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La naturaleza “mística” de la Iglesia







La Iglesia es, como nos lo recuerda una vez más el Concilio (“Lumen Gentium”), un misterio: el del Cuerpo Místico de Cristo. Y tal es su naturaleza específica.

Pero se trata de un misterio al mismo tiempo visible e invisible. Con esto se quiere decir que ambas dimensiones, la visibilidad y la invisibilidad, son partes integrantes de un único y solo misterio. Expliquemos esto y veamos sus consecuencias.

Es posible que, al escuchar a san Pablo sus afirmaciones sobre la Iglesia, se hicieran los paganos esta primera pregunta: ¿Qué es esa iglesia, para que con tanta confianza y amor se pueda hablar así de ella? A esa pregunta intentó responder claramente el Apóstol. Últimamente hablamos todos con frecuencia de la “crisis de la Iglesia”; casi con seguridad no somos la única generación que ha usado esa fórmula. Pero, de tanto hacerlo, podemos caer en consideraciones meramente historicistas o sociológicas del fenómeno “Iglesia”. De los dos tipos de crisis posibles (de crecimiento y decrepitud) la Iglesia solamente puede conocer el primero, y tenemos poderosas razones para proclamarlo, y todas surgen de nuestra fe en ella. Es eternamente joven, fecunda y vigorosa: las crisis no pueden asustarla, ni debilitarla, ni corromperla. Podría pensarse que el fundamento de nuestra opinión es la experiencia histórica del pasado, ratificaciones experimentales de su inexplicable resistencia. Y es verdad. La historia confirma nuestra convicción, pero ésta no se apoya solamente en el pasado. Tenemos en cuenta también el futuro. La Iglesia, como Cristo mismo, se ubican por encima del tiempo y del acontecimiento. Los creyentes nos confiamos sobre todo en la profecía de Cristo: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”, y en su consoladora promesa de “permanecer con ella hasta la consumación de los siglos”. Hoy quizás conocemos mejor su motivo profundo para formular tales profecía y promesa. Ese motivo es la realidad del misterio; no podrá encontrarse otro. En el Concilio Vaticano II la Iglesia, preocupada por manifestarse una vez más al mundo, redacta lo que podemos llamar una “profesión de fe en sí misma”: la constitución “Lumen Gentium”. En ella su primera afirmación, escandalosa para este mundo incrédulo, es atreverse a decir, sin retaceos ni temores: “Yo soy el misterio”.[4] Esa es la raíz de su propia y única fuerza. Si esto se acepta, se acepta a la Iglesia; si esto se entiende, se entiende a la Iglesia. Si esto se rechaza, a Cristo se rechaza. No vale la pena seguir leyendo. Porque es la razón y el respaldo teológico de nuestra manera de considerar a la Iglesia, de nuestra confianza y de nuestro amor.

Y aunque la Iglesia sea también simultáneamente una sociedad humana visible, jerárquicamente constituida, incardinada en la historia de la humanidad, comprometida con los avatares y fragilidad de sus miembros, aun de los más encumbrados (principales más frecuentes destinatarios de la censura de la sociedad circundante), no es principalmente eso. Primariamente es “el quasi sacramento de Cristo”, pues lo prolonga biológica-místicamente a través de los tiempos. Por esta estrecha relación con Cristo, único salvador y mediador, continuará siendo —pese a todos los obstáculos— el exclusivo instrumento válido de la salvación humana, imposible de lograr fuera de ella.[5] Los medios más eficaces de que dispone para realizar su cometido (la salvación del mundo) son de carácter eminentemente sobrenatural proporcionados a su fin. Su energía primordial procede de la asistencia del Espíritu Santo, su alma, que le fue concedido el día de Pentecostés. Desde entonces, la Iglesia está permanentemente y de modo íntimo unida a ese Espíritu. Y Él es, ante todo, Espíritu de santificación (aspecto especialmente subrayado por la “Lumen Gentium”).[6] Es el Espíritu Santo quien crea la “santa” Iglesia. No suprime toda tara de la Iglesia visible, ni torna impecables a sus miembros, ni siquiera a sus jefes, pero hace brotar un manantial: el torrente de la santidad corre como un río en medio de la Iglesia y cada cual puede escoger con Dios el medio preferido. Por eso hubo tantos y tan distintos santos y los seguirá habiendo, pese a todas las “crisis” de la Iglesia. Lo fundamental es sumergirse en la corriente.

La Iglesia, peregrinante por el camino de los Apóstoles, es el testigo de la obra divina. Testigo no es solamente el que ha visto o el que habla, sino aquel en quien se manifiesta la fuerza de Dios, garantía de su predicación. “Vais a recibir la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, entonces seréis mis testigos”[7] Los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran fuerza.[8] San Pablo añade bellamente: “El reino de Dios no consiste en palabras sino en fuerza”[9] ¿Qué fuerza y de quién? La predicación no consiste en “discursos persuasivos de la sabiduría humana, sino en una demostración del Espíritu, a fin de que la fe se base no en la sabiduría de los hombres, sino en la fuerza de Dios”.[10] Rotundamente: “el Evangelio es la fuerza de Dios”.[11] Es el Espíritu quien, por la Iglesia, insufla su fuerza en el mundo hasta sus confines geográficos e históricos “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va”.[12] El Espíritu Santo lleva a la Iglesia. Su acción es misteriosa (“no sabemos de dónde viene”); también lo es su dirección (“ni adónde va”); pero inexorablemente la conduce bien a pesar de algunas apariencias, a pesar de los hombres. Creer en la Iglesia es creer en el Espíritu Santo quien —repito— es su alma. Todo consiste en ser capaces de “oír su voz”.

De esta espléndida enseñanza se siguen consecuencias no menos admirables, de orden especulativo y práctico. Aceptarlas por la fe supone, al mismo tiempo, reconocer que la eficacia de la actividad de la Iglesia surge —muchísimo más que de los elementos humanos indudablemente presentes— de la intimidad del misterio Trinitario manifestado a través de ella. El éxito de su ministerio no se respalda, ni primaria ni exclusivamente, en la coherencia de sus enseñanzas, la sabiduría y competencia de sus gobernantes, la aptitud o adaptabilidad de sus estructuras o su poder político de convocatoria. La Iglesia es ante todo el “Reino de Dios” que “no es de este mundo”. La Iglesia no sería lo que es, ni podría lo que puede, si se la despojara de la energía divina de la gracia de Dios, derramada en el mundo por su intermedio. La Biblia nos ofrece una bella metáfora para exponer este hecho; la gracia es para la Iglesia lo que su cabellera era para el juez de Israel Sansón: el secreto de su poder. Por eso la Iglesia es siempre sorpresiva; en las mismas circunstancias y parecidos problemas de la sociedad civil, sus soluciones son siempre atípicas e inesperadas.

Penetremos un poco más hondamente en la razón esencial de este prodigio. Antes afirmamos que no se puede separar en la Iglesia lo invisible y de lo visible, lo espiritual de lo jurídico. Debemos explicar por qué. Este “por qué” anima nuestra actitud de plena confianza ante la Iglesia. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”.[13] La palabra sacramento, de origen latino, es equivalente a la de μυστήριov (misterio), de origen griego. Hubo una época en la que los cristianos la usaron indistintamente para expresar la misma realidad; pero poco a poco se fueron separando sus significados y, hoy, el Concilio Vaticano II las separa definitivamente. Así misterio se utiliza para expresar la realidad íntima; sacramento, en cambio, es la manifestación sensible o empírica de dicha realidad.[14] Así, pues, cuando decimos que la Iglesia es sacramento queremos afirmar que la Iglesia visible es “signo” del misterio de la Iglesia.

No desearía pecar por excesiva abstracción, pero hay algo merecedor de un mayor interés por nuestra parte para captar de cerca el hilo de este discurso. La noción de sacramento, en la nueva ley, no es la de algo puramente significativo; todo verdadero sacramento implica una real eficacia: causa lo significado en virtud de la humanidad de Cristo, cuyo instrumento es. En este sentido, según lo enseñado desde el comienzo de la Iglesia y especificado sistemáticamente por santo Tomás, la humanidad de Cristo es el sacramento primero y fontal, origen y causa de toda verdadera sacramentalidad. Tocamos aquí el misterio mismo de la Encarnación. El Verbo hecho hombre manifiesta visiblemente a Dios, es el “signo” o sacramento de Dios. “El que a mí me ve, ve al Padre”.[15] Cristo, visible a los ojos de los Apóstoles, expresaba al Padre invisible. Y esa humanidad suya, convertida en instrumento del Verbo, contenía una inefable e infalible eficacia redentora en la Persona del Hijo de Dios. A pesar de las débiles apariencias del signo de la humanidad, Dios obraba en ella. Indudablemente la Encarnación entrañaba un riesgo: el de no aceptar a ese hombre como Dios, poseedor del poder de Dios, de “todo poder en el cielo y en la tierra”.[16] El riesgo existe de negarse a creer en Él. Y eso efectivamente sucedió. Primero lo negó el mundo, su enemigo, juzgado ya “por no haber creído en Él”.[17] Pero tampoco sus discípulos llegaban a reconocerlo del todo: “¡Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, y todavía no me conocéis”![18] Esa incredulidad aún perdura.

Ahora bien, como Cristo es el sacramento del Padre, la Iglesia es como un sacramento de Cristo, lo prolonga en la historia. Quien ve a la Iglesia, ve a Cristo. Ella, visible a los ojos de todas las naciones, expresa y significa a Cristo invisible después de la Ascensión. Y, así como la humanidad pudo empañar a la vista de muchos la divinidad de Cristo, así lo visible y lo jurídico de la Iglesia pueden empañar a la vista de la sociedad humana la realidad del misterio por ella significado.

No debemos extrañarnos de que algunos, mirando la Iglesia, no vean a Cristo. Muchas clases de pantallas pueden interponerse entre ella y Él. Pero ni el éxito ni el fracaso de las distintas generaciones componentes del entramado histórico de la Iglesia visible, pueden perfeccionar o comprometer su realidad “mística”. Dichas generaciones pueden encarnar de manera diversa, más o menos fiel, el ideal propuesto por Cristo y, de hecho así ha acontecido. Mas ello es sólo la comprobación empírica de la mayor o menor estatura moral y espiritual alcanzada por los hombres y mujeres que, en las diferentes épocas, han conformado o conducido la grey por Él reunida. La Iglesia contemporánea ha tenido la valentía y la humildad de pedir perdón por los errores del pasado. Y tal actitud sólo es verdaderamente posible en la Iglesia. ¿Por qué? Porque la Iglesia, misterio invisible, está más allá del éxito y los desaciertos de la Iglesia sociedad visible, si estos se entienden en un sentido meramente temporal. Por eso mismo es inmune al fracaso de los hombres. Observemos el siguiente hecho: el Espíritu Santo que —según señalé antes— crea la “santa” Iglesia, crea antes la “Iglesia”: convierte el cuerpo en un cuerpo organizado, en un cuerpo con alma, provoca sus funciones, establece una subordinación de partes, hace circular por ese cuerpo un influjo unitario de gobierno o —según el término profundo de la teología— el Orden sagrado. La elección de Matías sirve de signo inmediato a ese papel del Espíritu: la Jerarquía es sólo su manifestación. Dios otorga una gracia social, un don colectivo, del cual emana una muchedumbre de otros dones.

Cuando el misterio de la Iglesia es aceptado, creído y vivido tal cual es por una determinada generación, entonces la Iglesia visible acrecienta sus filas, incrementa sus aciertos, fortalece su testimonio y lo torna eficaz, aumenta su prestigio ante el mundo. Pero si otra generación lo olvida y lo traiciona, entonces se esteriliza y se vuelve inoperante, abrumándose internamente con divisiones y enfrentamientos doctrinales. Cuando los mismos pastores han confiado en la Iglesia sólo a causa de sus fuertes estructuras político-sociales, de su bien cimentada organización, o de su poderío económico, olvidando que sin el Espíritu “nada es posible hacer”, entonces se ha asistido a lamentables desastres morales, relajaciones y escándalos de toda índole. O la Iglesia visible, como su parte integrante, es “auténtico signo sensible” del Misterio invisible y gestora de la santidad de sus miembros, o esa generación fracasa irremediablemente, arrastrando consigo a muchos en su ruina. Dios substituye esa generación por otra más fiel. ¿O no leemos, acaso, lecciones así en la historia? No sería de ningún modo necesario, ni conveniente recurrir a las protestas de los heresiarcas. Bastaría leer los escritos de grandes místicos canonizados por la Iglesia como, para poner un sólo ejemplo, “El Diálogo” de santa Catalina de Siena.

La Iglesia peregrina recorre su sempiterno itinerario, ardua y fatigosamente, pasando por altas cumbres y profundas hondonadas, es decir, por variados matices de fidelidad o de infidelidad a la vocación común, al llamado de su Señor, que diferencian entre sí a los cristianos.

Mas, la vida mística comunicada a sus fieles por los sacramentos no disminuye ni pierde energías. El sol se va apagando, pero pasarán millones de milenios para que se apague del todo. El radium va perdiendo energías, pero pasarán miles de milenios antes que se desgaste del todo. ¿Podemos imaginar el agotamiento de la Iglesia, cuando la sabemos animada por el Espíritu de Dios autor del sol y del radium? Cristo, cabeza de su Iglesia, vive en ella y en ella mantiene su infinita eficacia. Son significativas las palabras pronunciadas por Él al curar a la hemorroisa: “Alguno me ha tocado, porque yo he conocido que una virtud ha salido de mí”.[19] Cristo resucitado y sentado a la derecha del Padre, ¿tendrá menos virtud ahora que cuando curó a esa enferma? Tratemos de descubrir las implicancias prácticas de esta colosal verdad. Creer en la Iglesia es aceptar a Cristo; confiar en ella y amarla, es confiar en Él y amarlo.

En todas las épocas de la vida de la Iglesia han existido santos y pecadores; en algunas prevalecen los primeros y en la mayor parte de las otras los segundos. Se ha de reconocer, empero, que en todas ellas el Supremo Magisterio de la Iglesia ha permanecido adherido a esta realidad mística, otorgando siempre prevalencia al influjo sobrenatural de la gracia y de la oración por sobre el kerigma o anuncio de la salvación en sus múltiples y variadas expresiones. Y ello sucedió invariablemente, aun cuando quienes la enseñaron no hubiesen vivido en consonancia con la verdad predicada, ni la ejemplificaran con su vida.

La encíclica “Supremi Apostolatus” es sólo una muestra de esa perenne realidad; fue promulgada, como otras similares, en un momento caracterizado por ser uno de los culminantes de la fidelidad a la misión encomendada por Cristo a sus Vicarios. Ciertamente no se trata de una doctrina nueva. Pero nunca la Iglesia ha enseñado “novedades”. No hace más que reiterar, subrayar, custodiar, definir cada vez con mayor claridad la doctrina que le ha legado su Señor. Pero lo novedoso de una enseñanza del Magisterio —se me ocurre pensar— reside en la oportunidad de su formulación. Esta encíclica constituye una fuerte sacudida para la conciencia moral de la cristiandad. Quizás con más elocuencia que las palabras hablan los gestos y las actitudes de los Pontífices Romanos. Como aquel de S.S. Pío XI quien, deseando proponer otro patrono de las misiones católicas —dimensión particularmente relevante del ministerio de la palabra entre los pueblos todavía sumergidos en las sombras del paganismo— colocó, al flanco del gran evangelizador de oriente, san Francisco Javier, a una humilde religiosa de clausura, jamás salida del perímetro de su pequeño monasterio y casi totalmente desconocida por el mundo, la monja carmelita descalza santa Teresita del Niño Jesús (de Lisieux). Quiso el Papa juntar al fogoso heraldo con la mansa contemplativa, el silencio fecundo con la palabra transformadora. ¿Cuál de las dos cosas es más necesaria y eficaz? “Ambas deben ir inseparablemente unidas”, se me podría responder. Y es verdad. Eso me hacer recordar la enseñanza de santo Tomás sobre la vida apostólica: si no brota de la abundancia de la contemplación, escasamente sirve. El Angélico no hace más que explicitar el texto del Evangelio: “de la abundancia del corazón, habla la boca”. Ésta sola poco dice y convence menos. La intención del Sumo Pontífice aparece claramente: demostrar que la Iglesia —Misterio invisible manifestado por signos sensibles— confía principalmente en el poder de la plegaria, su arma más poderosa, el medio más apto para conquistar su fin. El “euntes docete omnes gentes” está subordinado, para alcanzar eficacia, al “oportet semper orare”.

(...)

[4] LG., cap. 1

[5] “Extra Ecclesia nulla salus”. Esta antigua y célebre definición se aplica primariamente a la Iglesia como sociedad invisible (“el misterio del Cuerpo de Cristo”), secundariamente a la Iglesia como sociedad visible. Esta distinción, cuyo contenido es demasiado amplio para ser expuesto aquí, ahuyenta los resquemores provocados por un reduccionismo inexacto. Pero es en sí misma absolutamente indiscutible.

[6] Cf cap. IV

[7] Hechos, 1, 8

[8] Ibidem, 4, 43

[9] I Co, 4, 20

[10] Ibidem, 2, 4-5

[11] Rm, 1, 6

[12] Jn, 3, 8

[13] Lumen Gentium, n1 1

[14] Cf Lucio Gera, “El misterio de la Iglesia”. Comentarios a la Lumen Gentium, revista Teología, III, 2, n1 7, p. 160

[15] Jn 14, 7

[16] Mt 9, 6

[17] Jn 16, 9

[18] Ib 14, 9

[19] Lc, 8, 43 sgts.


Fray Domingo María Basso, OP

Publicado por Silvia S.A.


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