RELECTURAS HISTÓRICAS Y APRENDIZAJES
VITALES PARA NUESTRA REALIDAD
Resumen
Uno de los criterios más evidentes para evaluar la fidelidad de la Iglesia a la persona
de Jesucristo y la continuidad con su misión de anunciar y hacer presente el
Reino es, sin duda, la persecución. Pero no toda persecución de la Iglesia es automáticamente
cristiana, sino solo aquella que se vive por causa de Jesús y de la justicia.
De ahí la necesidad de ver cómo se han vivido estas persecuciones a lo largo
de la historia y qué aprendizajes vitales hemos sacado los cristianos de ellas.
PALABRAS CLAVE: historia de la Iglesia, persecuciones, martirio, minoría.
Las persecuciones forman parte del ADN de la Iglesia desde sus orígenes
hasta hoy. Si bien tuvieron su momento álgido, y hasta cierto punto emblemático,
en los primeros siglos del cristianismo (especialmente en el s.
III), es difícil encontrar un período de la historia en que las persecuciones,
en diversas formas y grados, no estén presentes. Desentrañar su sentido
más profundo (relecturas históricas) y descubrir qué pueden enseñarnos de cara a enfrentarnos con nuestra realidad (aprendizajes vitales)
es una tarea tremendamente útil y provechosa.
Relecturas históricas
Los seres humanos intentamos comprender y dar sentido a aquellos
acontecimientos que marcan profundamente nuestras vidas, especialmente
si estos han sido negativos o inexplicables, como el dolor, la violencia
o la injusticia. A un primer momento de sorpresa e incredulidad,
hasta de «parón», le suele suceder otro de intentar explicar por qué se
han producido esos acontecimientos y qué papel desempeñan en nuestras
trayectorias vitales.
Las persecuciones a la Iglesia se encuentran dentro de esta misma dinámica. Inicialmente causaron una profunda sorpresa por lo inesperado de
las mismas, como bien relata un autor de finales del s. II: «[Los cristianos]
aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo
se les condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida» (A
Diogneto 5). Pero posteriormente, y pasado este momento de incredulidad, se intentó dar una serie de razones para comprender por qué se habían
producido las persecuciones y, sobre todo, qué sentido tenían en
nuestra historia, tanto personal como comunitaria. Sin pretender ser exhaustivos
analizaremos algunas de las explicaciones más frecuentes a lo
largo de la historia, y lo haremos en forma de modelos, que habitualmente
no se presentan de forma pura, sino en la mayoría de los casos
mezclada: modelo judicial, bélico, terapéutico y atlético, cada uno de
ellos con sus ventajas y sus inconvenientes (o peligros).
a) Modelo judicial
Este modelo está muy cercano a lo que encontramos en el NT y ha sido
uno de los más productivos en el plano eclesial. Su trasfondo es muy sencillo:
las persecuciones son uno de los momentos privilegiados para mostrar
si la fidelidad o adhesión (pistis = fe) de todo cristiano a la persona
de Jesús es auténtica o no. Si se confirmaba esta vinculación, una persona
se convertía en mártir que, aunque inicialmente tenía el significado
de «testigo a favor de alguien en un juicio», con el paso del tiempo pasó
a ser la persona que entrega su vida por la fe. Pero si se negaba esta adhesión,
o se la ponía por debajo de otras, se volvía apóstata. Cada una de
estas posturas tenía sus consecuencias: en el caso del mártir, «aquel que
había perdido la vida» la «ganaba con creces»; el apóstata se quedaba con
su propia nada.
Ventajas: la estrechísima vinculación que se establece entre la persona
creyente y Jesucristo-Dios permite a las comunidades cristianas enfrentarse
a cualquier tipo de persecución con unos recursos, tanto humanos
como religiosos, de increíble calado, ofreciendo lo mejor de sí mismas en
la dinámica del amor. De hecho, fue un factor misionero de primer orden,
no tanto por la persecución en sí misma, sino por la manera de enfrentarse
a ellas. Tertuliano, a finales del s. II, lo expresó de una manera
que se ha hecho clásica: «Nos hacemos más numerosos cada vez que nos
cosecháis: “La sangre de los mártires es semilla de [nuevos] cristianos”»
(Apología 50,13).
Inconvenientes (o peligros): se basa en su sistema bipolar de comprensión
de la realidad (mártir-apóstata), que en multitud de ocasiones no se adaptaba a lo que somos y hacemos; el «apóstata» quedaba, además, definitivamente
marcado con este estigma, lo que dificultaba enormemente
la posibilidad de un cambio de actitud e impedía en gran medida su
posible reintegración.
b) Modelo bélico
Este modelo considera el cosmos y la sociedad divididos en dos mitades en
continua pugna: en una de ellas, representada por la Iglesia, se encontraban
el bien, la luz y la verdad; y en la otra (con diferentes advocaciones: las
fuerzas del mal, el mundo o el demonio) estaban la mentira, la oscuridad
y el mal. Las persecuciones vendrían a ser, por tanto, los intentos de la parte
«oscura» para evitar que triunfara la verdad y que el reino de Dios creciera
por medio de la expansión de la Iglesia. A mediados del s. II, Justino
lo plantea de la siguiente manera: «Nosotros hacemos profesión de no cometer
injusticia alguna y no admitir estas impías opiniones y, sin embargo,
no examináis nuestros juicios, sino que, movidos de irracional pasión
y aguijoneados por perversos demonios, nos castigáis, sin proceso alguno
y sin sentir por ello remordimiento» (Primera Apología 5).
A pesar de la virulencia con que se lleva a cabo este combate, la victoria
final del Reino está asegurada por Dios, como podemos descubrir ya de
manera anticipada en la resurrección de Jesucristo. En estos casos, lo importante
para el creyente es mantenerse firme (hypomonê, que significa
tanto «perseverancia» como «paciencia») a pesar de las dificultades, y saber
que el final está cerca.
Ventajas: moviliza y focaliza las energías en una misma dirección, evitando
las dispersiones o las huidas; explica de manera convincente los sufrimientos
injustos, genera personalidades resistentes a las desgracias y
capaces de soportar todo tipo de adversidades; y crea una identidad comunitaria
muy fuerte.
Inconvenientes (o peligros): dualiza la realidad, viendo solo buenos y
malos, sin las escalas de grises o colores, tan necesarias para la vida; sectariza
las relaciones sociales (el que no está con nosotros está contra nosotros);
demoniza muchos espacios, tanto personales como sociales –sexualidad,
política, pluralidad–; y, sobre todo, olvida que el Reino es «de Dios» y no se reduce a nuestros pobres esfuerzos por hacerlo presente.
Esta explicación de las persecuciones está más cerca del Dios de Juan
Bautista que del de Jesucristo, un Dios compasivo y misericordioso.
c) Modelo terapéutico
Este modelo es uno de los más extendidos en la historia de la Iglesia y se
basa en un esquema muy práctico y sencillo: toda enfermedad necesita,
para poder alcanzar la curación, una serie de remedios, muchos de ellos
desagradables, dolorosos y no queridos por el enfermo. Este esquema es
muy antiguo y coincide en gran medida con el que encontramos en muchos
textos bíblicos: al pecado le sucede el castigo, para así poder llegar
a la salvación. Según este modelo, las persecuciones vendrían a ser «remedios»
saludables para la Iglesia y, aun siendo profundamente negativas,
tienen una clara función terapéutica: ayudar a la comunidad cristiana
a madurar y crecer, afianzándose en lo único necesario e insustituible:
Dios.
Cipriano, a mediados del s. III, lo expresó de forma sintética: «El Señor
quiso probar a su familia, y como una larga paz había corrompido la disciplina
que nos fue divinamente enseñada, la celeste censura quiso levantar
la fe tumbada y, casi diría, dormida; y mereciendo aún más por
nuestros pecados, el Señor clementísimo de tal modo lo templó todo que
todo lo sucedido antes ha parecido más un examen que una persecución»
(Sobre los apóstatas 5).
Ventajas: evita dos de los más graves peligros presentes en todo conflicto
violento, la victimización de las personas o grupos agredidos y la demonización
del agresor, dinámicas ambas que impiden cualquier proceso de
cambio, conversión o auténtica reconciliación y que suelen aparecer como
una de las tentaciones más habituales en estos casos.
Inconvenientes (o peligros): fácilmente puede caer en una dinámica masoquista
con un fundamento teológico («Dios lo quiere así») y, por lo
tanto, justificar la injusticia, la violencia y las persecuciones hasta tal
punto que nos lleva a una pasividad o resignación ante los sufrimientos
que se generan en ellas, considerándolos incluso como algo inevitable y
hasta necesario para nuestro crecimiento como Iglesia.
d) Modelo atlético
Estrechamente conectado al anterior, pero con algunas variantes, se encontraría
el modelo atlético, bien expresado en un adagio latino: «Ad
astra per castra» («a las estrellas por los campamentos [militares]»). O, en
versión espiritual: a la mística por la ascética. Si queremos llegar a alcanzar
nuestra auténtica talla y valía, que es llegar a ser como Cristo, se hace
necesario el esfuerzo. El bienestar y la comodidad no traen más que
ocio y decadencia. Las persecuciones, por tanto, vienen a ser ese momento
de «esfuerzo y lucha» necesario para poder mostrar lo que realmente
somos, una prueba que el Señor envía cuando la Iglesia está más
acomodada, de cara a invitarla a un seguimiento más coherente.
El AT y el NT vienen a coincidir en este planteamiento en muchas ocasiones.
Veamos solo dos. En un libro compuesto en torno al s. II a.C.,
Judit llega a decir ante la ocupación de Israel por Holofernes: «Demos
gracias al Señor nuestro Dios, que nos pone a prueba, como también puso
a prueba a nuestros antepasados [Abrahán e Isaac] [...] A ellos los purificó
con fuego para probar su corazón. No ha llegado a tanto con nosotros,
no nos ha castigado, pues el Señor pone a prueba a los que se
acercan a Él para ponerlos sobre aviso» (Jdt 8,25-27). Y continúa la Primera
Carta de Pedro a finales del s. I: «Dichosos si tenéis que padecer
por hacer el bien. No temáis las amenazas, no os dejéis amedrentar [...]
También Cristo padeció una sola vez por los pecados, el inocente por los
culpables, para conducirnos a Dios [...] Queridos, no os extrañe esta
prueba de fuego que se nos ha venido encima como si de algo insospechado
se tratara. Alegraos más bien porque compartís los padecimientos
de Cristo» (1 Pe 3,14.18; 4,12-13).
Ventajas: potencia la aparición de personalidades muy resistentes a las dificultades
de todo tipo; dota a las comunidades de un firme sustrato teológico,
al identificar su destino con el de Jesucristo; y anima a la Iglesia
a proseguir con esta tarea evangelizadora de imitar la vida de Cristo, sin
preocuparse por las dificultades que puedan sobrevenir, considerándolas
incluso como algo lógico.
Inconvenientes (o peligros): no se admiten las debilidades y la fragilidad,
ni personales ni comunitarias, vistas como manchas o lacras; además, puede crear una mentalidad de tipo voluntarista, donde la dimensión de
la gracia o el don queda sensiblemente disminuida; y le suele faltar apertura
de miras y horizontes para pensar en el otro y los otros, preocupándose
solo de lo intragrupal.
Aprendizajes vitales
Las persecuciones que ha sufrido la Iglesia a lo largo de la historia pueden
ayudarnos además a comprender y enfrentarnos a algunos de los
problemas con que nos encontramos en la actualidad. Aquí proponemos
algunos de ellos, los que considero que pueden sernos más útiles.
a) Las persecuciones son consecuencia lógica
del seguimiento fiel de Jesucristo
El anuncio y la práctica del reino de Dios dieron como resultado para Jesús
su denuncia, marginación y exclusión, que culminaron con su propia
muerte violenta en la cruz. Una de las muestras más evidentes y palpables
de que nuestro seguimiento de Jesús es auténtico y no se queda
en la superficie son las resistencias que encuentra tanto en nuestro interior
como fuera de nosotros.
Las persecuciones a la Iglesia vienen así a completar de una manera palpable
la «pasión de Cristo» en la carne de nuestro mundo, y los mártires
se convierten en otros Cristos a los que imitar. Mala señal, por tanto, que
la Iglesia no encuentre resistencias y no sea «perseguida» por un mundo
donde siguen estando presentes, ¡y de qué manera!, la injusticia, la desigualdad,
la guerra y el hambre: o los cristianos no cumplimos con nuestra
vocación o nos hemos vuelto insignificantes e insípidos.
b) Sin embargo no todas las persecuciones que ha sufrido la Iglesia
se han producido por su seguimiento de Jesucristo
Como contrapeso a la afirmación anterior, debemos tener cuidado de no
afirmar que todas las persecuciones a la Iglesia se han producido por su
seguimiento fiel de Jesucristo. En muchas ocasiones han tenido otras causas, no precisamente evangélicas, como la competencia con otros poderes
(políticos, sociales, culturales, religiosos o económicos), o el haberse
aferrado a una serie de privilegios o situaciones que le favorecían,
o el no haber sabido adaptarse a las circunstancias y los tiempos, manteniendo
posturas obsoletas o caducas; y un largo etcétera que sería prolijo
enumerar.
Las únicas persecuciones que podemos considerar «evangélicas» son
aquellas que se producen por causa de la justicia y de Jesucristo (cf. Mt
5,10-11). Se hace necesario y hasta obligatorio, pues, un serio análisis
para discernir entre los factores evangélicos y no evangélicos en toda persecución,
tarea no siempre fácil, pues en la mayoría de los casos, como
en todo lo humano, se encuentran mezclados.
c) Algunas claves para discernir las auténticas persecuciones
La humildad, la no agresividad (en todas sus variantes: desde el no recurrir
al insulto hasta la no violencia), el no adoptar posturas victimistas,
la no demonización del perseguidor, el no esconder la propia opción creyente
pero al mismo tiempo no buscar (ni provocar) la condena, el intentar
utilizar los medios legítimos para la propia defensa, la aceptación
valiente y realista de los sufrimientos, la capacidad para renunciar a lo
que muchos consideran como más valioso (bienes, familia, honor)... son
algunas de las claves que nos pueden ayudar a discernir cuáles son las
persecuciones «evangélicas» frente a las que no lo son.
A ellas habría que añadir otras dos que considero las más sorprendentes
y llamativas y las que, sin duda, han producido una mayor conmoción
en quienes las han contemplado: la generosidad y la alegría a la hora de
entregar la propia vida. Si bien la primera característica podemos encontrarla
en otros lugares, incluso en espacios no religiosos, la alegría con
que los cristianos y cristianas se han enfrentado al martirio sigue siendo
una permanente llamada de atención.
d) Las persecuciones, cuando se han asumido de manera cristiana
nos han hecho crecer
A pesar de los terribles sufrimientos y pérdidas que se producen en las
persecuciones, tanto en el ámbito material –iglesias, colegios, tierras, dinero–
como, sobre todo, en el personal (los mártires suelen ser las personas
con una mayor «calidad» creyente, y su pérdida es insustituible),
las persecuciones no han dado como resultado, a medio y largo plazo, la
decadencia o deterioro de la Iglesia, como podríamos pensar, sino todo
lo contrario: su crecimiento, tanto en número como en calidad. Eso sí,
con la condición de que hayan sido asumidos de una manera cristiana,
es decir, desde las claves vistas con anterioridad.
Es más, lo que suele producir un mayor daño a la Iglesia suelen ser los
períodos en que la Iglesia se encuentra «a gusto» y se ha adaptado de tal
manera a las circunstancias de su tiempo que no tiene nada nuevo que
ofrecer ni crítica alguna que recibir. Sobre todo, porque este «bienestar»
se relaciona habitualmente no con la fidelidad a su vocación o el cumplimiento
con su misión, sino con estar bien situada y valorada por lo
más selecto de la sociedad.
e) Circunstancias que suelen propiciar las persecuciones
Entre las múltiples circunstancias que favorecen la aparición de las persecuciones,
enumero aquellas que considero más importantes, aunque
siempre habría que tener presentes las diferentes épocas y contextos para
resaltar algunas de ellas o proponer otras nuevas. Y, como siempre, en
la mayoría de los casos se encuentran interconectadas.
La primera circunstancia que ha propiciado las persecuciones se produce
cuando la Iglesia es considerada como minoría influyente. Las persecuciones
no se producen, habitualmente, ni cuando la Iglesia es tan
minoritaria que es socialmente «invisible», ni cuando la Iglesia es la
mayoría de la población, sino cuando la Iglesia es una minoría influyente.
En estos casos la Iglesia, como casi todos los grupos minoritarios,
suele actuar como perfecto chivo expiatorio al que acusar de todos
los males que se producen en la sociedad, fácil blanco de la crítica,
la burla o los ataques por parte de los poderosos o «entendidos», y grupo que pone en cuestión las identidades colectivas por sus maneras diferentes
de ser y de actuar.
La segunda circunstancia que, a mi juicio, ha propiciado las persecuciones
a la Iglesia suelen ser los momentos de cambio, crisis o graves transformaciones
sociales, en los que la Iglesia suele sufrir persecuciones tanto por
parte de aquellas personas e instituciones que ven en la Iglesia un factor
de involución o rémora, como por las que la consideran un obstáculo para
sus propias pretensiones hegemónicas, llámese emperador, Estado, raza,
ideologías o sistema político o económico.
La tercera circunstancia es cuando la Iglesia se encuentra enfrentada a otros
grupos poderosos. La Iglesia no suele tener problemas cuando se encuentra
alejada de los espacios de poder e influencia o cuando se adapta y se
integra en estos espacios, sino cuando tiene delante otro grupo que quiere
competir y, por lo tanto, ocupar ese lugar. Entre estos «competidores»
naturales de la Iglesia se encuentran los regímenes políticos con pretensiones
más monopolísticas –desde el Imperio romano hasta los regímenes
nazi y soviético en el s. XX–, otros sistemas religiosos diferentes (luchas
entre cristianos y musulmanes, guerras de religión en Europa, actuales
conflictos interreligiosos...) y las diferentes asociaciones entre religión
y etnia, nación o cultura.
La cuarta y última circunstancia que ha propiciado enormemente la persecución
de la Iglesia es cuando la Iglesia ha apostado por la justicia y la defensa
de los pobres y desfavorecidos de la historia. En estos casos, los poderes
dominantes han considerado a la Iglesia como un peligro y han puesto todos
los medios, persecuciones incluidas, para hacer que abandone estas opciones,
primero mediante la denuncia y la calumnia, luego mediante las
presiones y, finalmente, en muchos casos, mediante el asesinato.
f) Martirios de alta y baja intensidad
Cometemos un grave error al reducir las persecuciones y los martirios solo
a sus expresiones más llamativas y sangrientas. Es muy conveniente
analizar el continuum que va desde la burla o la crítica a la Iglesia, que
pasa por las condenas, los ataques públicos, la opresión o la violencia, y
que culmina con el asesinato de algunos de sus miembros.
Por eso sería bueno distinguir entre martirios de alta y baja intensidad,
tanto para resaltar de una manera privilegiada el comportamiento ejemplar
de los mártires asesinados –que llevó a la Iglesia a implantar algo tan
nuevo y radical como el «bautismo de sangre»– como para tener presentes
a aquellos cristianos y cristianas que, sin haber sufrido la muerte, han
sido marginados, condenados y perseguidos a lo largo de la historia de la
Iglesia. Es lo que la Iglesia antigua hizo al diferenciar entre mártires (los
que sufrían la muerte) y confesores (aquellos que eran expulsados de sus
ciudades, perdían sus bienes y sufrían torturas). En este sentido, la función
martirial no es solo «privilegio» o «excepcionalidad» de unos cuantos
elegidos, sino la vocación de todos cuantos quieran ser creyentes.
g) La Iglesia, por desgracia, también ha perseguido
En cuestión de persecuciones debemos tener cuidado, pues la historia
nos enseña que la Iglesia no solo ha sido objeto de ellas, sino que, en algunos
casos, también ha sido sujeto que las ha producido, bien por su
participación activa en ellas o por animar a llevarlas a cabo. Y no solo a
los oponentes de fuera, a los de otras religiones o ideas –los casos de Hipatia
y Galileo no son únicos–, sino incluso a los de dentro, por considerarlos
como herejes y, por lo tanto, personas o grupos a los que hay
que perseguir para defender la verdad: Prisciliano, el primer «hereje» cristiano,
y la Inquisición son buena muestra de ello.
Asumir el hecho de que con demasiada frecuencia el perseguido se convierte
en perseguidor nos debe llevar, en primer lugar, a pedir perdón por
haber cometido este grave pecado y no haber sido un instrumento de
paz, sino de violencia; pero también, en segundo lugar, analizar muchos
de nuestros comportamientos actuales, tanto con los de «fuera» como
con los de «dentro», para ver si no los estamos repitiendo (en formas diversas,
eso sí).
h) Los mártires forman parte de nuestro patrimonio y capital social
Hay pocas instituciones que puedan contar con un caudal humano y social
tan rico como las Iglesias. Dentro de este patrimonio común, los
mártires, hombres y mujeres capaces de entregar su vida como testigos de la fe ocupan un lugar destacado. De ahí la necesidad y hasta la obligación
de conservar viva su memoria y hacerla presente entre nosotros.
De hecho, esta ha sido, ya desde los inicios, una de las «obsesiones» eclesiales
más llamativas a lo largo de la historia de la Iglesia. Las formas de
llevar a cabo este recuerdo y presencia muestran una gran riqueza y variedad:
empezando por la conservación de sus restos (reliquias), continuando
con la memoria escrita de su martirio –actas de los mártires, que
se leían en celebraciones públicas– y los edificios religiosos a ellos consagrados,
siguiendo por su conmemoración litúrgica (los primeros santos
del santoral fueron, en realidad, mártires) y terminando por su influencia
en muchas otras áreas de la Iglesia. No deja de ser sintomático, en este
sentido, cómo a la espiritualidad martirial le siguió el monacato, considerado
como «martirio incruento».
Este deber de conservar la memoria de los mártires y hacerlos presentes
en nuestras vidas es mucho más obligado hoy, en una sociedad donde los
modelos sociales que habitualmente se nos ofrecen son bastante deficitarios.
No basta con educar en valores, si estos no están encarnados en
personas concretas que los vivan, y para ello nada mejor que el ejemplo
de los mártires, que pueden así convertirse en modelos ejemplares para
nuestro mundo: personalidades recias, capaces de enfrentarse a las adversidades
con gran entereza de ánimo y valentía en sus opciones, pueden
tener una tremenda capacidad de atracción para personalidades
fragmentarias, en gran medida desestructuradas, como las que se están
gestando en la actualidad. Eso sí, siempre y cuando sepamos presentarlo
de una manera adecuada.
Como conclusión quisiera citar, a pesar de su extensión, unas conmovedoras
palabras que pronunció Juan Pablo II hace ya trece años:
«La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica
solo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que también
marca todas las épocas de su historia. En el siglo XX, tal vez más que
en el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron
testimonio de la fe con sufrimientos a menudo heroicos. ¡Cuántos
cristianos, en todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron
su amor a Cristo derramando también su sangre...! Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes, experimentaron el odio y la exclusión,
la violencia y el asesinato [...] Su recuerdo [el de los mártires]
no debe perderse, más bien debe recuperarse de modo documentado.
Los nombres de muchos no son conocidos; los nombres
de algunos fueron manchados por sus perseguidores, que añadieron
al martirio la ignominia; los nombres de otros fueron ocultados
por sus verdugos. Sin embargo, los cristianos conservan el recuerdo
de gran parte de ellos [...] Muchos rechazaron someterse al
culto de los ídolos del siglo XX y fueron sacrificados por el comunismo,
el nazismo, la idolatría del Estado o de la raza. Muchos
otros cayeron, en el curso de guerras étnicas o tribales, porque habían
rechazado una lógica ajena al Evangelio de Cristo. Algunos
murieron porque, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, quisieron
permanecer junto a sus fieles a pesar de las amenazas. En todos los
continentes y a lo largo del siglo XX hubo quien prefirió dejarse
matar antes que renunciar a la propia misión. Religiosos y religiosas
vivieron su consagración hasta el derramamiento de su sangre.
Hombres y mujeres creyentes murieron ofreciendo su vida por
amor de los hermanos, especialmente de los más pobres y débiles.
Muchas mujeres perdieron la vida por defender su dignidad y su
pureza»*
FERNANDO RIVAS REBAQUE
Profesor de Historia Antigua de la Iglesia y Patrología. Facultad de Teología. Universidad
Pontificia Comillas. Madrid. .
*Homilía pronunciada por el papa Juan Pablo II con motivo de la conmemoración
ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX en el tercer domingo de Pascua (7
de mayo de 2000), que animo a leer íntegramente (no es más que una página) y
puede encontrarse en línea: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/
homilies/documents/hf_jp-ii_hom_20000507_test-fede_sp.html (Consulta el 9
de octubre de 2013).
Publicado Por Silvia S.A.
No hay comentarios:
Publicar un comentario