El nombre de Esteban significa «corona». El relato de su vida y de su muerte nos muestra hasta qué punto el nombre correspondía por esta vez a la grandeza heroica del personaje. Esteban pertenece a la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén. Tal vez hubiera pasado inadvertido si no hubiera entrado en escena con motivo de un malestar que un día estalló en protestas.
Seguramente había transcurrido todavía muy poco tiempo desde la muerte de Jesús. De hecho, a pesar del mandato explícito del Maestro, todavía no se habían dispersado los doce. La comunidad no era muy grande, pero era ya lo suficientemente numerosa para generar algunos serios motivos de disgusto. El caso es que al multiplicarse los discípulos de Jesús, surgieron algunas quejas entre los grupos de cristianos procedentes del helenismo contra los cristianos de cultura hebrea. Aquéllos alegaban que sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana.
Elección y vocación
Así pues, los doce decidieron convocar la asamblea de los discípulos para ver la posibilidad de corregir los abusos. La primera medida adoptada consistió en una distribución de funciones que sin duda se hacía ya esperar. Así pues, los apóstoles dijeron:
«No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra, (Hch 6, 2-4).
Aquella propuesta pareció razonable a toda la asamblea y escogieron entre los miembros de la comunidad a siete varones de probada virtud. En primer lugar es mencionado Esteban, del que se dice que era «hombre lleno de fe y de Espíritu Santo». Junto a él aparecen Felipe, Prócoro y Nicanor, así como Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Una antigua tradición ha vinculado a aquellos elegidos con los primeros 'diáconos» o servidores de la comunidad.
De todos ellos se requería una honestidad reconocida públicamente por todos. Como se puede observar por sus nombres, todos ellos pertenecían al ámbito de la cultura helenista. Ya sólo con esta elección, la comunidad cristiana daba prueba de una cierta apertura a la universalidad. Así pues, los elegidos por la comunidad fueron presentados a los apóstoles y, éstos, habiendo hecho oración, les impusieron las manos. Ese gesto habría de permanecer en la Iglesia como signo de la transmisión de una misión, Aquellas primeras «vocaciones» habían sido suscitadas a la vista de necesidades muy concretas y pasaban por la mediación de la elección de la comunidad. Parece que de ellos se esperaba un correcto servicio para hacer frente a las necesidades de los menos favorecidos, pero también una cierta dedicación a la «palabra».
De pronto, el relato atrae nuestra atención sobre uno de aquellos varones elegidos: Esteban. A lo largo del texto se alude a cuatro tipos de plenitud que adornan su persona. Una de las condiciones que han de acompañar a los elegidos por la comunidad es que estén «llenos de Espíritu y de sabiduría» (Hch 6, 3). Entre ellos se nos presenta a Esteban como un varón «lleno de fe y de Espíritu Santo» (Hch 6, 5), un elogio que no se atribuye a ningún otro de los elegidos. Poco más adelante, se presenta a Esteban como «lleno de gracia y de poder, cualidades carismáticas que lo capacitan para realizar entre el pueblo grandes prodigios y señales (Hch 6, 8). Cuando Esteban termina su discurso, en el que ha realizado una lectura creyente de la historia de su pueblo, se nos presenta una vez más ante los ojos como «lleno del Espíritu Santo» (Hch 7, 55). Esa plenitud del Espíritu es la fuente y la razón de su fe, de su gracia y poder y de su sabiduría, cualidades todas que le harán un testigo válido y decidido del Evangelio ante los judíos de Jerusalén.
Misión y proceso
El texto del libro de los Hechos de los Apóstoles aprovecha ese momento para subrayar que «la Palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe» (Hch 6, 7).
Pero el panorama religioso de la ciudad era más complejo de lo que se pudiera sospechar. En Jerusalén existía por entonces una sinagoga llamada de los Libertos, en la que se reunían judíos procedentes de diversas partes del imperio y, en concreto de las tierras africanas de Cirene y de Alejandría, así como de las colonias de Cilicia -de donde procedía Saulo- y de Asia, que tenía su capital en Éfeso. Los judíos agrupados en esa sinagoga gozaban de un alto nivel de cultura, conocían bien las escrituras y manejaban con soltura la retórica. Seguros de sí mismos se pusieron a disputar con Esteban sobre la Ley de Moisés y su eficacia para la salvación.
Esteban conocía su lengua, pero su discurso brillaba sobre todo por su unción espiritual: efectivamente, a través de sus palabras se manifestaba la sabiduría que procede del Espíritu. Ante ella, los judíos helenistas tendrían que darse por vencidos, pero no estaban dispuestos a admitirlo. Prefirieron silenciarlo por la fuerza. Lo que no habían logrado con razones trataron de conseguirlo con el engaño. Como repitiendo la vieja estratagema que Jezabel había empleado contra Nabot (1R 21, 10-13), sobornaron a falsos testigos para que acusaran a Esteban de crímenes que se condenaban con la muerte. Habían de testificar diciendo: «Nosotros hemos oído a éste pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios» (Hch 6, 11).
Identificar los propios proyectos con la causa misma de Dios suele dar un resultado infalible. Con ello, los judíos helenistas lograron amotinar al pueblo, a los ancianos y a los escribas y, en medio del tumulto, prendieron a Esteban y le condujeron al Sanedrín. Curiosamente, las acusaciones que esgrimen contra él recuerdan las que poco antes habían sido presentadas para tratar de justificar la muerte de Jesús. En efecto, presentaron algunos testigos falsos que declararon abiertamente:
Este hombre no para de hablar en contra del Lugar Santo y de la Ley; pues le hemos oído decir que Jesús, ese Nazareno, destruiría este Lugar y cambiaría las costumbres que Moisés nos ha transmitido» (Hch 7, 13-14).
Como suele ocurrir en toda acusación, algo había de verdad en aquellas palabras, a pesar de que estaban sacadas de todo contexto. Jesús era ya venerado como el nuevo santuario de Dios y su vida y su doctrina se habían convertido en normativas para sus seguidores. La falsedad consistía en entender la primera afirmación como una invitación a destruir el Templo de Jerusalén y en explicar la segunda como si el mismo Jesús no hubiera venido a asumir y dar cumplimiento a la Ley de Moisés.
El redactor del texto no deja de incluir en este punto un inciso admirable: 'Fijando en él la mirada todos los que estaban sentados en el Sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hch 6, 15).
Discurso y testimonio
Los discursos que encontramos en el libro de los Hechos de los Apóstoles han de ser leídos e interpretados teniendo en cuenta ese género literario, tan común en la literatura de su tiempo. El discurso del héroe no refleja exactamente sus palabras, pero constituye una elaborada reflexión sobre el sentido de sus acciones y proyectos. Así ocurre con el discurso que se pone en boca de Esteban.
El proceso propiamente dicho es interesante por ese discurso. Bastó una pregunta del sumo sacerdote para que Esteban, sin detenerse a desmentir aquellas acusaciones que los falsos testigos lanzaban contra él, pasase a trazar a grandes rasgos la historia de Israel.
Ante los oídos del auditorio hace desfilar el recuerdo de los grandes patriarcas: Abrahán, Isaac y Jacob. La evocación de José, vendido por sus hermanos, introduce a los oyentes en el escenario de Egipto y en la memoria de la esclavitud. Después es el turno de Moisés, el libertador incomprendido por su propio pueblo. Tras la revelación de Dios en la zarza ardiente, Moisés es enviado por Dios como jefe y redentor.
Esteban introduce una digresión intencionada para recordar que el pueblo de Israel, peregrino por el desierto, contaba con la Tienda del Testimonio y que sólo Salomón logró construir el Templo, aunque el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre», como habían dicho los profetas (Hch 7, 48). El mensaje que transmiten estas palabras es fácilmente comprensible. Si el pueblo de Dios había vivido tanto tiempo sin un templo, ¿por qué ahora se escandaliza el Sanedrín de que Dios haya decidido prescindir del Templo de Jerusalén?
De todas formas, el recuerdo de los profetas parece encender el corazón de Esteban y le sirve de puente para acercarse definitivamente a la figura del Mesías Jesús, a la que estaba orientado todo el discurso:
Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado; vosotros que recibisteis la Ley por mediación de ángeles y no la habéis guardado» (Hch 7, 51-53).
Así pues, dos fueron los temas tocados por Esteban que encendieron la ira de sus adversarios: el recuerdo de las continuas infidelidades de Israel a su vocación de Pueblo de la Alianza y el papel relativo que él parecía atribuir al Templo de Jerusalén. Todavía faltaba una tercera afirmación que muy pronto iban a escuchar de los labios de Esteban. Y entonces, su suerte estaría definitivamente echada.
Muerte y martirio
Lleno del Espíritu Santo que lo había guiado en su ministerio y había inspirado sus palabras, Esteban miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios. Se cumplía así la palabra que Jesús había pronunciado también ante el Sanedrín (Mt 26, 64) atribuyéndose la antigua profecía de Daniel sobre el «Hijo del hombre» (Dn 7, 13). Efectivamente, para Esteban se hacían ya realidad las promesas sobre los tiempos escatológicos. El Maestro al que había seguido y del que había dado testimonio se le hacía visible como Señor de la historia: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» (Hch 7, 56).
Ninguna blasfemia era comparable a ésta para el Sanedrín. Ante sus mismos ojos, el hombre de Nazaret, al que habían condenado poco antes como un peligro para la unidad religiosa y para la seguridad social de su pueblo, era proclamado, sin temor a la muerte, como el Mesías prometido. Tal anuncio era una denuncia del antiguo régimen de Israel que ellos se empeñaban en mantener en pie.
La reacción de los oyentes era más que previsible. Al oír esto, sus corazones se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra Esteban. Gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre Esteban; le echaron fuera de la ciudad, como habían hecho con Jesús y empezaron a apedrearle (Hch 7, 57-58). También Esteban, como había ocurrido con Jesús, era asesinado a las afueras de la ciudad, al igual que fuera de la ciudad eran quemados los cuerpos de los animales sacrificados en la fiesta de la Expiación. Exiliado de su pueblo, Esteban se convertía en paradigma de los cristianos, que expulsados del campamento, viven como quien no tiene aquí ciudad permanente (cf. Hb 13, 12).
En este momento de la narración, el texto añade que los testigos de aquella ejecución pusieron sus vestidos a los pies del joven Saulo (Hch 7, 58), que aprobaba su muerte (Hch 8, 1).
Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7, 59). Evidentemente, el texto subraya la similitud de la actitud y de la oración de Esteban con la de Jesús (cf. Lc 23, 46). Ambos culminan su vida con la oración del salmo 31. Pero Esteban dirige su oración al que era para él modelo de toda oración y era ya para los suyos el destinatario de la misma. Después de esto, dobló las rodillas y, repitiendo de nuevo el gesto magnánimo de su Maestro (cf. Lc 23, 24), dijo con fuerte voz: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Y diciendo esto, se durmió.
Después de aquel asesinato, unos hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran duelo por él (Hch 8, 2). Debía de ser el año 36 de la era cristiana.
El lugar del martirio ha sido tradicionalmente localizado en el valle del Cedrón, cerca de las murallas orientales de Jerusalén, donde se alza una pequeña iglesia greco-ortodoxa. Una antigua tradición, que se refiere a una revelación recibida el año 415 por el presbítero Luciano, afirma que sus restos estuvieron sepultados en Gafar Gamala —a unos treinta km. de Jerusalén—. San Agustín se refiere a su reciente descubrimiento y alude a la enorme devoción popular que concitaban.
Posteriormente, sus restos habrían sido devueltos a la Ciudad Santa y colocados en la iglesia edificada en el siglo V por la emperatriz Eudoxia. Sobre el solar de aquella iglesia bizantina, construida al Norte de la ciudad, cerca de la puerta de Damasco, se levanta hoy la iglesia de San Esteban, abrigada por el recinto de la Escuela Bíblica, que fundó el sabio dominico José M.a Lagrange.
José-Román Flecha Andrés
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.
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