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Meditación sobre la muerte de Jesús II
La verdad teológica. Sentido redentor, liberador de la muerte de Cristo

2.1. Sobre esta verdad hemos de reflexionar, a base de analizar, en un principio, expresiones que son de uso frecuente, incluso en la liturgia, pero que necesitan una reinterpretación
Redimidos por su muerte: La muerte en sí no redime ni libera. La muerte no produce vida. (Si el grano de trigo no muere, dice el evangelio, no germina. En realidad para que germine ha de ser un grano vivo, de su vida germina la vida de la planta y los otros granos; él desaparece; pero es su vida, no su muerte la que genera vida, distinta de la suya). Fue el sacrificio, es decir, la ofrenda generosa de la vida entera de Cristo, que termina en la cruz, pero que gana la vida definitiva, su triunfo, lo que nos redime.


Lavados con su sangre.

La sangre, por sí misma es clamor contra quien la produce, no lava el pecado de quien asesina, ni el de una humanidad solidaria del asesino.

Tenía que morir, lo exigían nuestros pecados. Nuestros pecados no exigían su muerte, sino su entrega a la causa que el Padre le encomendó. No es el fin de una tragedia griega marcada por el destino fatal. Pudo ser de otra manera. Todo dependía de la reacción libre de los seres humanos.
Dios lo entregó a la muerte. Dios lo entregó a los seres humanos, al mundo. “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo”. Ciertamente había antecedentes de cómo reaccionaban los hombres ante los verdaderos profetas, como Cristo recordó, previó para él y anunció.

Adorar, exaltar la cruz. No tiene sentido, sólo se puede adorar a Dios. Hay que entenderlo como adoración al crucificado. Y la exaltación no es del instrumento de suplicio –la horca, la silla eléctrica, la guillotina de entonces-, sino de quien en la cruz alcanzó el grado máximo de su condición humana.

Por tu santa cruz redimiste al mundo. No fue por la cruz, sino por su amor hasta la cruz, como veremos lo que nos redimió.

2.2. La redención de Cristo.

- La muerte de Cristo es el momento e la historia en el que el ser humano alcanzó su mayor degradación y su mayor dignidad:

* Fue la acción más degradante de la humanidad, pues terminó con la vida humana más noble. Degradación objetiva en los que le sentenciaron y ejecutaron, es decir, de la acción en sí misma, - la responsabilidad de cada sujeto lo juzga Dios –

* Dignidad máxima en la víctima, en Jesús. Ningún ser humano alcanzó una perfección más elevada como ser humano que la alcanzada por Jesús en la cruz.

El momento de la muerte fue un momento culminante, no por el hecho de morir, sino porque Jesús permaneció fiel al proyecto de Dios y a su amor a los seres humanos, superando todas las tentaciones: nunca un ser humano, decimos, alcanzó un nivel más alto en su condición humana. Esto es así porque.

Lo que mide la dignidad humana es su capacidad de amor. Y nadie amó tanto como Jesús a los seres humanos. Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo. Nadie ama más que el que da su vida por el amigo.

Lo que mide la dignidad humana es la también la fidelidad al proyecto de Dios sobre él. Cristo que fue fiel frente al dolor, la burla, el desprecio, el abandono -¿de Dios?, no de él al Padre “en tus manos encomiendo mi espíritu” -. Se preguntó Jesús “¿qué diré: aparta de mi esta hora?, no, glorifica tu nombre”. “Aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Esa fidelidad se llama en la Sagrada Escritura. Obediencia: “Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. “Aprendió sufriendo a obedecer”.

Es obediencia no servil, sino filial: la de quien se pone en las manos del Padre que ama. Pero Dios a quien se pone en sus manos lo pasa a las manos de los hombres.
Que supone intimidad con el Padre: “El Padre y yo somos uno”.

Alimentarse sólo de hacer la voluntad del Padre: Voluntad de amor hacia los seres humanos. Lo que Dios quiere es que “todos los seres humanos se salven y alcancen la verdad”.

2.3. En ese amor extremo, en esa fidelidad al proyecto del Padre está su victoria
Por eso sí podemos decir que Cristo salió victorioso de la muerte. (Su resurrección fue en la cruz).


¡Oh muerte! ¿dónde está tu victoria?

La cruz pasa de ser signo de muerte y suplicio a lugar del triunfo de Jesús.
“Por lo cual Dios le exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre. De modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el infierno; y toda lengua confiese que Cristo es Señor para gloria de Dios Padre.”

2.4. En Cristo triunfamos todos. Cristo nuestro salvador. Dimensión soteriológica de la muerte de Cristo.

Lo que nos salva es su vida entera, su muerte culminando su vida – “todo está consumado” – y su resurrección.
Sobre todo su resurrección, es decir, su victoria. “Muerto por nuestros pecados, resucitó para nuestra salvación” dice Pablo.
La muerte en cuanto muerte sería más bien motivo de condenación.
Matarlo no expiaría nuestros pecados; añade un pecado más, un gran pecado.
Matarlo no es un sacrifico agradable y menos a Dios Padre
Matarlo no aplacaría la ira de Dios hacia el ser humano; la encendería.
Matarlo no nos reconciliaría con Dios, nos separaría más de Él.

El amor, la dignidad de su vida que llega al nivel máximo en su muerte: amor a los demás, incluidos quienes le matan “porque no saben lo que hacen”; y la fidelidad al Padre, “todo está consumado” –, tiene una dimensión social, su eficacia se extiende a todos; su grandeza merece la salvación el perdón de quienes en él están representados. Y toda la humanidad está representada en Cristo. Él es la expresión máxima de la condición humana. El primogénito de toda creatura, que diría san Pablo.

Cristo es el nuevo Adán, -dice san Pablo -, el generador, padre de una nueva humanidad, humanidad liberada, redimida.

Todo está “recapitulado en Cristo”: todo tiene ahora como cabeza a Cristo.


Él encabeza un nuevo modo de ser hombre

La dignidad de la cabeza determina la superación de la degradación de muchos de sus miembros, es nuestra redención. “En él hemos sido salvados”.

Por eso Dios-Padre acepta la ofrenda de la vida nobilísima de Jesús de Nazaret 1 – nadie me la quita, la entrego (Jn 10,18) – para reconciliar con Él a aquellos a los que representa, la humanidad. Se forma así una nueva humanidad.

El ruego de Jesús: “perdónales porque no saben lo que hacen” es más fuerte que la expresión del pueblo: “caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos

En resumen: ha sido el amor, más fuerte que la muerte, lo que le resucita y quien nos resucita.
Estamos salvados por el jueves santo, el día del amor, que superó la prueba del viernes santo: día éste del dolor máximo, pero también del amor máximo, día del fracaso temporal de Jesús y del triunfo definitivo, que se expresa en la resurrección.


¿Qué nos queda hacer?

Imitarle: amor y fidelidad a su proyecto. Tener sus sentimientos y sus actitudes ante Dios y los demás.

“Suplir lo que falta a la pasión de Cristo por su Iglesia” (San Pablo a los colosenses). Es decir: unirnos con nuestra obediencia y fidelidad al proyecto de Cristo, dando sentido a nuestro esfuerzo y dolor quizás, desde el amor, para constituir la comunidad de quienes le siguen. Esa ha de ser nuestra respuesta a la pasión de Cristo.

1 Por esto el Padre me ama porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita soy yo quien la entrega por mí mismo” (Jn 10, 17-18).

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