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Santos Lorenzo Ruiz, Domingo Ibáñez de Erquicia y 14 compañeros mártires dominicos de Japón


Santos Lorenzo Ruiz,
Domingo Ibáñez de Erquicia
y 14 compañeros mártires dominicos de Japón

Nagasaki, 1633-1637

El 18 de febrero de 1981, Juan Pablo II beatificaba en Manila a Lorenzo Ruiz, padre de familia filipino muy vinculado a los dominicos, a catorce compañeros mártires dominicos, encabezadas por Domingo Ibáñez de Erquicia. Y el 18 de octubre de 1987 canonizaba al primer santo mártir filipino: el Beato Lorenzo Ruiz, con sus compañeros de martirio y de beatificación. Por ser el protomártir filipino es Lorenzo el que encabeza el grupo de los 16 mártires de la familia dominicana que dieron su vida por el Evangelio en Nagasaki, entre 1633 y 1637.

El panorama que al padre Domingo Ibáñez de Erquicia y demás misioneros dominicos se les presentaba cuando llegaron a Japón entre 1620 y 1637 no podía ser más aterrador. Desde el punto de vista puramente humano, su llegada a este país significaba ir a una muerte segura precedida de horribles tormentos; agua ingurgitada y arrojada por presión en el vientre, incrustación de agujas o cañas afiladas entre las uñas de los dedos, hoguera a fuego lento, etc. Los métodos de tortura para hacer apostatar habían ido recrudeciéndose con respecto a otras formas empleadas en períodos anteriores. A pesar de todo, los misioneros seguían llegando y la mayor parte de los cristianos japoneses se mantenían firmes en la fe. El grupo de mártires que encabezaban San Lorenzo Ruiz y Santo Domingo Ibáñez de Erquicia pertenece a esta época, en que la persecución anticristiana alcanza su clímax para terminar, en 1639, con el cierre hermético del país a toda relación con Portugal y España.

Es la época en que empuña las riendas del gobierno militar el shogun Tokugawa Iemitsu (1623-1651), que había heredado de sus antecesores el odio hacia el cristianismo. La presencia de los dominicos en Japón había comenzado en 1602 y, hasta el presente, ya habían muerto por la fe casi todos los que por entonces entraron en este país. El primer grupo –Beatos Alfonso Navarrete y 19 compañeros– , y segundo grupo integrado por setenta y dos terciarios, catequistas, cofrades y bienhechores de los dominicos fueron santificados en su mayoría durante los shogunados del fundador de la dinastía, Tokugawa Ieyasu, y de su hijo Hidetada. Ahora les llegaba la hora del testimonio martirial a los que entraron y predicaron el mensaje cristiano en tiempos de Iemitsu. Es el grupo cuya Memoria litúrgica se celebra en este día.
Es un grupo variado en etnias, en estados de vida, en situaciones sociales. Hay en él hombres y mujeres, sacerdotes y laicos. Sin embargo, a la hora de confesar el nombre de Cristo todos compartieron la fortaleza en el tormento, la esperanza en la resurrección con Cristo, la grandeza de corazón para perdonar a los perseguidores. Ofrecieron su vida durante el mandato despótico e intransigente de un shogun que, decidido a destruir todo vestigio cristiano en Japón, dijo en sus últimos años estas palabras: «Mientras el sol caliente la tierra, no se permitirá la entrada de ningún cristiano en Japón; y sepan todos que, aunque sea el rey de España y aun el verdadero Dios de los cristianos o el mismo Buda, los que se atrevieren a contravenir esta orden lo pagarán con la cabeza».

Los hechos confirmaron su propósito. Durante los 28 años de su shogunado fueron sacrificados la mayor parte de los cuatro mil mártires de aquella época de la historia japonesa. Para colmo, en 1639, cerró Japón a todo influjo comercial, cultural y religioso procedente de Portugal y España. Con esto quedó oficialmente cerrada toda labor evangelizadora en territorio japonés, donde religiosos jesuitas, franciscanos, agustinos y dominicos, y numerosos laicos japoneses habían trabajado heroicamente en la difusión del mensaje cristiano.

Sin embargo, el proyectado exterminio del cristianismo no fue total, Quedó un núcleo de cristianos japoneses escondidos en las islas del Sur, que mantuvieron su fe a lo largo de varios siglos hasta la apertura de Japón a Occidente, a finales del siglo XIX. Entonces los descendientes de aquellos mártires emergieron como pequeña comunidad cristiana después de transmitir de padres a hijos su fe en Cristo, su devoción a la Virgen María y su fidelidad al papa. Así renació de las cenizas de las persecuciones la Iglesia de Japón, hoy continuadora de la evangelización que llevaron a cabo aquellos misioneros.

San Lorenzo Ruiz de Manila

Hijo de padre chino y madre filipina, nació en Binondo, Manila, en 1600. Sirvió desde muy joven en el convento e iglesia de los dominicos Binondo, donde recibió formación cristiana. Llegó a ser escribano y llevó una vida de piedad y dedicación a hacer obras de caridad. Contrajo matrimonio y tuvo tres hijos. Hacia 1636 fue acusado de complicidad en un homicidio y, perseguido por la justicia, buscó refugió en los dominicos. Gracias a la intervención del padre Antonio González pudo salir de la embarazosa situación.

Justamente por entonces el padre Antonio González preparaba la expedición a Japón, y Lorenzo, con intención de saltar a tierra en Macao, se adhirió al grupo de pasajeros. Pero, debido a los vientos, el barco se desvió a Okinawa, donde fueron todos arrestados y encarcelados. Fue durante el año que permanecieron recluidos en la prisión de Okinawa cuando se robusteció la fe de Lorenzo hasta el punto de decidirse a confesar ante los perseguidores sus convicciones cristianas.

La prueba tuvo lugar al verse ante el tribunal de Nagasaki. Aunque vacilante al principio, luego recuperó el coraje de declararse cristiano y «dispuesto a dar mil veces la vida por Dios». Confiado en la intercesión del padre Antonio, sacrificado antes que él, se atrevió incluso a retar a los jueces: «Ahora ya podéis hacer de mí lo que bien os parezca». Durante el paseo por la ciudad, fue rezando oraciones y jaculatorias y, ya en la colina de Nishizaka, sufrió la tortura del agua ingurgitada que soportó con heroica entereza y paciencia. Murió el 29 de septiembre de 1637 y sus cenizas fueron arrojadas al mar. Es el primer santo mártir de la Iglesia filipina.

Santo Domingo Ibáñez de Erquicia

Nacido en Régil (Gipúzcoa) en 1589, ingresó en la orden dominicana en el convento de San Telmo de San Sebastián. Siendo todavía estudiante de teología se alistó para predicar el Evangelio en el lejano Oriente y en 1611 se encontraba ya en Filipinas. Un año después recibió la ordenación sacerdotal en Manila y le fue encomendado el ministerio en Pangasinán, luego en Binondoc y posteriormente en Manila, como profesor del colegio de Santo Tomás.

Por el año 1622 sólo quedaban en Japón dos misioneros dominicos y los superiores decidieron enviar a aquel país a cuatro religiosos. El padre Domingo Ibáñez de Erquicia fue uno de ellos y en octubre de 1623 desembarcó en Nagasaki, con tan mala fortuna que, apenas puesto el pie en tierra nipona, salió un decreto shogunal que prohibía a los españoles permanecer en el país y cortaba radicalmente las relaciones con Filipinas. En efecto, el padre Domingo con sus compañeros zarparon, pero, tras navegar unas ocho leguas, una pequeña embarcación, preparada por el padre Domingo Gastellet, salió a su encuentro y los devolvió a la costa japonesa. Comenzaron entonces una vida de clandestinidad.

Superior de la misión dominicana durante diez años, el padre Ibáñez realizó heroicos esfuerzos para confortar a los cristianos, reconciliar a los apóstatas y administrar los sacramentos en medio de huidas, caminatas nocturnas, escondites en cuevas y en montones de paja. Y, al fin, muy buscado por las autoridades, fue recluido en la cárcel de Nagayo, en Ómura. [Fue torturado] y entregó su alma al Señor el 14 de agosto de 1633. Su cadáver fue reducido a cenizas para que los cristianos no veneraran sus restos.

Jesús González Vallés O.P.

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.




San Antonio González

San Antonio González

Perfil Biográfico

Pocos años antes de cumplirse el siglo cristiano del Japón, que se inicia en 1549 con la llegada de san Francisco Javier, llegó a éste, para nosotros remoto país, el P. Antonio de León. Era el año 1636. Había nacido en León el año aproximado, no es segura la fecha, de 1593. A los 16 años ingresa en la orden dominicana en el convento de Santo San Antonio GonzálezDomingo de la capital leonesa. Después de cursar sus estudios, fue ordenado sacerdote y destinado a proseguir estudios de especialización teológica. Asignado al convento de Piedrahita, ejerció allí como profesor de teología y maestro de estudiantes dominicos. El P. Antonio alternaba ambas actividades con la predicación. En esos ambientes y actividades, de estudio, de observancias religiosas y de predicación, nació, creció y se desarrolló en él un deseo de ser misionero y mártir.

Un día escuchó una carta que invitaba a incorporarse a las misiones de Extremo Oriente. Intuyó que aquella carta era una llamada para él y, con otros misioneros, embarcó rumbo a Filipinas. A finales del año 1632 llegaban a Manila. Nada más llegar manifestó su deseo de incorporarse de inmediato a las misiones del Japón. De momento, sin embargo, le encomendaron la administración y docencia en el colegio de Santo Tomás de Manila que, poco después, sería la primera universidad católica de Oriente. Siendo, más tarde, rector del Colegio de Santo Tomás, fue elegido para encabezar el grupo misionero destinado al Japón para suplir las bajas de otros misioneros y animar a los cristianos perseguidos. El 10 de junio de 1636 partía con otros dos sacerdotes y otros dos laicos. El 21 del mismo mes llegaron a Nagasaki. El P. Antonio llegaba enfermo, pero no escatimó fuerzas ni valentía al contestar al interrogatorio de las autoridades en las que no faltaron las incitaciones a la apostasía y a profanar las sagradas imágenes que portaba. Le sometieron, primero, al suplicio del agua ingurgitada y, viendo que no conseguían su propósito, a otros tormentos que agudizaron su fiebre de tal forma que tuvieron que llevarle en brazos a la cárcel, donde finalmente murió. Fue al amanecer del día 24 de septiembre del año 1637 cuando entregó su alma a Dios. Su cuerpo fue llevado a la colina sagrada de Nagasaki y echado al fuego. Algunos cristianos disfrazados llevaron las cenizas para arrojarlas al mar, pudiendo también recuperar algunas reliquias. Los que habían formado parte de la expedición misionera del P. Antonio, otro español, un francés, dos japoneses y un filipino, sacerdotes unos y laicos otros, todos dominicos, fueron igualmente martirizados, esta vez decapitados, el 29 de septiembre del mismo año.

Su perfil humano es extraordinario. Una persona inteligente, estudiosa, brillante en sus estudios. La propia Orden Dominicana le promociona para que siga haciendo estudios de teología. Un hombre que brilló tanto en el aspecto intelectual como en el pedagógico. Fue rector y maestro de estudiantes de los dominicos. Fue profesor de teología. Fue, también, notable su sentido práctico, puesto que llegó a ser no sólo rector sino administrador del Colegio de Santo Tomás de Manila.



Perfil Espiritual

Puede que sea casualidad, pero el hecho, significativo para nosotros, es que el siglo XVI empieza con la aparición de la Virgen del Camino (León) -2 de julio de 1505- y termina con el nacimiento de san Antonio de León -1593-. Estando celebrando el 500 aniversario de esta aparición, no podemos menos de pensar en lo pudo suponer para san Antonio de León, a juzgar por lo que ha supuesto para tantísimas personas, siempre peregrinas, el Santuario de la Virgen del Camino.

Al margen de las suposiciones, el hecho es que en 1987 Juan Pablo II canonizaba a 16 mártires dominicos en el Japón y dedicaba la fecha del 24 de septiembre a todos ellos. Entre esos 16 dominicos mártires del Japón, hay uno que es de León: el P. Antonio González, el P. Antonio de León.

Los que le conocieron hablaban de él como de un hombre de oración y de estudio, de observancia que llegaba hasta la penitencia, de apostolado y de testimonio. Tanto que defender, como buen dominico, la justicia y la verdad en su predicación, le ocasionó protestas y denuncias de las autoridades civiles por su valentía y franqueza.

Estas virtudes, llevadas hasta la heroicidad, prepararon el terreno para llegar a alcanzar la palma del martirio al amanecer de un 24 de septiembre de 1637. Y convencieron al Santo Padre Juan Pablo II para añadirle a la lista de los santos en 1987.

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