuncia.
La personalización del mensaje exige del predicador que su experiencia le permita situarlo en su historia personal y comunitaria, y en la historia personal y comunitaria de los oyentes. La personalización del mensaje consiste en detectar su esencial vinculación con la vida de cada día. El verdadero predicador debe atinar con ese hueco de la realidad y de la historia personal y comunitaria en el que encaja perfectamente el mensaje que anuncia. Debe atinar con ese campo de la experiencia humana, de la vida de las personas y de las comunidades, que se ve iluminado cuando cae sobre él la Palabra de Dios. A esto se lo llama juntar mensaje cristiano y experiencia humana, o personalizar en la experiencia humana el mensaje cristiano. El predicador debe traer la Palabra a la vida contemporánea (In the Company of Preacher, 7).
Es la sencilla pero pertinente pregunta que nunca debería olvidar el predicador: ¿Qué nos dice aquí y ahora la Palabra de Dios? Colocado el mensaje cristiano en el corazón de la vida y de la experiencia humana, se convierte en palabra iluminadora de la vida y de la realidad, en palabra animadora de la persona y de la comunidad, en palabra sanadora en medio de las crisis y las heridas, en palabra denunciadora de las zonas oscuras y pecadoras de la historia humana.
Una predicación así requiere una atención especial a los signos de los tiempos. La personalización del mensaje no se logra mejor cuando nos encerramos en nuestras experiencias subjetivas; se logra mejor cuando nos enfrentamos con la realidad, cuando la experimentamos y nos dejamos interrogar por ella. Requiere una espiritualidad o una mística de ojos abiertos, una experiencia teologal capaz de mirar al mundo de frente. Garantizado este sentido de la realidad, el predicador debe ahondar en la experiencia humana, en el alma humana, en la experiencia propia y ajena. “!Qué será de los pobres pecadores!”, exclamaba Domingo de Guzmán. “ Qué será de esta pobre humanidad!”, deberá exclamar el predicador de hoy. La predicación del testigo implicado o la personalización del mensaje sólo puede nacer desde el corazón de la compasión.
Nos sirve para aclararnos aquella metáfora del Éxodo: “sólo verás mi espalda”. Moisés le pidió a Yahvéh: Déjame ver tu rostro. Y obtuvo esta respuesta: Mi rostro no podrás verlo, pues no puede verme el hombre y seguir viviendo… Tú te colocarás sobre la peña… Al pasar mi gloria te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, “para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver” (Ex 33, 18-23). Es todo una metáfora de lo que queremos decir cuando decimos que Dios quiere que miremos con sus ojos.
A nuestro hermano Pedro Meca le escuché una vez una exégesis de este pasaje muy alegórica, pero muy sugerente. Lo que la Escritura quiere decires que, para mirar en la dirección de Dios -y para caminar en su misma dirección-, tenemos que situarnos a la espalda de Dios. Lo cual no es lo mismo, por supuesto, que echarnos a Dios a la espalda o ignorarlo, como solía decir U. Von Balthasar. A veces tenemos que enfrentarnos a Dios, como Job, para interpelarle o para dejarnos interpelar por su mirada. Pero debemos tener en cuenta que cuando miramos a Dios de frente, miramos exactamente en la dirección contraria a la que El mira. Por eso, solemos ver al mundo al revés, en negativo, con mirada no creyente. Si queremos ver al mundo con su mirada, tenemos que colocarnos a su espalda. Sólo así podemos mirarlo como Dios lo mira. (Esta es la imagen que nos ofrecen tantos padres y madres cuando están enseñando a sus hijos e hijas a mirar el mundo: los colocan sobre sus hombros y les indican en la dirección que deben mirar; o se colocan detrás de ellos y les indican los objetos y la dirección en la que deben mirar. Así padres e hijos miran con la misma perspectiva). Si consiguiéramos mirar así al mundo, a las personas, a la sociedad, sería una mirada auténticamente creyente y la convivencia, por supuesto, sería mucho más fácil y más pacífica. Esta mirada de fe es la que debe transmitir la predicación cristiana: es, en definitiva, la mirada de Dios, pero hecha propia; no es la mirada propia atribuida a Dios.
Esta mirada de fe es, en definitiva, un don de Dios, una gracia, una obra del Espíritu Santo. Por eso, como dice Humberto de Romanis, el Espíritu Santo es el verdadero Maestro de los predicadores. Dice Humberto que es difícil predicar bien, en primer lugar, a causa del Maestro de la predicación, que es el Espíritu Santo, y que pocos tienen (p. 51).
Esa mirada de fe y amor es la experiencia teologal que sustenta la verdadera predicación cristiana. Pero ciertamente esta experiencia sólo nos es dada a base de mucha oración y contemplación, perforando con la luz de la fe y con el don del amor las capas de la realidad. Esa es la experiencia que personaliza el mensaje cristiano. Esa es la experiencia que nos habilita para ser verdaderos creyentes, testigos de la mirada de Dios, verdaderos predicadores.
En realidad, la predicación tiene como objetivo primario anunciar al Dios que nos mira bondadosamente y nos ama. Pero también tiene como objetivo ayudar a experimentar esa mirada bondadosa y ese amor salvífico de Dios a toda persona, a toda la humanidad, a toda la creación. Y, para ello, es absolutamente necesario haber experimentado en propia carne esa mirada bondadosa y ese amor salvífico, haber experimentado a un Dios que nos tiene de su mano, dirige nuestras vidas, les tiene asignado un sentido y un destino salvador (In the Company…, 44 (¿)). Es absolutamente necesario personalizar el mensaje antes de anunciarlo y mientras se anuncia.
La personalización del mensaje exige del predicador que su experiencia le permita situarlo en su historia personal y comunitaria, y en la historia personal y comunitaria de los oyentes. La personalización del mensaje consiste en detectar su esencial vinculación con la vida de cada día. El verdadero predicador debe atinar con ese hueco de la realidad y de la historia personal y comunitaria en el que encaja perfectamente el mensaje que anuncia. Debe atinar con ese campo de la experiencia humana, de la vida de las personas y de las comunidades, que se ve iluminado cuando cae sobre él la Palabra de Dios. A esto se lo llama juntar mensaje cristiano y experiencia humana, o personalizar en la experiencia humana el mensaje cristiano. El predicador debe traer la Palabra a la vida contemporánea (In the Company of Preacher, 7).
Es la sencilla pero pertinente pregunta que nunca debería olvidar el predicador: ¿Qué nos dice aquí y ahora la Palabra de Dios? Colocado el mensaje cristiano en el corazón de la vida y de la experiencia humana, se convierte en palabra iluminadora de la vida y de la realidad, en palabra animadora de la persona y de la comunidad, en palabra sanadora en medio de las crisis y las heridas, en palabra denunciadora de las zonas oscuras y pecadoras de la historia humana.
Una predicación así requiere una atención especial a los signos de los tiempos. La personalización del mensaje no se logra mejor cuando nos encerramos en nuestras experiencias subjetivas; se logra mejor cuando nos enfrentamos con la realidad, cuando la experimentamos y nos dejamos interrogar por ella. Requiere una espiritualidad o una mística de ojos abiertos, una experiencia teologal capaz de mirar al mundo de frente. Garantizado este sentido de la realidad, el predicador debe ahondar en la experiencia humana, en el alma humana, en la experiencia propia y ajena. “!Qué será de los pobres pecadores!”, exclamaba Domingo de Guzmán. “ Qué será de esta pobre humanidad!”, deberá exclamar el predicador de hoy. La predicación del testigo implicado o la personalización del mensaje sólo puede nacer desde el corazón de la compasión.
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