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MEDITACIONES SOBRE LA PASIÓN DE JESÚS

De los sermones de San Luis Bertrán, o.p.

Salió Jesús con sus discípulos y entraron en un huerto

Entrad en el huerto, cristianos amigos, con Jesucristo; acompañadle en esta empresa. Ponderad que, con mucha razón, debemos entrar con él, puesto que él entra por nuestros pecados. No apartemos los pies de los pinchos, no alcemos la mano del buen propósito. Pisemos sin miedo, pues los pinchos están bien hollados y los cardos desmenuzados. Entremos como soldados esforzados y valerosos. Los que acompañaron a Gedeón en la conquista de Madián no fueron los mozos, ni los recién desposados, ni los que habían plantado viñas, ni los que echados por tierra bebieron en el río (cfr. Jc 7,3-8). Pues, ¡ea!, amigo, entra con Cristo en el huerto para pelear a violario, esto es, a pagar tus muchas deudas. No entres desposado y aficionado con tus cosas; ni entres muy presto con gustillos de comer y beber bien; ni tampoco entres medroso, tibio y flojo en el servicio de Dios. ¡Animo! ¡Animo!, no te eches por tierra a beber de las aguas de este mísero mundo. Entra, sí, pero paso a paso.

Salió al otro lado del torrente Cedrón donde había un huerto

¡Dios mío!, ¿y qué haréis en este huerto?... Nos lo explica San Mateo (cfr. Mt 26,36 y ss.). Entrando en el huerto, dice, tomó consigo a San Pedro y a los hijos del Zebedeo; esto es, a los que se habían mostrado más valientes y le habían hecho grandes ofrecimientos. A San Pedro, que momentos antes había dicho: Aunque tenga que morir contigo, no te negaré (ibíd. 35). Aunque tenga que morir cien mil veces, no te fallaré. Y a los hijos del Zebedeo, a quienes cuando Cristo les preguntó: ¿Podéis beber el cáliz que yo beberé, esto es, el cáliz de mi Pasión?; ellos respondieron con gran ánimo y mucho atrevimiento: ¡Podemos! (ibíd. 20,22).

Así, pues, se llevó a éstos consigo, para que vieran cuán ardua iba a ser su Pasión, y qué grandes tormentos iba a padecer; y así, de esta manera, que entendieran que es necesario humillarse, porque el llegar a los altos puestos sólo se alcanza a base de abajarse y humillarse.

Comenzó a sentir tristeza y angustia

Tomando, pues, a estos discípulos, dice San Mateo que Jesús comenzó a entristecerse: Comenzó a sentir tristeza y angustia. Y les dijo: Mi alma siente tristeza de muerte (Mt 26,37-38). Como si dijera: Hijos míos, mi alma está triste y lo estará hasta la muerte.

¡Oh vida mía, alegría del Padre y descanso de la Madre María! ¿Por qué estáis triste? ¿Qué os entristece? ¿Qué es lo que os da pena? ¿Cabe en vos la tristeza? ¿Con qué fin, Señor, llamáis triste a la muerte? ¿Acaso porque vais a abandonar el mundo?

Mi Dios, comprendo que sintierais tristeza de dejar a vuestra Madre sola y sin abrigo; y que esta tristeza os durara hasta la muerte, pues al pie de la cruz veréis sus ojos anegados en lágrimas y sus tocas bañadas en sangre, y más afligida que nadie. Pero, Señor, para eso alzad los ojos a vuestro Padre y encomendadle a vuestra Madre, diciéndole: Padre mío, miradme, y tened piedad de mi Madre, que la dejo llorando, y esto me entristece. ¡Estad seguro, Señor, de que él la amparará!

Hermanos, con esto nos mostró Cristo que era verdadero hombre, el cual, con la razón superior, quería una cosa; pero con la parte inferior de su humanidad, la rehusaba. Obrando así hizo como el enfermo, a quien le repugna la purga, pero por deseo de sanar acepta la cauterización y la sangría; y como el mercader que, sumido en una fuerte tempestad, contra su voluntad inferior, echa al mar sus mercancías.

Decía David: No he visto nunca desamparado al justo, ni a sus hijos mendigando el pan (Sal 36,25). Esto es: No he visto nunca al justo dejado de la mano de Dios, ni lo he visto olvidado. De todos los que le sirven, se acuerda Dios. Por lo tanto, Señor, no estéis triste por vuestra Madre, porque Dios cuidará de ella como vos lo habéis hecho hasta ahora. Señor, no os preocupéis, y andad consolado a morir. Si el motivo de vuestra tristeza no es la muerte ni los martirios que tenéis que sufrir, pasad, Señor, adelante, pues cuanto más presto os lleguéis a la muerte, más presto se acabará vuestra tristeza. ¡Señor, no tardéis!...

¡Oh cristianos!, gustad este libro de la Pasión, y que os resulte dulce y amargo. Dulce, porque al contemplar al Hijo de Dios triste, tenéis que alegraros, ya que entonces es cuando os demuestra su soberano amor y dulzura, pues al mismo tiempo desea morir por vosotros y siente que sus ovejuelas se queden por un poco tiempo sin Pastor. ¡Fijaos qué dulzura, qué amor, qué entrañas de amor! ¿Quién podrá pagarle al Señor el amor que demostró al llorar y entristecerse, porque le llegaba su muerte, porque sus discípulos se quedarían solos, y porque Jerusalén sería destruida?...

¿Sabéis qué, señores? Que amamos la amargura, que vivimos sin consideración ni meditación de lo mucho que nos ama Dios. En realidad, Cristo se entristece y llora, porque les había predicho: Todos vosotros os escandalizaréis por mí en esta noche (Mt 26,31). Y vosotros, hermanos, vivís tan descuidados, como si no hubiera Dios. ¡Mala cosa es que veáis al Hijo de Dios triste por vuestros escándalos y atrevimientos, y que vosotros viváis con tanta soltura! ¡Gran mal es éste! Pues por eso se entristece Cristo.

¡Ea!, pues, mi Dios; pasad adelante; que la gente se propone entrar con vos a degustar el libro de vuestra Pasión, y a compadecerse con vos, y a llorar con vos, y a enmendar sus vidas. ¡Vamos, Señor, no estéis triste por más tiempo!

Jesús se adelantó un poco y se postró en tierra

San Mateo prosigue su relato diciendo: Jesús se adelantó un poco y, postrándose en tierra sobre su rostro, oraba diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no como yo quiero, sino como tú (Mt 26,39). ¡Válgame, Dios mío! ¿Por qué os postráis?...

Aprended, señores, que cuando oráis en el templo, debéis hacerlo con acatamiento y reverencia a Dios. Contemplad a su Hijo, que conocía y sabía la reverencia que a Dios se debe, cómo se postra y se humilla. Pero además de postrarse, echó su rostro en tierra. Aquí nos muestra que es hombre y Dios al mismo tiempo, pues el rostro de Dios y quien era la imagen del Padre eterno, se postró en tierra. Cuando os despedís de alguien a quien amáis mucho, ¿no le dais la paz con un abrazo?...

¡Oh, entrañas del amor de Cristo! ¡Oh, paz tan deseada! Cuando llega la hora, el Hijo de Dios se despide de la tierra, y por eso le da la paz. Es decir, se postra y abraza la tierra, como diciéndole: Quédate tierra en paz, porque yo asumo la guerra, que me trajo del cielo para salvarte. ¡Oh tierra!, que te he pisado durante treinta y tres años y que me has hecho tan buena compañía, ahora me despido de ti. Presto verás mi amor, pues te dejaré lo mejor que tengo, a saber: mi Sangre, mi Cuerpo y mi vida. Tierra antes maldita, yo te doy mi bendición, y tu maldición recaerá sobre mí. Huerto emponzoñado, que mi paz y la de mi Padre quede siempre contigo. Yo dejaré en ti la triaca de mi Sangre, para que sanes de tu ponzoña.

Por eso, Cristo besa la tierra y le da la paz. ¡Oh, mi Dios! ¿Cómo besáis la tierra que os ha maltratado tanto? ¿Cómo abrazáis esa tierra llena de espinas y abrojos? ¿Qué se ha de seguir de ello, sino que quedaréis espinado y lastimado? No os volquéis así sobre los corazones, porque quedaréis ensangrentado. El simplicito del cordero que se metió entre zarzales, abrojos y espinas, entró con lana y salió sin ella. ¡He aquí el Cordero de Dios, el Cordero del Padre eterno! Corderito de Dios, mirad lo que hacéis, porque la hierba está toda ella llena de pinchos y espinas. ¿Por qué os abrazáis a ella? Mirad que al fin saldréis sin lana, porque la tierra se quedará con la lana de vuestra humanidad. ¡No lo hagáis, Señor!

¡Oh, pueblo cristiano! Probad todos el libro dulce y amargo de la Pasión; ponderad este paso de Cristo al huerto de Getsemaní y confundid vuestros pundonores. Dios une su rostro con la tierra de tal manera que, siendo cosas tan distintas y separadas, quedan amigas. ¿Y vosotros no seréis capaces de uniros de verdad unos con otros, con vuestros parientes y con vuestros enemigos? Dios no teme los pinchos y los cardos, antes bien se abraza a ellos en el huerto; ¿y vosotros no sois capaces ni siquiera de dar los buenos días de palabra a vuestros vecinos? ¡Oh, cuán lejos andáis de la verdad! Llorad y gemid por vuestro descuido, y saboread la gran dulzura de este amor tan soberano.

Llorad y dad voces al cielo, diciendo: Señor y Dios mío, mirad a vuestro Hijo postrado en tierra, gimiendo, llorando y orando: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Padre, tened piedad de mí, que estoy sólo; mis discípulos duermen; me hallo desamparado de todos; y no encuentro quien se apiada de mí. Los que antes querían proclamarme rey, ahora tienen otros pensamientos; los que recibieron beneficios de mí, ninguno se presenta como abogado defensor en mi causa; la poca compañía que aquí tengo, todos están muertos de sueño, y todos piensan ponerse a salvo y dejarme. Sólo tengo a mi Madre, Señor; pero ella aumenta más mi tormento, porque siento más sus desconsuelos que los míos.

Por eso, Señor, vos que sois mi Padre y mi protector, fijad vuestros ojos en mí. Júzgame, Señor, según mi justicia y según la inocencia que hay en mí (Sal 7,9). Yo no comí del manzano del Paraíso; yo no pequé; yo no he sido un perverso. Por eso, Padre, que pase de mí este cáliz. A lo que Adán responde: Yo no sé qué sería de mí y de mi gente si no lo aceptáis. Esta cruz, Señor, ha de ser el árbol con el que pongáis remedio al error que yo cometí con el árbol de Paraíso. ¡Padre, que pase de mí este cáliz de la Pasión!

A lo que Noé replica: ¡No, Señor! Por mandato vuestro yo construí el Arca en donde se salvó el linaje humano de las aguas del diluvio. Esta Arca recibió golpes, subió por encima de los montes y nadó sobre las aguas. Pero vuestro Cuerpo, Señor, es un Arca de mucha mayor perfección. Como exclamaba David: Señor, levántate, y ven al lugar de tu morada, tú y el Arca de tu santidad (Sal 131,8).

No os asentéis, Arca soberana; levantaos del suelo; pasad vos por el cáliz de la Pasión, y que este cáliz no pase de vos. Y lo que añade Abraham: ¡No es justo que pase este cáliz! Vos me mandasteis que pasase mi cuchillo sobre la cabeza de mi hijo. A cambio, por orden vuestra, lo pasé sobre el carnero. Por tanto que el cáliz de la Pasión no pase por vuestra deidad, porque no es posible; pero sí por vuestra humanidad, para que padezca y muera. ¡No hay otro remedio, Señor mío!

Viene luego a escena Moisés y dice: Vamos todos emponzoñados y descalabrados por las picaduras de las culebras, y sólo nos queda mirar a la Cruz como remedio y refugio nuestro (cfr. Nm 21,6-9). Por tanto, Señor, pasad por la Pasión, porque conviene que sea así.

Por otra parte, veréis también los llantos y las lágrimas de Cristo cuando todos a una le decían que perecerían en las aguas de sus pecados y que no podrían salir libres de ellas, si rechazaba la Pasión. Es lo que da a entender Jonás cuando, al ver que a causa de la tempestad iban a morir todos los marineros anegados en las aguas, dio voces en medio de la tempestad, diciendo: Cogedme y arrojadme en el mar, y el mar se os aquietará y cesará la tempestad (Jon 1,12).

Hágase tu voluntad

Ante tantos ruegos y demandas, Cristo dijo: Hágase, profetas, según es vuestra voluntad y la de mi Padre: Hágase tu voluntad, pero no como yo quiero, sino como tú (Mt 26,39). ¡Oh, providencia divina! Todos los hombres estábamos navegando en el mar del pecado, padeciendo grandes naufragios y peligros; daban voces los santos padres, patriarcas y profetas; y viene el Hijo de Dios, y puestos ante sus ojos los sufrimientos y angustias de su muerte, ruega que pase este trabajo de él. Pero contemplando asimismo nuestra flaqueza y nuestro llanto, como verdadero Jonás dícenos: Arrojadme en el mar, y el mar se aquietará. Esto es, echadme en el mar, lanzadme en el golfo de la muerte. ¿Queréis, Moisés, que sea la serpiente levantada en alto? Que así sea. ¿Queréis, Abraham, que os obedezca como vuestro hijo Isaac? Hágase tu voluntad. ¿Qué queréis, Adán? ¿Por qué lloráis? ¿De ver que vuestro mal ha sido tan grande que ha corrompido a todo el mundo? Pues yo soy tan poderoso que puedo pagar por el mal que vos hicisteis en el huerto. Aquí estoy: venga la lanza y vengan los azotes. ¡Arrojadme en el mar!.

Su rostro se cubrió de sangre

En diciendo esto, Cristo quedó cubierto de sangre. Los poros de aquel soberano cuerpo se abrieron, y comenzó a salir sangre, a modo de sudor, de su santo rostro y de su sagrado cuerpo (cfr. Lc 22,44), al contemplar cuán mal iban a aprovechar muchos su muerte. Viendo, por otra parte, cuán grandes y espantosos trabajos se le esperaban, abrumado por el cansancio, derríbase en el suelo y cae en tierra como desmayado por el trabajo y por el sudor.

¡Oh, alma devota! Favorécele siquiera con una toalla para que se limpie su rostro bendito. Alza tus ojos al cielo y pregunta el por qué de este negocio. Y te dirán que la causa de todo ello son tus pecados y maldades. Fíjate en su desconsuelo, pues no hay ni una sola mano que le ayude a levantarse. Mira cómo ruega y ora a su Padre, y éste no le responde. Pues roguemos nosotros, cristianos, por él, por el inocente Jesús, con aquellas palabras del Salmista: Óigate el Señor en el día de la tribulación; defiéndate el nombre del Dios de Jacob. Envíete socorro desde el santuario, y sea tu firme apoyo desde Sión. Tenga presentes todos tus sacrificios, y séale gratísimo tu holocausto. Concédate lo que desea tu corazón, y cumpla todos tus designios (Sal 19,1-5).

¡Afligido y ensangrentado Jesús! Que Dios escuche tu oración; que él sea tu amparo y remedio, pues todos te han abandonado, y los muy amados incluso están dormidos. Envíete el Señor su auxilio y socorro desde lo alto, puesto que puede, y defiéndate él de Sión, ya que sabe y entiende que no padeces por tu culpa. Que tu Padre, Dios mío y Señor mío, mire tus sacrificios; que vea esa sangre que derramas; ese rostro tan marchito, macilento y descolorido; esos ojos convertidos en canales y fuentes de lágrimas; ese cuerpo humillado y postrado; y séale agradable tu holocausto, pues él conoce la sinceridad de tu corazón. Y que, en fin, cumpla tus deseos.

Mas, ¿cuál es tu deseo, amado Señor? ¿Qué nos deseas a nosotros? ¿Salud, vida? ¿Es tu deseo salvarnos y morir por nosotros? Pues que Dios cumpla ese deseo tuyo de morir por nosotros.

Señor mío, ¿sentís soledad? Pues que Dios os envíe socorro desde el santuario. ¡Ah, pueblo cristiano!, dirijamos nuestras voces al cielo pidiéndole a Dios: Que ponga los ojos en su Cristo. ¡Oh, Dios mío! Al pobre caminante que iba de Jerusalén a Jericó, llagado y afligido, le disteis un samaritano para que le consolase y sanase. ¿Por ventura vuestro Hijo es menos que ese caminante? ¿En qué ha desmerecido? Miradle cómo está de desfigurado, que a penas se le puede ver y reconocer el rostro. Enviadle algún consuelo.

Mas, por otra parte, podemos también imaginarnos que los ángeles que están en la presencia de Dios le rogarían que se apiadase de su Hijo, que tuviera misericordia con él, que le escuchase las súplicas que le dirigía, diciendo: Dios y protector mío, fija tus ojos en mí. Por favor, Dios nuestro, mirad a vuestro Hijo humanado que se encuentra muy afligido en el huerto.

A lo que Dios debió responderles: ¿Qué queréis, ángeles, que haga? El pecado de Adán lo exige; es preciso hacer justicia; mi Hijo se ofreció a la muerte para pagar el bocado de Adán. Dejadle, que ya está en el huerto.

Pero los ángeles debieron pedirle de nuevo a Dios: Suplicamos a vuestra Majestad que se apiada de ese pobrecito hombre. ¿Acaso no basta con todo lo que ha hecho? Fijaos en su sangre, y ved cómo tiene sus ropas ensangrentadas. ¡Basta ya, Señor!

Pero Dios, al contemplar estas ropas, debió responder a los ángeles lo que Jacob exclamó al ver las ropas de su hijo José: Esta túnica es la túnica de mi hijo (Gn 37,33). ¡Ah, Hijo de mis entrañas, qué lástima me dais! Id, pues, ángeles a consolarle, pero decidle que para él no tengo misericordia, sino justicia. Decidle que la misericordia la tengo para los pecadores; pero para él, que nunca pecó, y que nunca hubo iniquidad en él, para él no quiero la misericordia sino que se cumpla la justicia. Decidle que se anime, pero que yo, su Padre, he dictado la sentencia de que muera, y que muera con una muerte cruel y afrentosa, como no la ha habido jamás. Decidle que tenga ánimo, pero que yo, su Padre, no me contento con lo que ha hecho hasta ahora. Si Adán pecó comiendo de un árbol, quiero que ahora pague también él en un árbol; y que si Adán pecó alargando la mano, quiero que ahora se las claven a él. Decidle también que la serpiente engañó al hombre cubriéndose la cabeza y descubriendo su cuerpo, y que por eso quiero que a él, que es la Cabeza de todos los hombres, le descubran todo su cuerpo y que carguen sobre él muchos golpes, para que así se cubra el cuerpo de los cristianos y de esta manera queden defendidos de cualquier agresión. Andad, pues, y decidle a mi Hijo que se esfuerce, pero que mi voluntad es que muera, y que muera con muerte de cruz.

¡Ah, pueblo cristiano! Saborea el libro de la Pasión de Cristo y captarás su dulzura; pero cuando lo digieras comprobarás la amargura grande que en él hay. Contempla esa Pasión. Considera las palabras del Padre eterno que acabo de exponerte, y reconocerás el soberano amor que contienen. Valora el precio de tu redención; fíjate en el huerto regado con sangre; y alégrate porque con este regadío no pueden dejar de crecer en tu alma las buenas plantas de las virtudes. Llora, amigo, que por tu culpa padece Cristo tantos trabajos y penalidades; y duélete de que, para que a ti te cubran de tus pecados, el Padre eterno quiso que desnudaran a su Hijo. ¡Este es un caso nunca oído!

Y se le apareció un ángel del cielo

Vuelve ahora la mirada, oh cristiano, a la embajada que Dios Padre le envía a su Hijo, y observa lo que hacen los ángeles. Bajan del cielo para consolarle, como cuando Elías estaba fatigado y cansado, y Dios le envió un ángel que le confortó (cfr. 3 R 19,5-8). Bajó, pues, el ángel enviado por Dios, y llorando le dijo: ¡Oh gran Elías! Confortaos, levantaos, comed de este pan y bebed de este cáliz. Y postrado delante de él, añadió: No desmayéis, Señor mío. Levantaos, levantaos, que estáis a la sombra de este huerto. Levantaos y bebed de este cáliz.

– ¿Qué cáliz queréis que beba, ángel mío?, le dijo Cristo.

– Señor, le contestó el ángel, uno muy distinto de los que el mundo suele beber. Los hombres, cuando enferman o cuando desmayan, suelen tomar el cáliz de una medicina para sanar y sentirse fuertes. Pero, Señor, el cáliz que yo os presento es un cáliz, cuya bebida, de vivo os volverá muerto; de sano, enfermo; de desmayado, muy afligido. Señor mío, el cáliz que yo os traigo es el que os envía vuestro Padre, quien dice que es necesario que muráis; y así como las amas toman una purga para sanar a los niños que están criando, así también es necesario que toméis vos esta bebida de muerte, para que vuestros hijos, los cristianos, recobren la vida y sanen su voluntad. Señor, es necesario que muráis y que os dispongáis a aceptar la muerte más cruel en sentimiento y dolor, que nunca hombre alguno sufrió.

– Pero, ángel, le dijo Cristo: ¿Para mí no hay misericordia, ni perdón? ¿Ya no existe amor de mi Padre hacia mí?

– Señor, le contestó el ángel: Dice vuestro Padre que no. Que la misericordia la guarda para los pecadores, para que abandonen su mala vida; mas para vos quiere que se aplique la justicia y el rigor.

– Decidme, ángel, prosigue Cristo: ¿Y qué rigor quiere el Padre que se me aplique? ¿No se contenta con la sangre que he derramado ya? ¿No le habéis informado de lo solo que estoy?

– Repuso el ángel: Señor, de todo eso hemos ya platicado, pero vuestro Padre insiste en que se ha de cumplir todo lo profetizado. Y puesto que la palabra de Dios está empeñada, que no puede dejar de cumplirse.

– Pues, hágase, exclamó Cristo. Pero decidme, ángel: ¿Qué tormentos quiere mi Padre que sufra?

– Señor, yo os los resumiré, porque son muchos. Señor, tenéis que sufrir tres mil azotes que os darán vuestros enemigos; os pondrán sobre la cabeza una corona de espinas, etc.

Y el Hijo de Dios toma la corona que afligía a todo su cuerpo, y la besa, y vuelto hacia el Padre le dice: ¡Hágase tu voluntad! Y de nuevo comienzan los sudores de sangre, y la angustia, y la agonía. ¡Oh floresta dichosa de Getsemaní! ¡Oh ángeles celestiales, qué nuevas tan tristes le traéis al inocente! ¡Oh Padre eterno! ¿Y por qué consentís que vuestro Hijo sea tan maltratado? ¡Oh pecado de Adán, y cuánto le cuestas al delicado Cristo! ¡Oh pueblo cristiano! Sentid en vosotros estos tan extraños castigos. Gustad la dulzura y amargura de este libro de la Pasión. Y vosotros, pecadores, ved qué dulzura se deriva para vosotros de esta Pasión de Cristo.

Entonces Jesús vuelve a sus discípulos

¡Desmayado estáis, Señor! Pero, con todo, Cristo no se olvida de sus discípulos. Se vuelve a ellos, y los halla durmiendo, porque sus ojos estaban cargados (Mt 26,43); y los reprendió por ello. Pero más merece el pueblo cristiano esta reprensión, que no los discípulos, a quienes el evangelista disculpa diciendo que tenían los ojos cargados; porque tú, cristiano que me escuchas, estás durmiendo mientras Cristo padece, pero además añades nuevos pecados a los que ya habías cometido, y además los cometes con malicia.

¿Y por qué, Señor, despertáis a continuación a Pedro?... Porque los prelados no deben dormirse.

Señor, volved al huerto, a la oración, pues un ángel viene a daros consuelo. En el libro de los Reyes se nos cuenta que viendo David la gran carnicería que el ángel del Señor hacía en el pueblo, exclamó: Señor, que tu furor se vuelva contra mí, porque soy yo el que pequé (2 R 24,17).

¡Oh Cristo, gran David, que vos no podéis pronunciar esas palabras, porque no podíais pecar! Sin embargo, sí que decís: Padre mío, que vuestro furor recaiga sobre mí, porque he sido considerado maldito por ellos. Es decir, que aceptáis para vos la muerte, y decís: ¡Hágase tu voluntad!...

Pero, Señor, si confortándoos el ángel desmayáis, ¿qué haré yo? ¿Cómo es posible que una criatura conforte a su creador? ¿Acaso no sois vos la misma fortaleza?...

¡Oh gran Elías! Levántate, le dice el ángel, y toma este vaso de agua, de la que dijo David: Las aguas han penetrado hasta mi alma (Sal 68,1). Estas son las aguas de la Pasión, y de éstas tenéis que beber, porque todavía os queda un largo camino (3 R 19,7) hasta el Calvario. Recordad, Señor, que así vencéis a Madián, esto es, a vuestros enemigos; libertáis a vuestros hermanos; rescatáis al mundo y proveéis de trigo a todo Egipto.

¡Qué misterios tan maravillosos! ¿Es posible que un ángel conforte a Dios? ¿Qué decís de esto Habacuc? Señor, que consideré tus obras y quedé estremecido (Ha 3,1). Cristo suda gotas de sangre. Venid, esposa del inocente Cordero, venid a ver si éste es el esposo que pintáis en el Cantar de los Cantares; miradle bien, porque ahora no es blanco sino colorado (cfr. Ct 5,10). Venid, María y Marta, a ver a Cristo, pues tanto deseáis verle. Venid, ángeles del cielo, y comprobad si es vuestra gloria... ¡Cristo suda! Que sude el predicador y el confesor, no es mucho. Pero, ¡que sude Dios! Y todo, para quitar de tu alma el polvo del pecado. ¿Y que eso no baste? Pues ten en cuenta de que si esto no basta, te despedirá y dará contigo en lo profundo del infierno.

Mirad que está cerca el que me entrega

Volvió de nuevo Cristo a sus discípulos, y al encontrarlos todavía durmiendo, les dijo: ¡Dormid ya, y descansad! Y dirigiendo los ojos hacia Jerusalén, añadió: Mirad que está cerca el que me entrega (Mt 26,45-46). En el libro de los Reyes se cuenta que Elías dijo un día a su criado: Observa si se levanta alguna nube en el mar. Y que el criado vio una nubecilla pequeña como la huella de un hombre (3 R 18,44).

¡Oh Jerusalén! Tú eres este mar, porque en ti son atropellados los justos, pues es grande como el mar tu tribulación (Lm 2,13). De ti sale Judas, que es como esa nubecilla semejante a un hombre. No es hombre, sino sólo semejante al hombre. Protegeos, Señor, que en Jerusalén se ha levantado una bestia fiera para tragaros.

¡No, dice Cristo; quiero aguardarla!... ¡Oh Josué!, ¿por qué no huís? Mirad que tenéis muy cerca al ladrón que robó lo que Dios había mandado que no se tocase. ¿Por qué no huís? ¡Oh buen Josué!, que tenéis a vuestro cuidado a todo el género humano, que hurtó la manzana prohibida, y Dios puede permitir que seáis vencido, como lo fue entonces Josué (cfr. Jos 7). ¿Por qué no huís?...

Llegó Judas, y Cristo le dio con toda mansedumbre el beso de paz. ¡Oh gran Jacob, que te veo postrado a los pies de tu cruel hermano, Esaú! ¡Oh Judas!, ¿no bastaba este beso para ablandar tu corazón?... ¡Oh mi Dios y Señor! ¿A quién besáis en la boca? ¿A un hombre falso que dentro de poco lo veréis en el infierno?...

¡Cristianos que me escucháis! Aprended de Cristo a perdonar las injurias, pues si tu hermano te hizo traición, al fin se arrepintió de ello. Fijaos en lo que Cristo le dice a Judas: Amigo, ¿para qué has venido? (Mt 26,50). Lo llama amigo. ¡Oh misericordia de Dios! A este saludo de Cristo, que llama amigo a Judas, se acogen los pecadores con gran confianza, porque si al que viene a entregarlo lo llama amigo, ¿qué hará con el corazón que le suplica misericordia?

¡Oh, cuántas invitaciones le hace Dios al pecador para atraerlo hacia su amor!... Ciertamente, Señor, que Judas se dio mucha prisa en cumplir lo que le encomendaste anoche: Lo que has de hacer, hazlo pronto (Jn 13,27). ¡Qué buena prisa y maña se ha dado en este negocio! ¡Oh Judas! ¿Y cómo te atreves a quebrantar las palabras de tu Maestro, y a mantener tu palabra con el mundo, por treinta monedas?... Observa cómo el lobo pone su boca sobre el Cordero, prefigurado en Amasá, cuando Joab lo saludó, diciendo: ¡Dios te guarde, hermano mío!; y a continuación lo mató (2 R 20,9-10).

Decidme, caballeros cristianos: ¿Cómo guardáis la palabra que disteis a Cristo en el bautismo prometiéndole seguirle? Veamos: ¿Amáis más al mundo que la palabra que les disteis a Cristo?... Dice San Ambrosio: ¡Oh Judas, y qué sacramento has vendido! ¡Oh lisonjeros, que os acercáis a comulgar a Cristo y no estáis aparejados como conviene, y al recibirlo lo vendéis, pues por fuera mostráis dulces palabras, y por dentro tenéis las entrañas dañadas! Judas es figura del mundo. Pues que Dios te guarde cuando el mundo te da un beso de paz. Este beso se parece al alacrán, que con el rostro te halaga, y con la cola te pica. Y también se parece al verdugo, que sube con la escalera al condenado a la horca, lo ata, le da la paz, y luego quita la escalera, y aquél queda ahorcado.

¿A quién buscáis?

Jesús se acercó a los guardias y les dijo: ¿A quién buscáis? Le respondieron: A Jesús el Nazareno. Y él les contestó: Yo soy (Jn 18,4-5). ¿Quién podría imaginarse esto? Para reconocer a Cristo no les bastaron a aquellos las linternas que traían de Jerusalén; y a vosotros no os sirve de nada ni la filosofía, ni la retórica, ni toda vuestra sabiduría, si el mismo Dios no os otorga la gracia y el favor para que le conozcáis. Postraos ante él, y fijaos en lo que os dice Dios: Yo soy. Por tanto, temedlo, porque él es ante quien tiemblan las potestades del cielo y las fuerzas del mundo y del infierno.

Si me buscáis a mí, añadió Jesús, dejad ir a éstos (ibíd. 8). Es decir, la guardia del rey lo desamparó. Los fuertes huyeron. ¡Oh Pedro!, ¿dónde está tu valor, cuando dijiste: Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré? (Mt 26,35). Y tú, Santiago, ¿cómo dijiste, puedo beber el cáliz que Cristo ha a de beber? (cfr. Mt 20,22) Y tú, Tomás, ¿dónde está tu ánimo cuando decías: Vayamos también nosotros para morir con él? (Jn 11,16). Con razón dijo Cristo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí en esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño (Mt 26,31).

¡Oh manada apostólica! ¿Adónde vais sin pastor? Mirad que entraréis en lo que está vedado, y os prenderán, y como sois pobres no tendréis con qué pagar la sanción. Si fuerais con Cristo, él os enviaría al mar, como hizo con San Pedro, y sacaríais de él con qué pagar. Mas, como dijo Jeremías: ¡El oro se ha obscurecido y mudado su color bellísimo! ¡Dispersas están todas las piedras del santuario por los ángulos de todas las plazas! (Lm 4,1). Y estas palabras, aplicadas a los apóstoles, significan que ellos, que eran las piedras preciosas para edificar la ciudad santa del cielo, se han dispersado. ¡Oh valeroso Sansón, que por amor a Dálila, esto es, a la naturaleza humana, fuiste entregado a los filisteos!.

(Tomado de "Obras y Sermones de San Luis Bertrán",
tomo I [1688-90], páginas 473-480).

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